Viernes, 15 de octubre de 2010 | Hoy
Por Fernando Noy
Su madre, Georgina, era una presencia ausente. La relación entre esta madre y este hijo es realmente enigmática: ombligo y creador, un lazo más proteico que el de una musa o una madre. Georgina fue la secreta impulsora, profundamente arraigada en él pero sin la necesidad de la leyenda, sin la historia. Porque todo eso era la abuela, la gran Salvadora Onrubia, la consagración de la locura, el fulgor y el placer. Su madre, al lado de la vieja, como ella misma la llama, era una intermediaria, pero no dejaba de estar. Era el poder tras el trono.
Cuando lo conocí en Paris a la salida de una función de Bye bye Mr Freud, una desconocida puesta del gran Copi, nos dijo a mi y a Valeria Munarriz que su nombre provenía de la distorsión de Copito, apodo puesto por su célebre abuela, a la que él veneraba. Luego, en El baile de las locas, atribuye la autoria del apodo a su madre. Extraña y sobre todo infantil controversia que él mismo genera. Nunca hablaba de ella, aunque nos comentó entonces que trataba de incorporarla en su elegancia y su esplendor. Ocurre que Georgina era “la hija de”. Hija de Salvadora, la divina, la dramaturga excepcional, la escritora de un incomparable talento, festejada por todos, incluida Eva Perón. Georgina lleva, diríamos, el mismo estigma que Charity con Cher, sólo que no se hizo lesbiana ni varón, parió a Copi como venganza. Recuerdo que aquella misma temporada en Paris, Valeria y Copi tuvieron un altercado. Ella le había encargado un tango y el se apareció con una letra que decía : “Pit, pit, pit, pit,” (Pito). Seguramente inspirada en su madre, que seguía tirando del cordón.
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