› Por Juan Manuel Burgos
Un par de años atrás, participando de un seminario sobre teoría queer en Santa Fe, me di con un docente que consideraba que quienes practican sexo express y anónimo son víctimas de una profunda homofobia internalizada, especialmente aquellos que lo hacen en espacios públicos como parques, callejones y sanitarios. Aparte de traicionar al Estado y pervertir los espacios que los ciudadanos sostienen con sus impuestos, esos actos no eran, para él, más que el resultado de una intensa falta de amor propio.
En la misma jornada, este licenciado enumeraba los beneficios del matrimonio gay y explicaba cómo le había cambiado la vida poder enrolarse con su compañero en los Estados Unidos. “Ojalá pronto se apruebe el matrimonio también en Argentina –decía–, ya verán cómo estos cambios legales generan cambios más profundos en la sociedad y cada vez habrá menos gays solitarios, buscando erróneamente afecto en la clandestinidad y poniéndose en riesgo a sí mismos.”
Esa noche, alrededor de las 23.30, repasando los apuntes para la clase del día siguiente, me descubrí víctima de una de las mayores erecciones que experimenté en mi vida. No podía concentrarme en el sucucho dos por dos que había rentado frente a la terminal. Me acomodé el bulto para disimularlo, cerré con llave y crucé la avenida directo a los baños para caballeros. Me desocupé satisfecho recién a las tres AM, luego de haberme divertido a lo grande con varias personas, entre ellas un ciudadano heterosexual casado que, deduje, tenía al día todos sus impuestos; algunos de los muchachos que abrían las puertas de los taxis y cargaban el equipaje; una pareja de maricas rosarinas de más de cincuenta, y una travesti pelirroja oculta en el último cubículo, que cada tanto extendía su mano repleta de alhajas en señal de invitación a todos los amantes que habían concertado cita, con su salivoso tacto trava me bautizó bisexual y fui de los pocos afortunados en entrar a su box sin haber confirmado antes.
Estaba regresando al cuchitril cuando por el espejo del telecentro distinguí al profesor del seminario entrando en la terminal. El horario era absurdo, me quedé quieto unos momentos, y desconcertado me volví sobre mis pasos para verlo esquivar las boleterías y adentrarse en el baño que yo acababa de abandonar. Compré una gaseosa y me senté al borde de una hilera de sillas a esperarlo. Quería verlo salir de los sanitarios y reconocer en su rostro mi propio deleite. A mi lado una monjita vestida de gris topo rezaba un librito titulado La liturgia de las horas.
Desde entonces, y avivado por la sanción de la ley de matrimonio igualitario, no puedo evitar pasar por un baño público sin sentir la necesidad imperiosa de entrar y compartir mi cuerpo con quien quiera que quiera.
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