El escándalo de los cadetes del Colegio Militar de 1942 tiene nombres y apellidos, registros todavía secretos y un gran margen para la leyenda. Lo cierto es que señores y señoritos de la elite porteña organizaban fiestas a las que acudían, dicen que engañados por un señuelo femenino, muchos tiernos cadetes del Colegio Militar. La denuncia de un cadete espantado desató la investigación, el escándalo y la moralina. También le entreabrió la puerta a un homoerotismo acuartelado que no había empezado a existir entonces y que tampoco terminó aquel día.
› Por Alejandro Modarelli
Un fantasma tieso, una ansiedad noctívaga, recorre en ocasiones las barracas de los cuarteles, los baños y los dormitorios de los institutos militares. No vayan a creer que se trata de la víspera de una guerra entre naciones. Nada de eso: se trata, y ya es mucho, de la invasión del deseo. La simetría entre los cuerpos masculinos jóvenes empina esta vez los calzoncillos y no los rifles. Ya se sabe que en ese ambiente de hombres solos, donde la mujer es evocación permanente de una ausencia, al tiempo que un deber reproductivo a futuro, no hay camaradería –tejida de entrega, seducciones, rivalidades, imposiciones y bromas– que, en un cambio brusco de posición, boca abajo o boca arriba, por la fuerza o por el gusto, no corra el riesgo de convertirse alguna vez en falta grave a la disciplina, el honor y la moral.
Nuestra literatura no abunda en ejemplos de quehaceres sexuales entre soldados de clausura. Una de las cronistas más volubles de la burguesía argentina, Marta Lynch, se obsesionó con las operaciones subterráneas del masculinismo en el medio militar, quizá debido a la influencia de David Viñas o, quien dice, para molestar a su amigo huidizo, el almirante Massera. Pasada la dictadura escribió “El dormitorio”, donde la fotografía de una mujer semidesnuda es el disparador para un cruce carnal entre cadetes del Ejército, “vectores de la nacionalidad”, ironiza Lynch en el cuento, víctimas de amnesia después del sueño, que suele reparar los esguinces del pudor mejor que los anatómicos. De todos modos, la descripción de la Lynch no se equipara a los numerosos recursos coreográficos que despliega Viñas en su novela Cuerpo a cuerpo, cuando su personaje, el general Mendiburu, se apropia de las nalgas de los conscriptos bajo examen para ejercer ahí su autoridad o, más barroco, cuando se hace penetrar por una cohorte de taxi boys. Viñas sabe de qué habla cuando crea; desde su paso por un instituto militar se interesó minuciosamente en los efectos del masculinismo patriótico.
Otros textos de alto voltaje sexual no pertenecen ya al género de la ficción, aunque merecen ese destino. Quien se adentre en los archivos del Colegio Militar de la Nación encontrará unos expedientes sumariales de acceso restringido que podrían haber sido concebidos por Viñas. Un investigador del Conicet, Eduardo Saguier, hurgó en esos registros para un capítulo de su enorme Genealogía de la tragedia argentina, que lleva el título categórico de “Sodomización compulsiva en el Colegio Militar Argentino” hacia 1880. Lo que la literatura sueña, Saguier lo certifica.
Un sumario transcripto se codea con el porno: por ejemplo, evoca las aventuras de un pene “que se pasaba repetidas veces por entre las piernas” de un chico tumbado por otro, en la boca del Arroyo Maldonado, cerca de donde tomaban su baño matinal los cadetes al compás del redoble de tambores. La mayoría de los testimonios obliga a inferir que los días festivos o feriados los más tiernos o nuevitos solían pagar entre sus nalgas el derecho de pernada, fijado por los mayores o los más fuertes. Bromas, choteo o chacota, como se decía entonces, que convierten a ciertos adolescentes en ninfas ocasionales, y a la delación en recompensa. Algunos de quienes actuaron ahí de faunos pícaros y querían salvarse de la expulsión o ser readmitidos, según Saguier, señalan a los abusados: “A esos les gustó”. Indultados, hicieron además una excelente carrera.
