Viernes, 26 de junio de 2009 | Hoy
STONEWALL
¿Qué es lo importante en el relato de Stonewall? ¿Cuál será el destino de quienes no entran en la foto? ¿A quién excluimos cuando nos erigimos en la voz de los excluidos? ¿Cuál es el rol de los intelectuales en esta historia? Estas son algunas de las preguntas que provoca la fecha patria. Algunas posibles respuestas están aquí abajo.
Por Mauro ï Cabral
No hay muchas maneras distintas de contar Stonewall. Los últimos años ’60, Nueva York, la represión persistente, el hartazgo de mucha gente que una y varias noches dijo basta, una policía de mierda, cosas que volaban de un lado a otro, muerte, resistencia. El nacimiento de un movimiento político contemporáneo. Christopher Street. Una plazoleta con rejas, dos parejas, marchas. Banderas del arco iris, la lucha continúa. Orgullo, mucho orgullo. Un bar. Uno de los aspectos más fantásticos de cualquier relato acerca de Stonewall es su demografía, entendido por tal no la cuenta precisa de los norteamericanos según la tablita de Kinsey sino esa otra cuenta: los que estaban en el bar. El número importa poco, porque lo que importa no es una cuestión de cuántos sino de quiénes. Y ni siquiera de quiénes sino de qué. A lo largo de todos los años que van de Stonewall a esta parte el qué de esos quiénes ha sido reformulado de acuerdo con los vaivenes de la política diversa. Saquemos la cuenta. El relato oficial —ese que cada 28 de junio da la vuelta al mundo cual antorcha sagrada del Orgullo— tiende a clasificar a los parroquianos como gays y lesbianas. La corrección política, que le corre a la saga, tiende a distribuirlos de acuerdo con la prolija taxonomía del movimiento en la contingencia de su devenir histórico. Es así como, supuestamente, gays, lesbianas, trans y bisexuales habrían coincidido, esa noche y en el mismo bar. La versión vernácula de la historia es aún más correcta: de algún modo que no conoce explicación alguna, lesbianas, gays, travestis, transgéneros, bisexuales e intersexuales se las habrían ingeniado para estar ahí, en Stonewall, bailando, mirándose, tocándose y tomando algo.
Cada vez que el relato demográficamente expansivo de esa historia llega a mi pantalla —cada vez, digamos, que el orgulloso 28 de junio se acerca, pasa y se aleja—, suspiro la misma frustración. ¿Será de verdad necesario proyectar nuestras ficciones políticas contemporáneas a ese pasado que ya no es siquiera un Big Bang fundacional y mítico sino, más bien, una bolsa de gatos? ¿Y cuál será el destino político, me pregunto cada vez, de quienes no estuvieron esa noche, los que no entran en la cuenta, esos cuyo nombre no hace fórmula? ¿Los meterán un día por la puerta de atrás? ¿Nos meterán? ¿Convertirán a alguien más en otro u otra, sólo para que pueda ser nombrado, hoy, como sujeto de algún derecho?
Aunque la queja forma parte de la performance obligada de mi judaísmo serrano, en esta edición de nuestra efeméride preferida me gustaría intentar otra cosa. ¿Por qué no hacer realidad, al menos por una noche, la diversidad extraordinaria que se dio cita esa noche? Quizás éste sea el momento, la mejor oportunidad, para que la así llamada comunidad Glttbi se mire en el espejo de su propia diversidad, tan difundida y tan celebrada, y deje, al menos por una vez, de mirarse en el arrobo de sus slogans. Una noche de bares y discos con rampas adentro y afuera, entradas baratas y tragos baratos. Una noche donde nadie deba explicarle nada a nadie, ni en la puerta, ni en la pista, ni en el túnel, ni en el baño. Circulación libre para todos, sin importar el sexo del documento, del escote, de la mirada o del peinado, sin que importe, pero en serio, la marca del modelito, de la tribu o de la balanza. Una noche, al menos una noche, sin asco y sin censura por los genitales ese cuerpo ajeno al deseo propio. Una noche de bienvenida a lo que no se nos parece y no necesariamente nos gusta, a eso que habitualmente preferimos afuera, bien lejos, más allá de esas puertas que adornamos con arco iris luminosos y consignas inclusivas. Una noche, una posibilidad nocturna de no parecernos a ese heterosexismo fóbico y excluyente al que sin cesar repudiamos, de estar orgullosos, de verdad, de ser lo que somos. Un orgullo que, por una noche, no sea un cuento que los niños trans escuchan, incrédulos, antes de irse a la cama.
Una noche, una vida.
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