› Por Alejandro Modarelli
Lo que conmueve del cuadro Travestis de Konstantin Altunin, donde el presidente ruso Vladimir Putin en ropa interior femenina peina a su primer ministro Dimitri Medvedev metido en una deux pieces (los dos vienen siendo intercambiables en el trono del Kremlin desde hace muchos años, aunque Vladimir se reserva el poder real de Gran Macho Eslavo y Dimitri, el papel de comparsa) no es tanto el ingenio puesto, que no es poco, sino la cadena causa-efecto, es decir el escándalo que produjo. Que una humorada contra las políticas anti(homo)sexuales de la nomenclatura rusa, exhibida en un museo de San Petersburgo que se toma en solfa a la autoridad haya tenido como consecuencia la detención de su directora, el secuestro de buena parte de la obra, y hasta el pedido de asilo del autor en Francia, termina por darle, ¡todavía hoy!, la razón al Marqués de Sade en su guerra discursiva contra la religión: “Los sarcasmos de Juliano hicieron más daño a la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón”. Si los rusos quieren ser capitalistas modernos, deberán esforzarse más en comprender los mecanismos de la sátira política, y sacar, como los banqueros, dicha de la desdicha.
El ejemplo religioso y sadiano no es inadecuado porque Rusia, después de tantos siglos de autoritarismo, no consigue secularizar al Padre de la razón suficiente. “Enemigos feroces de la Verdad”, condena el cartel de una señora putinista a quienes protestan contra el Kremlin hiposexual. La Verdad es la mercancía sagrada de la que no pueden todavía desprenderse la mayoría de los rusos, y es la vía regia que creen necesario recorrer para reencontrarse con un pasado de victorias, de la mano de Putin. La cosa es seria.
En cambio, el verdadero poder en Occidente (papi obsceno remozado) entendió hace tiempo que para ejercer el dominio en los nuevos tiempos de Internet, donde la imagen es la circulación misma del mensaje, hay que aprender a cagarse de risa, y si se pinta a los funcionarios en cuatro patas, hay incluso que salir a festejar el chiste, porque a fin de cuentas esos enculados no son más que sus propios medium o ventrílocuos. Es decir, hoy por hoy Occidente debería dejar a Sade con las ganas. El fascismo se volvió lúdico, no tiene empacho en hablar como sus víctimas, y hasta va a las protestas contra los avances de derechos civiles con disfraces de carnaval, como en París. O, puesto en valor, se vuelve creatividad PRO.
Se ve que hubo una verdadera ganancia política en el gesto subversivo de pintar un Putin travesti. Alcanza con leer el maremágnum de noticias al respecto, y sobre todo el llamado de atención internacional sobre las condiciones de vida de la comunidad gltbiq en Rusia. Los artistas del Museo de la Autoridad supieron analizar con astucia el campo a dinamitar, justo cuando Rusia trata de rehabilitarse como contrapotencia, incluso echando mano de sus peores tradiciones.
Eso que se llama desde hace unos años “sabotaje cultural” renovó (y en cierta forma impugnó) una manera de entender el activismo, en ocasiones un poco demasiado atado a una visión más estática de la protesta, y dentro de esa monotonía habría que llegar también a plantearse si, por ejemplo, una marcha del orgullo tan multitudinaria pero tan sobrecodificada como la de San Pablo no está resultando hoy menos eficaz para oponerse a la propaganda y el poder parlamentario de los evangelistas –que de reírse todavía saben bien poco, a diferencia de muchos católicos– que una guerrilla cultural al estilo del grupo punk Russy Riot, que interrumpió un oficio en la Iglesia Ortodoxa Rusa, o como el colectivo artístico-político Voina armando una orgía repentina en el Museo Biológico de Moscú, para denunciar como propia de un quilombo la cesión de la jefatura de Estado de Putin a su delfín Medvedev.
Arte y activismo, históricamente, supieron amarse. Y si es necesario, discuten. Que saquen entonces provecho uno del otro, disciplina y caos, porque el hijo que consigan será en esta época de repercusiones mediáticas tan veloces arma exquisita de la resistencia. Si es preciso un proceso de negación, que sea creando y recreando. Porque la cadena causa-efecto dura lo que una mariposa. Decía Guattari: encontrar nuevas formas contra la capacidad de asimilación del poder, aprender a emborracharse con agua. En la década del noventa, me acuerdo, cuando Gays por los Derechos Civiles quiso protestar contra la homofobia castrense argentina, en un momento en que Clinton pronunció aquella consigna procloset para los gays en las Fuerzas Armadas –no preguntes, no digas– se pararon frente al Edificio Libertador apenas tres de sus activistas, vestidos con trajes de militares legendarios, muy sexies, entre ellos, Julio César. Al día siguiente eran tapa de todos los diarios. Como si hubiese marchado una legión de maricones.
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