Como siempre en los anales de la sodomía argentina, los pasivos se lo merecen. “Afectos a representar el papel de mujer en el coito”, según consta en autos, un chongo atestigua sobre ellos: “Cuando regresaron del río, lo hicieron en la mejor armonía”. El papel de Eva dando de comer a Adán del árbol del conocimiento los condujo ya no al confesionario, de donde hubieran partido con el deber de unos padrenuestros y avemarías, sino al Depósito Correccional de Menores, es decir al trabajo esclavo y el análisis de la ciencia. La inestabilidad emocional que la hipocresía estable de los adultos atribuye a los jóvenes pasivos del Maldonado hace de ellos un fenómeno psiquiátrico por interpretar. Se sabe que la conducta del macho es una virtud, a lo sumo ejercida como exceso, que no necesita en cambio explicaciones.
Otras prácticas eróticas clandestinas, y quizá consentidas, llevan en esa época al coronel Nicolás Palacios, director del Colegio Militar, a considerar como una amenaza a la moral “la estrechez de los dormitorios y la extrema proximidad de las literas”, tal como lo intuye en su relato Marta Lynch. Jorge Luis Borges, que admiraba al malevaje pero mantenía la línea, criticó la benevolencia criolla hacia el que “embroma” al compañero en la “dialéctica fecal”.
Si se mira bien, las prácticas de Sodoma en su versión castrense todavía no parecen ser, para esa sociedad de Buenos Aires, una metáfora de disolución de la nacionalidad, que tanto trabajo costaba inventar, sino problemas de convivencia, darwinismo entre varones débiles y fuertes, a lo sumo huellas materiales de una fea tradición ya retratada en la vieja pelea entre federales y unitarios.
Los viejos secretos de Sodoma hacen su ingreso estruendoso en el panorama de “lo actual”. Antes rehogados en el caldo semántico de las vaguedades –amistades particulares, pasiones espartanas, abyección, desvío del plan divino–, adquieren ahora nombre y categoría psiquiátrica. Inversión congénita o adquirida, uranismo, homosexualidad, son los hallazgos clasificatorios sucesivos cuando el puto, bajo la lupa de la ciencia, pasa a ser, de neoclásico o sacrílego a enfermo mental.
En el año del célebre “escándalo de los cadetes del Colegio Militar”, Pancho trabajaba como pianista en el Bar Unión, en Paseo Colón e Independencia. Esa zona, cercana al Puerto Nuevo, servía en la época al vagabundeo sexual. El yire marica/chongo se estiraba desde Retiro hasta detrás de la Rosada, y muchos marineros ingleses pasaban el tiempo en el Mission to Seamen, una especie de centro cultural con capilla anglicana incluida, muy cerca del famoso café Anchor Inn, sobre Paseo Colón, donde a la noche se mezclaban con las locas para alternar la oración con la borrachera y, pasada una hora, con las promesas de zafarrancho carnal.
¿En qué suelo social se mueven las locas de esos años? La visibilidad urbana de lo que, junto con su liberación, se llamó mucho después el gay, no es todavía una conducta para los prudentes. Ni que decir de la visibilidad lésbica. Pancho se lo deja en claro a este cronista: “No me interesó jamás el mariconeo ostentoso, y por eso nunca caí preso”.
Hay por ahora un modo de ser homosexual que se consagra en la discreción, única forma de poder sumar diversión a la culpa. Entre el catálogo de explicaciones de emergencia, si el chongo pretendido se embronca, échese mano a ésta: “Perdoname si pude ofenderte. Dios sabe que no lo hago por maldad”.
Muchas veces difuminadas entre los habitués de la bohemia y la flâneurie, las locas en general no sueñan con parejas (el amor posible se consuma conforme a las disposiciones de la biología), aunque consiguen amantes y amigos. En el imaginario de la época, el opuesto –de clase, de identidad, de prácticas– predomina en toda cacería sexual, porque no ha triunfado como ideología el igualitarismo gay (vos me penetrás, yo te penetro), y no se va a sabiendas detrás de un igual para solventar las expectativas del placer. El estereotipo que se privilegia –el chongo proletario, el chongo acuartelado o en cuarentena marital– deja de serlo apenas suma a sus deberes sexuales la posición boca abajo, o se le reconoce en la mirada el brillo de la doncella. Todavía está vigente la mirada proustiana, que confina al homosexual en su insatisfecha alma de mujer, y si dos miembros de esa raza maldita transan entre ellos no es por aceptación de otro como yo sino por falta o inaccesibilidad del hombre verdadero.
