› Por Heather DeRosier
En 2003 tuvimos una beba. En realidad mi pareja la tuvo. Invertimos mucho tiempo buscando el lugar perfecto, pidiendo consultas con obstetras y parteras. Como alguna gente piensa que soy la hermana de Laura, le informamos a cada uno que conocimos que nosotras somos una pareja, y que “ella” está embarazada, pero “nosotras” vamos a tener un bebé. Vivimos juntas siete años y durante cuatro fuimos y vinimos con el tema de la maternidad. Cuando nos decidimos, nos casamos. Aunque el matrimonio del mismo sexo sigue siendo ilegal en Washington, sentimos que mostrar nuestro compromiso a familiares y amigos antes de tener el bebé era un paso importante.
La próxima decisión fue mantener nuestra información sobre el donante en confidencialidad. Esa decisión fue mía. No quería que estuviera puesto el foco en quién era el “papi”. Quería que el parentesco fuera Laura, yo y “nuestro” bebé. Mis instintos fueron confirmados cuando, a partir de que Laura tuvo una panza visible, todo el mundo y nuestros vecinos (literalmente) querían saber quién era el padre. Mantuvimos la privacidad sobre el donante de nuestro bebé y, aun así, mucha gente no podía soportar no saber.
Los primeros tres meses de embarazo, Laura paseaba a los perros o salía a correr, nuestra vecina dijo que ella esperaba que la que se embarazara fuera yo. Cuando le pregunté por qué, me dijo que siempre pensó que soy más femenina que Laura. Eso me shockeó por dos razones. Una, Debbie me vio todos los días durante cuatro meses rasqueteando la pintura de nuestra casa y luego pintándola (a veces usando overoles). Segundo, si bien no me considero machona, Laura es por lejos la más “mujer” de las dos. De cualquier manera, estaba encantada de que entendiera que somos una pareja. Hace poco me preguntó si yo sería la que tendría al segundo. Le dije, como le digo a todo el mundo, que me da terror parir. Me respondió: “Vos podés, nena”.
Durante seis meses del embarazo de Laura fuimos al curso preparto. No nos sorprendimos por ser la única pareja de lesbianas. Ser una de las coach y no una mujer embarazada me hacía sentir la mujer rara y extraña que no iba a tener un bebé.
Nuestros compañeros y compañeras de clase asentían la situación sin preguntar. La idea de lo que esa gente podía pensar sobre nosotras me hacía sentir incómoda.
A las 4 AM del 6 de octubre de 2004, Laura rompió bolsa. Estuvimos allí por cuatro días (41 horas de trabajo de parto) con Laura tomando antibióticos cada cuatro horas.
Durante las ultimas seis horas se convirtió en alguien que yo no conocía. Se transformó en mi heroína. Pasamos por siete enfermeras. Cada vez que terminaban su turno, me encontraba deseando que la próxima sea “buena” y pensaba cuál era la más abierta para ver a dos mamis en esta tarea.
Laura había hecho un plan de parto en el cual yo, obviamente, tenía una gran parte. Incluso antes de conocernos, cada enfermera sabía que en nuestra habitación había dos mamás y ningún papá. Imaginen nuestra sorpresa cuando supimos que las enfermeras podían elegir a qué pacientes ver. Nuestras enfermeras nos habían elegido. Fue una evidente señal de apoyo y aceptación, y eso me hizo sentir en mi rol en nuestra nueva familia.
Después de 41 horas de trabajo de parto, Laura pujó a nuestra beba en veinte minutos, sin anestesia. Yo estaba ahí con la partera para recibir a Lucía. En el momento me sentí llena de amor y supe que ella era mi hija.
Nos empezaron a visitar, primero en el hospital y después en casa. En su primera aparición pública escuché, miles de veces, “Tiene tus ojos, Laura” o “Es igual a vos” . Nunca pensé cuán dolorosas iban a ser esas palabras. En las primeras semanas me sentí triste y alienada, pensando que Lucía y yo no compartíamos ningún carácter físico. Incluso en ese tiempo en que Laura y ella tampoco eran parecidas, todos, incluso yo, buscábamos las coincidencias. Pensaba que la gente me iba a reconocer más como madre si Lucía y yo nos parecíamos.
Con el tiempo me fue importando cada vez menos. Tal vez porque Lucía empezó a participar más en el mundo, se volvió más una personita, separada de nosotras dos. Lucía entró a nuestro universo como un ser individual con sus derechos. Todo lo que yo podía hacer era amarla y nutrirla.
Cuando Lucía tenía cuatro meses, nos quedamos solas porque Laura hizo un viaje a Las Vegas.
Mientras la tenía a Lucía en brazos, que lloraba, le comento a un amigo: “Fue una mañana dura. Lucía estuvo llorando y Laura está en Las Vegas”. El contesta: “¿Eso es lo que pasa cuando la mamá ‘de verdad’ se va?”. Me quedé helada. La única ventaja que Laura tenía sobre mí era que Lucía había pasado nueves meses en su panza y tenía los pechos llenos de leche. Por lo demás, éramos partes iguales en la vida de nuestra hija.
Testimonios recogido por Harlyn Aizley en su libro Other Mother.
(La otra madre. Confesiones de madres no biológicas y lesbianas) Beacon Press, Boston.
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