› Por Liliana Viola
Es posible que alguien haya pretendido soltar la carcajada el año pasado cuando vio a Roberto Piazza con su tocado de novio, o cuando lo escuchó despotricar contra Valeria Mazza y su blonda familia tipo, o cuando su boca descosida dio detalles del abuso sexual que su hermano mayor perpetró contra él primero y contra su sobrino después. La homofobia siempre está con ganas de reírse. Y Piazza no le esquiva al ridículo. De hecho, Crónica, en su implacable caza de lo bizarro, le dio un espacio tan extendido como el que ahora le concede a Zulma Lobato. Pero la risa no se desató. Burlarse de él estaba fuera de lugar, fuera de lo correcto. El diseñador y showman tan verborrágico y desbocado pero no por ello un freak del montón, capitalizó su fama para ponerle el cuerpo al derecho de casarse que tienen las parejas del mismo sexo, el derecho a réplica frente a la homofobia modelo y también le dio voz a las víctimas del abuso sexual.
Autoexiliado ya hace años del Olimpo de los artistas a quienes “se les nota” pero se les perdona bajo un acuerdo tácito de que jamás hablen “de eso”, Piazza se cargó al hombro gran parte de la agenda militante de la comunidad glbtt e incluso más de una vez habló por boca del Inadi. Rápido y excelente divulgador de las ideas más progresistas y hasta refinadas sobre la diversidad y la igualdad de derechos, dejó sin réplica a varios conductores televisivos de la normalidad, entre otros, a un falso ecuánime Jorge Rial que preguntaba por qué tanta necesidad de defenderse cuando los hétero no andamos por la vida defendiendo la heterosexualidad. “Es que los homosexuales no andamos por la vida diciendo que los hétero son anormales o que tengan hijos nos parece una aberración.” Más de una boca debió callarse y más de una conciencia habrá empezado a revisar sus prejuicios al compás de este animador tan gay y tan contundente.
Pero ¡ay!, quiso el destino que aquel mediodía fuese Roberto a comer una pizza a La Farola de Saavedra y que le robaran su reloj de oro, y que se lo devolvieran unos policías sin limpiar las manchas de sangre del asaltante que resultó acribillado al pretender escapar. Y entonces Piazza redobló la apuesta de Susana, no sólo el que mata tiene que morir, el que roba un reloj de oro también. Y si había exigido un juicio justo que dejara preso a su hermano violador, ahora decía que con sus propias manos querría haber descuartizado al delincuente. “Me hubiera gustado que los maten a los tres, no a uno solo. Pero bueno, lamentablemente mataron a uno solo. Todo este tipo de gente, la verdad, me tiene harto.”
Estupor y un minuto de silencio. ¿Nos equivocamos al pensar que si Piazza bregaba por los derechos de la minoría a la cual pertenece no era indiferente a otras minorías? Otra vez sus declaraciones dieron de comer a los programas de chimentos. ¿Piazza actuó como un freak que dice lo primero que se le cruza por la cabeza con tal de hacer escándalo o actuó como una diva que lanza lo más conservador que se le pasa por la cabeza con tal de conectar con su público? Desafortunadamente desde hace un buen rato, la medida del divismo coincide con el grado de intolerancia hacia “esa gente que nos tiene hartos”, los que nos dan inseguridad, los que no alcanzan nuestros estándares, los diferentes.
Y como respondiendo a esta pregunta, Piazza se reconcilió con Valeria Mazza. Reconciliarse es una buena acción, muy cristiana y tal vez muy pactada en los tribunales. Pero hacerlo sin que ella se retracte de sus dichos, invitarla a que vea su espectáculo como parte del castigo o del marketing, esperar que ella luzca uno de sus vestidos, es colocarse en el lugar del freak que quiere pertenecer al clan a toda costa. Valeria Mazza, con sonrisa impostada, se dio el lujo de rubricar este engañoso pasaporte vip al club de los buenos con la frase que por suerte nadie se cree: “No somos tan diferentes Roberto y yo. Yo siempre supe que no éramos tan diferentes”.
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