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› Por Fernando Noy
No habías cumplido quince años y ya le robabas anfetaminas a aquella vecina obstinada en adelgazar para conseguir marido. Eras rellenita y, como toda niña andrógina, con piel de seda, estilo inglés. Te sentías mujer ya desde los primeros pasos en puntas de pie, cuando con tu familia forzosamente emigraron al bravío Oeste del Gran Buenos Aires. En los casi olvidados años setenta, tus primeros paseos nocturnos oscilaban entre las estaciones desde Moreno hasta Liniers. Así fuiste descubriendo a otras como vos, en trasnoches iniciáticas de yire. Mientras ellas se alimentaban de sandwichs de milanesa regados por Sumuva, vos apenas podías tragar un paquete chico de las galletitas Manón, por lo que enseguida comenzaron a identificarte con ese nombre. Las anfetas te pegaban como si al mismo tiempo fueras Leonardo Da Vinci y La Gioconda, Dalí y Gala, Toulouse Lautrec y La Goulou. Te encandilaba descubrir ese mundo al que pertenecías y así, junto a ellas, comenzó la audacia de atreverse a usar las primeras túnicas rosadas además del peligroso rimel y lápiz negro en los ojos. Los andenes exhalaban nubes con vahos de Mary Stuart, Coty y en tu caso el insólito Patchouli o el Musk que según contaban, se destilaba del semen de los ciervos.
Trolas de aquellos tiempos en que ser pasiva era casi una ley, nada de mujeres fálicas. Te llamaban “better” y la palabra “gay” no había irrumpido aunque, para hacerla corta, muchas se bautizaban con ahora iconos del primer puterío, desde La Montiel a La Merello, pasando por tantas Marlenes y etcétera. Pero vos eras simplemente La Manón, primera hippie del trolaje insomne y les resultabas algo rara a algunas colegas como La Congoleña, Reina de Paso del Rey, Lulú, Zarina de Merlo o Marisa Gata Mansa, suprema emperatriz de las teteras, es decir los baños públicos de Morón donde bebían su leche. Con ella lograbas entrar en la Base Militar de esa zona, gracias al poder de una morena prostituta muy protectora de las locas que habían hechizado al Oficial Cortés, siempre de turno los fines de semana. A eso de las dos de la mañana, el tipo entraba a alguna de las ranchadas y con el simple sonido del silbato hacía formar batallones de conscriptos veinteañeros semidormidos, algunos semierectos, todos en calzoncillos. Marisa elegía como si estuviera catando pulpos pero vos, perdida en el mambo de la décima estenamina, seleccionabas sólo uno, especialmente por el color de sus ojos y después te hacías la difícil porque en verdad todavía te hacían doler con sus cactus de seda. Mientras, Marisa se pasaba casi diez en el sector de la enfermería donde los elegidos ya afrechos improvisaban su harén de verdad inolvidable e irrepetible en aquellos feroces tiempos antiputos.
La Gata Mansa comentaba con las otras que eras una marica nueva bastante extraña, pero demasiado bien dotada de asentaderas. Por eso te propuso un insólito favor al que accediste como en un juego peligroso pero encantador, ya que tu única misión consistía en esconderte detrás de un enorme ombú que todavía subsiste sobre la avenida Rivadavia y, hasta el amanecer, cuando algún coche pasaba manejado por hombres, salías en medio de la oscuridad bajo el farol donde improvisabas un semi streaptease para exhibir tu culo de magnolia adolescente. Cuando el coche se detenía, de inmediato en tu lugar, Marisa salía desde las ligustrinas y, haciéndose pasar por vos, ejecutaba ahí mismo su célebre mamada. Espiando así aprendías las artimañas del succionar hasta abducir en un grito de placer a los muchachos que enseguida se iban a veces diciendo tan sólo gracias, pero jamás su nombre.
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