Junto con las veladas de tango, jazz y zapateo americano en el Bar Unión, el joven Pancho se asoma a una parte de la clase alta y de la bohemia, y hasta conoce a ese pícaro Juancito Duarte, el hermano de Eva. Por supuesto, entabla relación con hombres casados o maricas cuya soltería no intriga, porque basta con verles la compañía. Es en este agosto de 1942 que se entera del “escándalo de los cadetes”, no sólo por los artículos apocalípticos de Noticias Gráficas, o la proliferación del chisme, o incluso la calumnia, sino por boca de dos protagonistas, amigos suyos, a los que visitará en esos meses en que son enjuiciados por corrupción de menores. Uno de aparente apellido de fuste y otro, si no aristocrático, al menos de origen sajón, Arata y Woodwin.
Los 92 años de Pancho difícilmente le sean propicios para moverse hoy por su casa de La Reja, pero siguen siendo ágiles a la hora de recorrer la memoria. Su referencia a Arata y Woodwin es exacta. Estos nombres, efectivamente, aparecen en la nómina periodística entre los procesados y detenidos por el juez Narciso Ocampo Alvear. El primero, “Horacio Alberto Arata, 23 años, argentino, soltero, empleado”; el segundo: “Adolfo J. Woodwin, argentino, 22 años, soltero, estudiante”. Pancho señala que el inglés hizo una generosa carrera en el Sindicato de Comercio, y que por tanto pudo zafar del estigma de 1942, cuando se lo ubicó dentro de “un verdadero consorcio de individuos desviados”.
En Noticias Gráficas se lee que los amorales, como se llama aún a quienes no se adueñan de la moral o no la funden en el sexo, organizan fiestas en “antros de perversión”, donde, escribe el diario, “se corrompía a los cadetes del Colegio Militar” y se los fotografía “en situaciones comprometidas” para después “amenazarlos con difundirlas entre sus allegados y familiares si se resistían a nuevas fiestas”.
La prensa escrita se siente obligada a corregir los rumores masivos con supuesta información fidedigna porque la maledicencia, que a veces dice lo correcto, llena con nombres esplendorosos el consorcio de los desviados. Hasta Roberto Noble, futuro fundador de Clarín, debe publicar una solicitada donde desmiente su participación en las orgías. Como siempre, y cuando son locas los involucrados, se habla del pecado y sobre todo del nombre del pecador.
La alta sociedad de las buenas costumbres descubre que la joda puede brotar donde menos se la espera. Arata y Woodwin eran apenas dos de los señoritos pitucos invitados a las fiestas con cadetes, que se armaban en departamento privados, de los cuales quedó para la posteridad el de Junín 1381, taller de fotografía del jovencito Ballvé Piñero. La madrugada del 22 de agosto irrumpe ahí la policía por orden de un juez. Y entonces la visibilidad pública de la que Pancho se ufanaba de huir, sobreviene sobre los gays de la elite como un castigo.
A diferencia de los que “no son nadie”, los gays que, a pesar de todo, “son alguien”, jamás deben haberse imaginado bajo la ira purificadora de sus parientes del Poder Judicial o del Ejército. Las veleidades de clase, que saben imponer sobre los policías callejeros como sobre las mucamas, no los salvaron esta vez. No eran portuarios, no eran cabecitas del Noroeste; eran las Fuerzas Armadas las que habían sido descubiertas cambiando la espada por las plumas, y hasta el Senado intervino para investigar, por supuesto que en comisión secreta.
En el expediente del juzgado, las locas enumeradas “extorsionan, chantajean, engañan, corrompen”, mientras que los cadetes, anónimos, “caen víctimas de maquinaciones y extorsiones”. En cambio, nada sabemos del expediente de la Justicia militar, porque es de acceso restringido. Saguier asegura que obra en el Colegio Militar de la Nación, y que sobreviven las fotografías de los cervatillos divertidísimos, semicubiertos con piezas mínimas del uniforme militar, reducido por fin a su función verdadera, que es la de fetiche.
