Vie 30.05.2008
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TAPA

El círculo cerrado

El encierro, al aislamiento de los afectos, la exclusividad de sexo que impone la cárcel convierte algunos abrazos fraternos en deseo y ciertas solidaridades en pasiones secretas, aunque esos secretos circulen a voces

› Por Alejandro Modarelli

Padre, hijo

Y un rezo también al espíritu santo. Año 1998. Mario piensa sólo en su hijo todavía adolescente, cuerpo contra cuerpo, junto a él, en el celular de la División Narcóticos que los lleva desde el Departamento Central de Policía a la cárcel de Caseros. No cree en Dios —o se cagó siempre en Dios, da igual— pero ahora lo nombra y le pide protección cuando ve venirse encima la prisión colosal. Es la primera vez que cae y es a lo grande y para colmo con el hijo. Ya había pasado en Paraguay por un reformatorio, eso sí, y conoce esos ambientes de clausura masculinos. Ante todo, el miedo ahora es por su pibe, que no le dirige la palabra ni le hablará mientras compartan el encierro. No le perdona al padre que se haya dejado perder por un pendejo que, además de bello amante, era buchón de la yuta. Mario ama los cuerpos machos, de bajo fondo, tan duros e insociales como el propio cuerpo: ahí se abre dulcemente, y la dureza se vuelve capullo. Los músculos se ablandan. Su deseo sexual no tiene límites de ideología, y un uniforme de agente penitenciario que hoy lo hostiga puede convertirse mañana en la piel que cubre a un amante ocasional.

El mundo que se describirá en esta crónica, sin ser el de Jean Genet, está alejado de los ideales éticos de solidaridad y dignidad de clase que la cultura biempensante les reconoce a menudo a los desposeídos para hacerlos así más humanos ante sus ojos. Esa cultura de las virtudes le es indiferente a Mario. Abusado y abandonado desde muy niño, luego ladronzuelo y homosexual, inteligentísimo, Mario se ha puesto siempre fuera de toda ley, incluso de esa contracara de la ley social que es la lealtad entre los que la violan. Ama, lo jura, a su hijo; o al amigo que no lo abandonó cuando cayó. Sobre todo a Ariel, a quien conoció en la cárcel. No tiene rasgos de héroe ni de antihéroe. Y cuando narra los primeros tiempos de su reclusión evoca los muslos y las vergas de los guardiacárceles; dibuja miembros hiperbólicos en el aire, del tamaño de los que trazaría Tom de Finlandia:

“Me convertí en cocinero de los de requisa, los tipos más odiados de la tumba, que manosean y maltratan a las visitas de los reclusos con los que tienen problemas para tocarles así lo más sagrado. Yo les hacía masajes en una camilla de descanso, y cuando no había nadie a la vista, me pedían la mamada. Fui mulo de ellos, y pasaba droga permitida a los pisos. En la leonera, ese galpón donde te revisan para circular, a mí me hacían seguir de largo. Y cuando había requisa en los pabellones, apenas si revolvían mis cosas para disimular delante de los otros presos, que si no me mataban. Pero como yo no era del tipo mariquita —y cuando fue necesario le paré el carro a algún pesado— nadie me jodía ni me tomaba de gato para que les limpie. Es más, me querían porque era muy simpático, estaba todavía lindo, y muchos se calentaban conmigo. Jamás pedí refugiarme en el pabellón de los huecos, como llaman a los gays o travestis. Me decían Marita, pero de manera cariñosa. A veces me venían con quejas contra mi hijo, que andaba con todos los cachivaches de su edad, pibes barderos, que no sabían comportarse. Tuve que coger con muchos pesados que no me gustaban, para que no se cargasen a mi pibe.”

Para la sociedad corriente, la de extramuros, las prácticas homosexuales en las cárceles entran en la categoría de lo archisabido. No obstante, su profusa representación imaginaria, sin que llegue a falsificar abiertamente la realidad, la exagera. En cuanto a los hombres, no hay algo así como un festín de sodomías consentidas, nos dice Mario. Ni se viola al recién llegado como si se tratase de un ritual iniciático, salvo que fuera “un violín”, uno de esos que, al tomar por asalto a una mujer, hija, hermana o esposa del algún hombre, se apropian por contigüidad del honor viril. Y que, para colmo, en el caso de ellos, está confinado y no puede defenderlas. Por otro lado, aquel que busque acceder a un efebo por la fuerza será considerado un “arruina-guachos” y se expondrá al castigo o el desprecio de los otros. Machismo pragmático, las encamadas entre presos mayormente heterosexuales son clandestinas y de ser descubiertos los gozantes, aquel que estaba en posición de pasivo seguramente pasará a ser objeto de placer de los bufarras, aunque también lo sea en secreto. Ese secreto ágil transitará de boca en boca, y será el vehículo para una vida homosexual subterránea, que se esmera en no dar argumentos de ataque a los mataputos.

