› Por Daniel Link
Cuando uno era joven, no podía dejar de participar de los seminarios de sexualidad que dictaba una ilustre sexóloga, la Dra. Forero (con el tiempo, abjuró del título médico, que tal vez fuera falso, y del nombre propio porque, siendo el nombre-del-padre, consideró que podía elegir cualquier otro sin que la función cambiara).
La transcripción de esos seminarios enriquecería sin dudas las prácticas sexuales de las nuevas generaciones, privadas desde hace tiempo de la enseñanza oral de María, que se dedica ahora a viajar por el mundo.
La pedagogía (que le venía inscripta en su nombre de pila: María Cristina) adhería a una concepción trinitaria, y por lo general eran variantes de su lema, que no cesaba de repetirnos: “Tres es una pareja, cuatro es un espectáculo”. Incluso interpretaba en esos términos las oscuridades lacanianas que nos presentaba como fundamento de sus teorías: “El deseo es el deseo del otro” (así con minúscula) significaba, para ella, que aún cuando uno tuviera (por error o por necesidad higiénica) un solo partenaire sexual, debía pensar en otro, para restituir la verdad de la triangulación. Lo mismo sucedía con la semiótica (entonces muy de moda) peirciana: la terceridad, como razón del signo, sólo podía querer alentar la cópula tripartíce, y no otra cosa.
El seminario era teórico-práctico. Luego de la discusión de hipótesis (que mucho no se discutían, más bien se aceptaban como dogma) venía la parte práctica, a cargo de los seminaristas. A lo largo del seminario (su duración era anual) teníamos prohibido entablar relaciones sexuales duales o participar de orgías (algo frecuente en otros círculos, como la clínica del Dr. Fontana, que nuestra gurú sexual deploraba porque ahí, decía, no había “sabiduría” alguna sino sólo relajamiento) y se nos conminaba a brindar testimonio y pormenorizado detalle, en cada sesión semanal, de los ménage-à-trois de los que habíamos participado en los días anteriores.
Al cierre del ciclo, independientemente del género o la preferencia sexual, todos los miembros del seminario debíamos haber entablado, por lo menos una vez, frotamiento e intercambio de fluidos corporales con otros dos seminaristas.
El número de los participantes estaba rigurosamente calculado para que nadie pudiera quedar fuera de la experiencia, e incluso para que pudieran establecerse varias combinaciones sucesivas. La lista de espera para participar de los seminarios era larguísima.
Por entonces nadie soñaba con uniones civiles ni matrimonios universales, de modo que el seminario atravesaba sin pudor las instituciones, porque su objetivo era ponerse más allá de todos los binarismos (trascendentales o no: hombre/mujer, soltero/casado, homo/hétero, abierto/cerrado). La sexualidad, en esa perspectiva, no era muy diferente de una dietética o de una técnica gimnástica. De nada convenía privarse para preservar la salud (en cuerpo y alma). Lo trans no estaba entonces de moda, pero no sé si hubiera tenido cabida en el seminario y el dogma, porque no se trataba de ser a con la apariencia de b, sino de funcionar como x, a la enésima potencia.
“¿Y el amor? –le preguntábamos a nuestra guía–. ¿Acaso el amor no es una demanda de exclusividad sexual?”
Para responder a esa pregunta, a MCF le bastaba con señalar uno de los posters que adornaban el gabinete donde se sucedían, alternativamente, las sesiones de relato y de debate y las experiencias trinitarias per se, y cuya leyenda (de las más espiritualistas de la época) se superponía a un paisaje marítimo y crepuscular: “Amor no es mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección” (Antoine De Saint Exupéry, Tierra de hombres). La única diferencia cualitativa que el amor introducía, nos decía MCF, tenía que ver con la dirección en la que convergía la mirada de los dos, convertidos en predadores en pareja.
Cierta vez, un coseminarista mío que estudiaba psicología observó que el gabinete en el que se desarrollaban nuestros aprendizajes se parecía mucho a una de esas cámaras ideadas por Arnold Gesell para la observación de niños con algún trastorno de conducta. La Dra. Forero explicó que ella había heredado el inmueble ya así acondicionado.
Tiempo después de haber abandonado el seminario (pero no sus verdades, que hasta el día de hoy sigo cultivando) nos enteramos por los diarios vespertinos de que María integraba una red exclusivísima de distribución de pornografía y que todos nuestros intercambios habían sido filmados con cámaras de 16 mm y, posteriormente, vendidos a distribuidoras europeas (“Officina de S. Maria” era el único crédito). La intercesión del cuarto, representado en este caso por la cámara, había transformado el deseo de saber en un espectáculo.
No sé si es porque la Interpol la persigue, pero es seguro que la ¿Dra.? Forero viaja hoy por el mundo gracias a las regalías que sigue recibiendo por aquellas expresiones de cariño. De allí el lema que ahora me guía: los espejos y la cópula son abominables si multiplican el número de los participantes.
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