La denuncia policial habla, inesperadamente, “del delito de corrupción de menores de ambos sexos”. Había mujeres. Al menos dos mujeres. Entre los nombres hay una tal “Celeste Imperio”, pero se lo consigna como alias de un imputado ruso; y no es época en que se respete una identidad femenina conquistada. Hay, no obstante, otros dos nombres, “Blanca Nieve Abratte, 19 años, empleada”, y “Luisa Moreno, 28 años, de profesión artista”. Las diferentes recreaciones del escándalo –Juan José Sebreli, Adrián Melo, Osvaldo Bazán– evocan el nombre de Abratte, una adolescente rubia que actuaba de señuelo para atraer a los cadetes a las fiestas. Uno la menciona como conocida modelo de la firma Palmolive, otro de la firma Atkinson. El poeta Fernando Noy la hace “una especie de Carolina Peleritti de la época, una chica que era Miss Glostora y termina presa”. El circuito oral se ramifica hasta hacer de la enigmática mujer, muchas mujeres.
¿Y quién es Luisa Moreno? La web nos lleva a una actriz de reparto, que trabajó sólo en tres películas entre 1941 y 1942, junto a estrellas como Zully Moreno y Niní Marshall. A partir de ahí el nombre se esfuma de las citas, como desaparecen de la sociedad los muertos morales.
De todas las versiones de la Gran Razzia de 1942, que en realidad parece que fueron no uno sino varios allanamientos en Barrio Norte, la más pródiga es la que propone Fernando Noy. La conoce de boca de un ex cadete ya muerto, Freddy, amigo de la borrachera y de oficio ni idea: “En Sodoma y Gomorra no se pregunta a qué te dedicás”. Pero sobre todo se entera gracias a Paco Jaumandreu, quien le aseguró haberse ido de la fiesta blanca antes de que comenzara la negra. Paquito le contó que, en las reuniones de Ballvé Piñero, se pavoneaban hasta antes de la medianoche unas diez o doce señoritas bien, que sin saberlo hacían de camuflaje, entremezcladas con sus diseñadores, como el mismo Paquito, y los cadetes invitados por la Abratte, que al principio se comportaban comme il faut.
Pero, ay, llegada la hora de Cenicienta, las niñas deben despedirse, dejando a los soldados de la patria en copas y calientes. “Yo lo llevaba a Miguel de Molina, que no soportaba a esas conchetas”, le contó Jaumandreu a Noy, e imaginen toda la bijouterie verbal del relato. Como dice el mito, y ellas lo confirman, las locas aprovechan el hervor de la pava (conocen al chongo más que el chongo mismo) y a partir de las doce llegan en autos de lujo, muchas vestidas de cabarute y envueltas en visón. Aquel consorcio de desviados contaba con industriales, abogados, estudiantes, artistas, aunque –policlasista al fin– parece que con un obrero, un florista y un colectivero. Frente a la incursión, los muchachos de uniforme toman jubilosos el camino del desvío. Si sus antecesores del Maldonado lo hacían con camaradas en calzoncillos, ¿por qué no ahora ellos con unas mujeres de ocasión, algunas tan paquetas? En última instancia se trata de una superación en estilo.
Pero el afán de convertirse en modelos porno pierde incluso a quienes están educados para salvar las apariencias. El fotógrafo Ballvé Piñero retrata a cadetes y maricas en posiciones excitantes, y clasifica obsesivamente las fotos según el nombre de los protagonistas. Forma así un archivo digno de la revista Honcho que, vaya destino, termina siendo la prueba del delito cuando la policía se pone a revisar los escritorios.
Ahora, ¿cómo llega el juez a abrir la caja de Pandora del locario porteño, esa institución secreta y vigorosa? Como primer dato, he aquí uno tan cierto como aburrido: unos señorones Dellepiane Rawson, Cullen y Bacigalupo presentan una denuncia ante Ocampo Alvear. Como en todo gran acontecimiento, sobre un hecho acreditado se abre un delta de versiones. Ha sido un cadete el buchón, eso seguro. Según unos, el chico se indignó ante el devenir de la reunión en orgía al estilo las SS de Röhm, y se fue porque no pudo pararla, entiéndase el doble sentido.
