Viernes, 11 de marzo de 2011 | Hoy
“Camila es mi hija biológica, la tuve con una amiga lesbiana que como parte del pacto me legó la patria potestad hasta que Camila cumpla la mayoría de edad. Ella sabe que su mamá biológica fue una muy querida amiga mía que no quería tener hijos pero tuvo la generosidad de parirla. Somos muy compañeras mi hija y yo. Ella es una de las metas que me tracé en la vida. La otra fue operarme y lo logré hace dos años. Ahora hasta mi partida de nacimiento está rectificada, nadie podrá decirle nada. Si alguien sospecha de mi identidad, ahí está el documento para desmentirlo. Yo siempre le dije a ella que mi identidad era nuestro secreto, no quería que la señalaran como la hija del travesti. Ella lo ha contado alguna vez y siempre se volvió en contra. Pero comparte su vida conmigo y conoce a mis amigas, siempre compartió con la gente del ambiente. De hecho desfiló en el Bauen la ropa que hicimos en la cooperativa Nadia Echazú, donde trabajo ahora por necesidad. De todo lo que planeé en la vida, lo único que no me salió es lo económico.” Geraldine tiene 58 años y la convicción de que no hay meta que no acerquen el deseo, la voluntad y la imaginación. Como peluquera, supo sostener su propio local durante décadas, hasta que la crisis de principios de milenio la asfixió al punto de obligarla a cerrar y a buscarse la vida como sea: cocinando para afuera, haciendo dobladillos, acompañando personas mayores. Pero siempre cerca de Camila, su hija, y lejos de cualquier posibilidad de pareja. Para ella “son prioridades”, aunque en esa restricción pueda leerse el modo en que silenciosamente asumió una forma del odio contra sí misma: la travestofobia no es patrimonio de los otros. Hace tres años, Geraldine tuvo por fin su documento de identidad. Antes de ordenar la reasignación de sexo incluso en su partida de nacimiento, el juez que intervino conversó con Camila; ésa era la condición indispensable. Fue la niña la que explicó que la que figuraba como su padre biológico era su madre y que su madre biológica sólo estuvo con ella hasta poco después del parto pero que no la abandonó, sino que sencillamente cumplió con lo que había acordado con su amiga Geraldine.
La de Geraldine y Camila es una historia subterránea. Es la madre, sobre todo, la que no quiere que se sepa de ellas más que el nombre de pila y el relato del origen de su familia. No puede deshacerse de la sensación de riesgo con la que vivió la mayor parte de su vida. No confía en que su historia pueda ser escuchada más allá de otras personas como ella que “creen que es imposible cumplir con el deseo de tener hijos y no es así”. Pero aun subterránea, la historia de esta madre y su hija es una historia común que da cuenta del poder del deseo. Que sucedió y sucede al margen del régimen legal, aunque también allí logre filtrarse. Y no para pedir permiso sino para imponer el extraordinario peso de las historias cotidianas.
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