› Por Liliana Viola
El bebé que viajó desde Misiones hasta una prometida Buenos Aires/quirófano técnicamente preparada para normalizar o, mejor, cortar la carne para aflojarle la mordaza al grito clásico de la partera nació en un buen momento. Un tiempo y espacio mucho más amables que los de quienes nacimos en el otro siglo. Y se lo confirman los propios padres con sus dudas que la prensa citó al pasar como carta robada: “Pero mi marido y yo tenemos miedo de que cuando crezca quiera ser un varón”. Considerar que el hijo o hija pueda querer ser otra cosa que lo que uno espera y que lo que dicen los que saben era una probabilidad nula en el horizonte de la familia argentina de hace pocos años.
Es cierto, los medios optaron por la catástrofe. “La ciudad de Oberá está conmocionada porque nació un bebé que tiene órganos sexuales femeninos y masculinos”, dice uno de los titulares mientras otro coquetea con el policial y el suspenso: “El hecho ocurrió hace dos meses en la ciudad de Oberá, Misiones: nació un bebé intersexual”. Es cierto, la versión de la prensa congela toda una historia en una escena y se retira justo en el momento en que debía empezar: el comienzo de una vida que merece ser cuidada, protegida por los adultos, por el Estado, por las militancias, por los que han pasado por una historia similar y saben de la diferencia entre un cuerpo vivible y uno dificultado a cuchillo, por más relatos y más dudas. “El hecho ocurrió”, dicen las notas, e inmediatamente abandonan. Retrato de una irrupción que ubica a la intersexualidad y con ella a todo lo que desde el vamos (y desde el vemos) no cumpla con el kit básico, en el terreno de los fenómenos y, más lejos todavía, de la leyenda (la palabra hermafrodita resuena aún con su carga tan griega y tan fría como el mármol, tan maleable por manos expertas, tan lista para ser tallada).
Es cierto, pero también es verdad que la aparición en los medios (algunas notas que disparan para el lado de los agrotóxicos en Oberá consignan que nacieron hace poco otros bebés intersexuales en la zona e incluso que alguno ya ha sido intervenido quirúrgicamente) provocó la voz de alerta de militantes y organismos así como la sospecha entre muchos ciudadanos. Porque si las notas son un bochorno, los comentarios de los lectores, no necesariamente ilustrados en derechos sexuales, tienden al cuestionamiento: “si no será demasiado pronto”, “si no pensaron que a lo mejor la pifian”, o “por lo que veo los médicos no tienen puta idea de cuestiones de género”. Con una ley de identidad que respeta, más allá de genitales, gónadas e incluso de la apariencia, el sentimiento de género, ¿con qué argumentos se podría pretender “corregir” lo que aún no se sabe que se siente y empezar una historia dándole un final?
Es cierto, la noticia no reparaba en la historia de un recién nacido y sus padres, sino en la conmoción (“alteración violenta del ánimo causada generalmente por la sorpresa que provoca un acontecimiento desagradable”) atribuida a una ciudad entera, la conmoción de Oberá, país, mundo al que hay que calmar. Y una alteración violenta pero civilizada, recurre al bisturí.
Sin embargo, la intervención que hace unas semanas se presentaba como inminente aparece en el discurso de todos los médicos, funcionarios y demás responsables consultados en Buenos Aires para esta nota como una opción descartada y, puestos a escarbar, jamás barajada. Quien desde un hospital de Misiones aconseja operar a niños y niñas recién a los dos años pidió no dar su identidad. ¿Fue entonces toda esta historia una fabulación de la prensa? ¿Es un gran malentendido? Leámoslo como otro signo de los mejores tiempos: si la conmoción existe aún y tiene incorporada la práctica del bisturí, hoy asume la obligación de esconder la mano.
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