La Noy suspira: “Sería una escena salida de La caída de los dioses. Qué no hubiera dado Visconti por ser testigo. Con María Luisa Bemberg nos pusimos a soñar con un guión de cine. Pero al poco tiempo ella se murió, y la idea quedó congelada”. Después embravece su relato y recuerda que Paquito le dijo que el cadete delator se fue hasta la Casa Rosada y, durito como la Pirámide de Mayo, esperó la llegada del presidente Castillo. Así, quiere creer, se desató la tragedia. La imagen solitaria de ese chico del Colegio Militar que defiende el honor de la institución ante el símbolo del Estado parece extraída de aquella película de Soffici de 1933, Los cadetes de San Martín, una gazmoñería sobre la amistad viril y el deber paterno. La película, vista desde 1942, se presta al chiste fácil, porque abre con una escena donde los cadetes desnudos se frotan unos a otros las espaldas en medio de la ducha; seguramente el ingenio popular, rápido para la grosería, se preguntará sobre el jabón caído.
Pancho tiene una versión que difiere de la de Noy. Igual de dramáticas, en realidad las dos pueden ser ciertas: angustiado por la culpa del traspié, el cadete bocón le confiesa a su padre que hay fotos que lo comprometen. Es época en que la deshonra todavía se cura con el suicidio y no participando en un reality, de modo que el padre pone un revólver frente al hijo y le dice: “Vos sabés qué tenés que hacer para defender nuestro honor y el de la patria”. ¿Se habrá suicidado?
El arquitecto Duggan sí se mató, pero después de haber cumplido la pena. Otros imputados escaparon a Uruguay, hasta que la causa prescribió. Carlos Espina Rizo, periodista y político republicano español, secretario de Blasco Ibáñez, menciona en sus diarios que en plena guerra mundial “al armarse el escándalo de los cadetes desapareció de Buenos Aires un inglés, sobrino de Lord Halifax, que pasó a Montevideo”, y por culpa del cual debió intervenir el agregado cultural británico, otorgando así al sexo de las locas el rango de cuestión de Estado. A pesar de que la prensa se esforzó en hacer de los cadetes apenas víctimas de relaciones peligrosas, hubo más de veinte castigados entre expulsiones, destituciones y arrestos. Y ese año cada uno de los camaradas del Colegio Militar quiso salir sin su uniforme para evitar las injurias callejeras. Habrán sentido lo mismo que los gays de su tiempo, que apuraban el paso por miedo a que se note la estela de plumas.
Entre sus objetivos, los golpistas de 1943 echan mano a uno repetido y temible: el saneamiento moral del país. Después del escándalo de los cadetes, los gays traducen moral por sexual, y no se equivocan demasiado. Tomando además en cuenta que Miguel de Molina termina unos meses más tarde en Devoto, antes de ser expulsado del país, aquella comunidad precaria de la buena vida, que se había hecho visible a la fuerza, sabe que comienzan años de infortunio. La visibilidad da paso a un control a menudo extorsivo, y a pesar de que Perón se divertía en privado con Paquito y la Miguela (ya de vuelta del exilio), la homosexualidad en público ahora más que nunca será cosa seria. Pero, mal que sin embargo consuela, con tanta prensa, las locas en el closet ya no debían sentirse los únicos ejemplares de una especie que sólo vive en las páginas de los libros.
En la reforma de 1951 al Código de Justicia Militar se menciona por primera vez la homosexualidad como causal de degradación, destitución y hasta de prisión. Aquella vaga estridencia punitiva del siglo XIX –muerte moral, caída, pérdida del honor– daba entonces lugar a una precisa figura reglamentaria que recién a partir de febrero pasado, por orden del Ministerio de Defensa, se derogó. El coronel auditor Manuel Lozano se muestra en Clarín de acuerdo: “Era un despropósito, es la vida privada de la gente”. Pero se deja bien en claro que el respeto a la vida privada no incluye el permiso de jarana homosexual en los cuarteles.
Que el Ministerio de Defensa no se haga ilusiones. Habrá noches en que nada hará desaparecer de las barracas el sable empinado de Cupido.
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