“El sexo con las visitas mujeres se da dentro de lo que se llama el embrollo, que es una frazada atada con cables y broches. Creo que hubo un caso en que el Servicio Penitenciario permitió a una travesti para visita íntima en otro penal. Hay que tener cuidado para no interrumpir o joder el garche; en Caseros se cogía ahí nomás, en un patio común, a unos pasos de donde estabas vos conversando con tu abuela. Pero la visita higiénica no era obstáculo para la homosexualidad. El día después del polvo con la esposa se me acercaban para pedirme franela”, sigue Mario y su constatación nos lleva a la invectiva que Pier Paolo Pasolini lanza en 1974, en el contexto del debate público sobre la autorización de visitas íntimas en las cárceles italianas.

En La cárcel y la fraternidad del amor homosexual, Pasolini se indigna con los argumentos aducidos entre “los especialistas” que celebraban que los reclusos pudieran coger con mujeres y no cayesen en prácticas “anormales o contra natura”. “¿Qué hay de malo en que los reclusos tengan también relaciones homosexuales; qué hay de malo en una relación homosexual?”, se preguntaba. Una relación así “deja a un hombre exactamente igual a como era. Como máximo le ha ayudado a expresar totalmente su ‘natural’ potencialidad sexual, porque no hay ningún hombre que no sea ‘también’ homosexual... y en el mejor de los casos habrá enriquecido su propio conocimiento de las personas de su mismo sexo”. El permiso que el Estado italiano otorgaba al goce sexual de los presos con sus mujeres, originado para Pasolini en el pánico homofóbico, quería aparecer públicamente como una medida de carácter progresista. Y se asemeja en algo al gesto de Perón cuando en el ocaso de su segundo mandato resolvió legalizar los prostíbulos, con el objetivo nada libertario de que los jóvenes, por falta de acceso carnal recto, no se dejaran llevar por el canto de sirena con pene de las perversiones.

Poco tiempo después de instalarse en Caseros, se destina a Mario a una celda compartida con Ariel. La noche en que se abre la puerta, el chico lo saluda en calzoncillos, despatarrado en su cucheta. Imagen de porno gay clásico, después de un mínimo intercambio biográfico, cuando las miradas se encienden y las meadas en el urinario de la celda pasan a ser de exposición, las ganas de coger se vuelven un sobreentendido. La distancia entre el deseo libertino y el romance pasional como instancia superior de ese deseo es muy corta, y sobre todo cuando se está en la tumba. “Me enamoré de Ariel como nunca antes de nadie. Había caído como yo por un tema de drogas. Llevaba tatuado en el brazo un nombre de mujer mal escrito. A partir de esa relación que manteníamos en secreto, las cosas en la cárcel fueron para mí menos tristes. Al principio él la iba de chongo, yo tenía que jugarla de mujer. Después se soltó y fui entonces el primero al que le dio el culo. Unas semanas después me bolearon a otro piso, siempre te iban cambiando, pero seguíamos encontrándonos a conversar y besarnos en rincones como el lavadero. Nos hablábamos por los teléfonos de tarjeta que había en cada piso. Una tarde se acabó esa especie de felicidad, Ariel fue boleado a Río Gallegos y mi hijo salió libre. Me quedé sin esos dos afectos, y cuando me llegó a mí el turno del traslado a Devoto, empezaron los meses más terribles de mi encierro, que duró tres años.”

Devoto era todavía peor para Mario. Pabellones largos, caóticos, patriarcas que no lo querían. La desconfianza por el recién llegado de Caseros, de quien se había corrido la voz que había sido mulo de los de requisa, dio el pie para la disputa. Una nadería, una tartera tomada sin permiso, puede conducir a la faca y el apuñalamiento. Esos momentos aparentemente intrascendentes son los que construyen las tragedias en la cárcel. Entre el sueño y la vigilia, sin que pudiera él reaccionar a tiempo ni verles la cara a los atacantes, le hicieron la manta a Mario: lo golpearon y lo violaron: “Uno de ellos fue el que me contagió el HIV, estoy seguro. Me lo señalaron otros presos. Me enteré de que el tipo recibía la prescripción, como les llaman a los medicamentos y la comida especial para portadores o enfermos”.

