Vie 07.01.2011
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Mariposas de la noche

Una promesa de homoerotismo victoriano en la versión del clásico de Oscar Wilde que se estrena el próximo jueves.

› Por Diego Trerotola

El cine y El retrato de Dorian Gray se llevaron bastante bien desde el principio: hubo al menos seis adaptaciones de la única novela de Oscar Wilde durante el período mudo, lo que resulta curioso siendo una historia que invierte su genialidad en diálogos de una inteligencia paradójica, sofisticada y cómica. Es verdad, también, que la idea de la pintura como tableau vivant le servía al cine para verse reflejado a sí mismo como cuadro que toma vida. La primera versión cinematográfica justificadamente célebre de la novela es la de 1945, dirigida y adaptada por Albert Lewin, y aunque actuaciones y puesta en escena son de primer nivel, la censura no hizo posible más que seguir multiplicando los tonos y semitonos homoeróticos de la novela de 1890, que son muchos considerando que trata de cómo hombres adultos se disputan la relación de un efebo: mientras trabaja como modelo del pintor Basil Hallward, el joven Dorian Gray es introducido en la estética hedonista del dandysmo por Lord Henry Wotton, conformando una suerte de evidente triángulo amoroso, que siempre se conserva dentro de un sugestivo platonismo. Más allá de los límites de la época, el ingenio de Lewin pudo crear momentos memorables en un melodrama gótico recargado, como la escena donde el dandy seduce con su filosofía hedonista al joven ingenuo, filmada en paralelo con la caza de una mariposa: pocas escenas del cine clásico tienen un tinte tan gay como ésa.

Con esta nueva versión inglesa dirigida por Oliver Parker, que ya se había encargado las adaptaciones cinematográficas de Un esposo ideal (1999) y La importancia de llamarse Ernesto (2002), el homoerotismo victoriano explota, sale del closet para volverse extremo en su visión de la sexualidad. Hay que decir que ahora, en función de privilegiar una nueva visibilidad para la historia de Dorian Gray, se atemperó la importancia que tiene para el dandy la lengua afilada que retuerce la moral en frases alambicadas y formidables, y que representa perfectamente el arte de la conversación de Wilde, o su literatura, que es lo mismo. Sin embargo, en un juego más íntimo con los códigos del cine de terror, El retrato de Dorian Gray logra habitar un nocturno desenfreno sexual –en versión chic, es cierto–, sin miedo a llegar al sadomasoquismo gore como forma suprema del exceso. O de ir a un fondo perturbador en la relación homoerótica entre Gray (Ben Barnes) y Hallward (Ben Chaplin), modelo y pintor, que se define en escenas imaginadas por muchos lectores y espectadores, pero que tardaron más de un siglo en cristalizarse en una pantalla. Y hacer de Wotton (Colin Firth) un falso dandy reprimido, un personaje que no puede pasar al acto su seductora filosofía sexual sin límites, tiene el mérito de dar un revés a la trama. Además, después de su protagónico en Sólo un hombre, con su nueva interpretación homoerótica, Firth parece amenazar con volverse icono gay (amenaza, claro, que es bien recibida). Pero lo más interesante de esta versión es el cautivante personaje de la fotógrafa Emily Wotton (Rebecca Hall), que en su breve papel puede insinuar pertenecer a las nuevas mujeres emancipadas de los mandatos de género, que se convertirían en las dandies que retrata Gloria G. Durán en su libro Dandysmo y contragénero. No son pocos méritos para un simple y efectista cuento de terror victoriano.

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