GLTTBI
› Por Naty Menstrual
La cuestión era revolcarse. Tratando inútilmente de ahogar con leche tibia aquellas profundas penas. A veces en esos retoces sin identidades se me cruzaba alguna piel, un beso, que se me colgaba del corazón, y se quería quedar enredado en algún abrazo que abrazaba mi ilusión y algún sueño. Los que eran, no eran, y los que querían ser, no valían la pena... para mí.
Esa tarde, era una tarde más, donde debía sí o sí sumar algún punto a mi carrera promiscua sin sentido, o con demasiado sentido que no quería averiguar. La ansiedad me mataba, las uñas me crecían a una velocidad muchísimo más lenta de lo que me las devoraba en una actitud desaforadamente caníbal. Me sumergí en la red que me proveía hacía muchos años ya, de mis presas de cacería diaria. Quizás sería ése el día... quizás. Salí del cyber. Había tirado mis redes en la red con un empobrecido anzuelo. Me harté. Me fui. Me cansé. Estar sumergida tanto tiempo me hacía desear respirar un poco de aire fresco. Me iba para casa, a ver si sonaba el teléfono y me entretenía por lo menos con una conversación pseudocaliente, con algún chongo de turno del que jamás iba a saber ni siquiera su número de documento. Apoyado sobre un coche en la vereda, un chongo de pelo rubio, ondulado y largo casi hasta la cintura agarrado con una gomita floja, morrudo, cruzado de brazos con cara de muchacho caliente pero bueno, vikingo de ensueño, me esperaba tranquilo. Me hizo señas y no podía creerlo. Me esperaba a mí. No podía ser cierto. Nos saludamos, subimos con la naturalidad de habernos conocido en algún lejano tiempo. Era simpático, callado, directo. Me agarró, me dio vuelta, me apoyó, me empezó a recorrer el cuerpo con la certeza del que está pasado de seguro de lo que está haciendo. Me tocaba, él detrás de mí frente al espejo. Me besaba el cuello, me masturbaba como si en vez de una pija me colgara el clítoris de Kim Bassinger en nueve semanas y media detrás de la persiana americana, un clítoris largo y grueso. Y sus besos. La temperatura de su piel. Su pelo. Sus labios tibios. Demasiado tierno. Me dejé llevar, me olvidé de mi ama de llaves interna, perversa dominatriz amaestradora de perritos falderos eyaculadores precoces sin resto. El podía solo, eso era increíblemente cierto.
Aquel dulce vikingo me esperó para llegar, me dominó, me mimó hasta que quedamos tirados en la cama sonriendo. Le pregunté qué hacía con la única intención de, por lo menos, por unos breves segundos, retenerlo, me miró, y me dijo con una voz de macho de barrio despojado y dulce:
—Soy cocacolero.
—¿Cocacolero?
—Trabajo en el Luna Park vendiendo coca cola en los espectáculos
—Y hablaba haciendo señas como si tuviera sobre sus manos una cargada bandeja de coca con hielo.
Me dieron ganas de comprarle todas las coca colas del mundo, para que se quedara conmigo desnudito con su bandeja apuntando al cielo. Siempre había pensado que si bien la Pepsi no me jodía, la Coca Cola era mejor, como cuando uno tiene que elegir entre River y Boca, por ejemplo... de chica ya había elegido a Boca y ahora ese macho vikingo hermoso me había hecho terminar de decidir... yo, indudablemente, ya sabía qué gaseosa pedir cada vez que entrara a un kiosco, así, por lo menos, entre sorbo y sorbo, con las cosquillas de las burbujas infladas de gas acariciando mi corazón y mi cuerpo, podría imaginar aquellas caricias suaves y dulces de mi hermoso vikingo. Mi hermoso vikingo... Cocacolero...
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