Mario terminó su condena en Río Negro, en una colonia para reclusos que serán liberados pronto. Ahí debía probar que era capaz de reinsertarse en una sociedad en la que jamás había estado insertado. La vida de los que, como él, cumplían el test de adaptación era tranquila, casi confortable, y sus aventuras sexuales o amores fugaces incluyeron también a dos violadores, que por esos meses se sustraían de la condena mítica que los perseguía de cárcel en cárcel.

Un gran amor no se olvida ni se deja

La convivencia forzada entre hombres solos, en unas circunstancias muy adversas como son las de la cárcel, intensifica el impulso de destrucción y el amor. Son lazos masculinos que se viven, también de ese modo, en la trinchera de guerra, donde el miedo y el sacrificio compartidos originan experiencias tormentosas o de entrega absoluta entre los camaradas. El abrazo de hermanos, fuera de foco, puede devenir sexual, y cuando la bronca enceguece, fratricida.

El bioeticista Leonardo Belderrain, hasta no hace mucho capellán de la Unidad 32 Capilla Santa Elena, escribe en el site de redes cristianas que “algunas relaciones homosexuales, sin ser el film Filadelfia, son una clara expresión de entrega y amor incondicional, sobre todo cuando son vividas desde el sufrimiento de la cárcel... Muchos jefes de unidad autorizan en forma clandestina la visita íntima de personas homosexuales. Y saben que esto disminuye el sexo ocasional, adicción tan presente en las cárceles”. La celebración que hace un cura (de base) de una vida homosexual carcelaria, por más que esté inspirada en la búsqueda de un bien superior, como es el autodominio y una cierta paz entre los presos, no puede más que llamar la atención en época de Benedicto XVI.

“Estás lejos de la familia, amenazado siempre por lo que te rodea, y de pronto te llega Ariel. La amistad que se genera entonces no es parecida a ninguna otra y tampoco le encontrás el nombre exacto. Yo soy puto, pero Ariel no. Ariel está casado. Tiene hijos, como yo. Pero él jamás se reconocería gay. En eso hay algo de los protagonistas de Plata quemada, te acordás.” Mario cuenta que pasado un año de su libertad, de yire por el barrio de Once, se cruzó con uno del ambiente dealer que veía cada tanto a Ariel, y le pasó un teléfono donde encontrarlo: “Volver a verlo fue como si un muerto que quisiste como loco bajara ahí mismo del cielo. Ay Dios, lo que fue el rencuentro. No nos volvimos a separar, aunque ahora las escapadas son pocas, porque la esposa se dio cuenta en seguida del asunto y me odió. Un día nos siguió hasta la boca del subte y me reputeó. Igual, seguimos siendo amantes, como en la cárcel. Mirá esta foto”.

(Mario me muestra la foto de Ariel (del culo desnudo de Ariel guardada en su celular.) Ese culo, que se eleva como eucaristía por encima de la conversación, conmueve tanto como la presencia del hijo de Mario, que oye el relato en silencio y de pronto dice —como un padre bueno— “yo a este siempre termino por perdonarlo”.

No partas ahora, soñando el regreso

El paquete. Así llaman las celadoras a las presas en la cárcel de mujeres de Ezeiza, como si una vez que hubieran bajado a ese mundo dejasen en la puerta el sujeto que son. Como si adentro, sobre un suelo nuevo donde la vida no sabe todavía por dónde fluir para defenderse, perdieran con la libertad su condición de humanas, para convertirse entonces en un lastre que patear. La institución penitenciaria no se siente interpelada por esos rostros que al perder identidad se borran. A causa de esa borradura, y cuando el sentido ético queda en suspenso, los que se atribuyen el poder sienten la tentación de ejercer entonces la crueldad.

La mujer que delinque, y se trata de una catequesis histórica, traiciona lo que se supone la función reparadora de la feminidad. En lugar de dar parición y amparo, usurpa el ejercicio de la violencia y hasta mata; en lugar de ofrecer la salud nutricia de su pecho, transporta droga y de la dura; en vez de despojarse hasta de sus riñones, se apropia por la fuerza de lo ajeno. Un alarde de virtud criminal, alarde de falo, que por tradición no le corresponde. Y que explicaría, en parte, que las mujeres representen sólo el 10% del total de la población penitenciaria.

En el reparto de la actividad delictiva, a la mayoría de las reclusas les tocó el papel menor: el de mulas, o el chiquitaje de la venta de droga. Entre ellas hay un número alto de extranjeras de una clase social media, raro en las cárceles de hombres, que cayeron en desgracia en aeropuertos o en barcos antes de ver cumplida la promesa del oro. La imagen mediática de mujeres en el ambiente carcelario inquieta al televidente más que si se tratara de varones. Esa extrañeza, ¿no se asemeja en algo a la angustia del chico que espía a través del ojo de la cerradura, y constata que mamá también goza? Si es así, dirán las instituciones, habrá que disciplinar a esa madre impura, tarea que quedará a cargo del Servicio Penitenciario a través de la apoteosis del croché o la bienaventuranza de las manualidades.

