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Los programas de investigación periodística se instauran como cazadores de una “lacra” social constituida por jóvenes que toman cerveza, prostitutas en las esquinas, travestis de Constitución, lesbianas que bailan en un boliche, inmigrantes que se emborrachan en una fiesta. La cámara oculta encuentra “otros” por todas partes.
› Por Carlos Figari
Noche a noche la grilla televisiva va llenándose de programación “verdad”, en donde una ciudad descontrolada parece captar la atención de todos los argentinos, no sólo los porteños. Programas como Calles salvajes o Vidas paralelas ya desde el título nos invitan a asomarnos a una galería del horror, con seres exóticos y monstruosos, tan lejos y tan cerca nuestro, pero siempre tan amenazadores.
Es lo que se llama pánico moral, esa sensación de miedo, de desconfianza que motiva a mucha gente a decir “hay que acabar con esa lacra”, “por ellos estamos así”, “juventud perdida”, “acá hace falta mano dura...” De allí al gatillo fácil y a la extinción de focos subversivos hay un paso muy pequeño. Hasta no hace mucho el centro de esta TV, que determina dónde está la basura, eran los “delincuentes”, los “pibes chorros”, las barritas amenazantes de las esquinas. En los últimos meses la cámara apunta, ligeramente, hacia otro lado, por ejemplo a las fiestas de los paraguayos, los reductos peruanos y bolivianos. Nos muestran cómo “esta gente” se emborracha y se golpea desenfrenadamente. Ya nos mostraron cómo las y los jóvenes de hoy se divierten, caen tirados pasados de alcohol y quien sabe qué más, se pelean, todo bajo una cámara testigo que ausculta con el poder del zoom una “cosa fea” que nos sitúa del otro lado, del lado puro, del lado trabajador, del lado honesto.
Esa zona de descontrol, que han exotizado hoy hasta el hartazgo, en este momento es Constitución. Por la zona pululan las cámaras a la caza de la sórdida vida prostibular y travesti. Han flagrado cámaras ocultas para meterse en la vida de las travestis del hotel Gondolín, como hacen con tanta otra gente pobre, vendedores ambulantes, inmigrantes —de las zonas andinas, claro—, sobrevivientes en el margen. De tanto en tanto lo hacen en Palermo, como lo han hecho días pasados intentando entrar de prepo en un bar de lesbianas...
Literalmente desnudan su intimidad y, por si fuera poco, lxs confrontan moralmente cuando llega el develamiento. La cámara oculta primero nos permite el gozo del voyeur, sentir que vemos sin que el otro siquiera sospeche, alimenta nuestra morbosidad: cómo la travesti se desviste, cómo consume merca, cómo las lesbianas refriegan sus cuerpos... Un gozo del que participa sin duda la cámara y el que la porta. Claro que inmediatamente después nos llama al orden, cuando el/la “periodista” confronta a la persona y, colocándose del lado de la moral pública, le imputa su acción deshonesta: “Me vas a decir que no vendés, que no consumís, que no hacés tal o cual cosa, ¿no te da vergüenza lo que hacés?”. Y guay si hay reacción de la otra parte, como la travesti que le encajó un lindo bolsazo en la cara a un pelotudo que le metía un micrófono en la boca —literalmente— o lxs que tiraron agua a una cámara ante el forcejeo que lxs profesionales del periodismo realizaban para poder entrar a un boliche de lesbianas. Llegada esa instancia se enfurecen, amenazan, patotean, pegan, ponen la cámara al frente como diciéndonos “si tocás esto, tocás la libertad”; acto seguido llaman a la policía para que tome cartas en el asunto y repriman, acusando: “Le pegaron a la cámara, me rompieron la cámara, me mojaron la cámara...”.
En una de esas escenitas “periodísticas”, el de seguridad de un boliche —profesión que no se caracteriza precisamente por la reflexividad de su accionar— los puso en su lugar diciéndoles: “Vos creés que por tener una cámara sos impune y podés hacer cualquier cosa y meterte en la vida privada de la gente”. Y sí, son impunes como la cámara para Chiche Gelblung, que la propia prostituta de setenta años pidió no encendieran, y esas sanguijuelas no dudaron en hacerlo y encima televisarla. Si la mujer terminó en un hospital con un cuadro coronario al verse en la TV retratada como un monstruo no es un problema ético, al fin y al cabo la televisión—verdad muestra la realidad, es garante de la democracia...
Pero lo verdaderamente alarmante de todo esto es que coincide con un clima político especial. Para muchxs de nosotrxs –lo manifestó incluso la jueza de la Suprema Corte Carmen Argibay– no es novedad que la televisión y ciertos canales en particular contribuyen a crear un estado de miedo colectivo. Lo que hay que denunciar además es la particular focalización que está produciendo sobre grupos subalternizados, especialmente en razón de su clase, nacionalidad, género y orientación sexual. Son presentados hoy como las lacras de la Nación, los agentes del desorden y de la pobreza “de la cual ellos no quieren salir”... Esas mujeres desenfrenadas sexualmente, lesbianas y prostitutas, los inmigrantes paraguayos, peruanos y bolivianos. Esa gente nos roba, nos mata, nos invade, nos pervierte y es la culpable de la decadencia social de este generoso país.
Que la derecha avance en las instituciones políticas es una cosa; que la derecha avance en las regulaciones culturales y en el pensamiento popular es una amenaza seria y real a la democracia y al pluralismo. Más terrible aún porque los agentes de estas operaciones se escudan bajo una cámara que, proclaman, es garantía de la libertad de las personas, cuando, en realidad nos están apuntando con un arma.
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