Viernes, 3 de julio de 2009 | Hoy
GRAN AMOR
Por Natalia Barrios
Cumplía 31 con tres deseos pegados al cuerpo: separación, mudanza y abandono total de la terapia. La combinación resultó en sábado lluvioso en Banfield embalando mis cosas para llegar a Barracas al día siguiente con un nuevo hogar.
En veinticuatro horas crucé el charco y mi vida hizo un quiebre. Laura fue testigo de la hazaña y la que me impulso al éxodo. Ella, con quien discutía sobre política en Instrucción Cívica en la escuela de monjas o compartí madrugadas de cine, música y mate. Laura me ha obsequiado desde entonces su leal amistad.
“Cuando uno elige la ausencia de ruidos y voces siente que no se va a enamorar más”, decía yo muy seria mientras Laura desenvolvía uno por uno los vasos en mi nueva cocina. De pronto tomó un jarrito como quien manipula una bola de cristal y refutó mi especulación: “Veo una chica joven, con pelo castaño hasta los hombros, tiene algo naranja y te está preparando un café capuchino en esta cocina”.
Mi amiga tiene la cualidad, de vez en cuando, de vislumbrar algunas cosas. Por eso no me burlé de su comentario. Y porque me daba pena saber que lo decía para darme ánimo. Estaba decepcionada de las mujeres, dolida, enojada. Después de aquel día, vinieron muchas noches estrellando el cielo con mis ojos despiertos.
En los meses siguientes, encontré nuevas amistades en el espacio menos imaginado: el trabajo. Entre todas, una chica a la que había conocido tantos años atrás y a la que, sin embargo, pude ver recién en ese momento. Estaba ahí, en la redacción, detrás del micrófono, a la vuelta de mi isla de edición. Que fuésemos compañeras de trabajo lo complicaba todo. ¿Y si no funcionaba? ¿Cómo podríamos seguir trabajando juntas? La onda pudo más que los miedos. Nos acercamos. Nos hicimos amigas... inseparables y en esa insoportable ansiedad de no animarme a confesarle lo que sentía, pasaron días, soplaron vientos fuertes trayendo lluvias y, de pronto, un incidente familiar terminó dejándola a mi lado, en mi propia cama. Durmiendo, claro.
Recuerdo que fue un domingo mágico, no sólo por sentirla tan cerca, sino porque al despertar la vi. Con un jarrito de café capuchino, el pelo ensortijado y una remera naranja.
Me acordé de Laura, de su visión y de mis miedos que se fueron de golpe.
Ahora que ya han pasado unos años, me gusta todavía decirle mi media naranja, porque es esa otra mitad para mí, que supone un complemento similar, jugoso y femenino.
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