Pero la suspensión de la vida individual entre las convictas tiene no obstante sus fisuras: redes afectivas que ayudan a sustraerse a la opresión de ese confinamiento, y les devuelven el rostro humano. Marta Dillon, que viene estudiando desde 1998 las condiciones de vida de las reclusas —y publicó el año pasado su resultado en Corazones Cautivos— escribe que, a diferencia de los hombres que reproducen en el pabellón la violencia que el poder ejerce sobre ellos, “las mujeres —que no están exentas de relaciones violentas— tienden a formar círculos que las amparan y resignifican el encierro... Las mujeres se buscan y se encuentran como madres e hijas, como parejas, como integrantes de una familia que establece lazos solidarios y prácticos”. Sin embargo, cierto orden masculino sigue presente bajo la forma de las presas chongos que distribuyen la mercancía que entra, se hacen con la jefatura de cuerpos y corazones, e imponen jerarquías. En una teatralidad que busca despertar temor, respeto o admiración, se enredan a golpes con las carceleras, a veces por trivialidades.

“Pero al salir de la cárcel muchas de las pijudas no saben ya cómo moverse, ahí les caen encima las restricciones del género. Pueden ser homicidas, ladronas, chongos, pero no son admitidas en el círculo masculino del delito grande. Y reinciden por motivos menores. Pasa que adentro muchas encuentran el reconocimiento social que en libertad pierden; la tumba es su hábito, el que mejor manejan, y el regreso entonces es un destino.” Es Angela la que testimonia, una de esas ex convictas llegadas de la clase media, que cayó por inexperta en el aeropuerto de Ezeiza antes de embarcar droga a España. Rememora ahora a Alicia: “Me vio y me quiso en seguida como su mujer. Era andrógina, rapadita, muy chongo, una flacura tabla. Tenía varias causas encima, robo y asesinato. Muy pincheta y cocainómana, especialista en preparar pajarito, que es una mezcla de drogas. Yo era una especie de Susanita muy femme buscando el toro protector. Me enamoré después de haberme entregado por miedo, y con el amor vinieron los dramas cotidianos. Yo quería cuidarla de ella misma, pero no había caso. Si la vida ajena le preocupaba poco, la suya menos. Creo que mi voluntad de ceder a sus arranques posesivos y sus agresiones me ayudaba a distraerme de la tragedia mayor que era la exclusión del mundo. Salí antes que ella, por buena conducta, y desde afuera me dediqué a trabajar por los derechos de las presas. Exigíamos la autorización para recibir visitas íntimas de otras mujeres. Me conecté con grupos de activistas Glttbi, y una iglesia de la comunidad, con la que organicé una ceremonia de bendición de pareja para Alicia y para mí. Ves, el Servicio Penitenciario autorizaba a Dios a bendecir nuestro amor pero no nuestro placer, porque jamás me permitieron, como visita, la intimidad física con Alicia”.

Quise abrigarla, pero más pudo la muerte

Alicia salió un año después que Angela. Antes de la crisis del 2001. Se apiñó en una de esas casas desvencijadas e inhabitables de la Boca, que el Estado destina a las liberadas sin techo. Las extranjeras en libertad condicional paraban en un hotelucho sobre la Avenida de Mayo. “Yo no podía tenerla en casa de mi viejo. Le conseguí un trabajito en la municipalidad pero no había caso. No iba. Estaba cada vez más violenta conmigo y el tema de la adicción se volvió inmanejable. Era imposible que le prestase atención a la medicación para el VIH, y se fue deteriorando hasta que pensé: ésta quiere volver a la tumba, y yo llego hasta acá, ahí no la acompaño más. Una noche salieron con otra piba a reventar una casa; el dueño las descubre y Alicia le pega un tiro, sin necesidad. Le dieron quince años más, por reincidente. Mis visitas a la cárcel ya no la calmaban, a veces ni siquiera me autorizaba a verla. Buena parte de esa época la pasó internada en el Muñiz. Después de un tiempo me alejé; yo había conocido a otra chica y trataba de encontrar un espacio donde respirar afuera del caldo de esa relación. Alicia murió a los pocos meses. Me enteré tarde.”

Angela da indicios sobre la precariedad de esa vida: “sabés, ella nació en La Cava. Los padres... imagináte”. Como decir: su cuna, su tumba.

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