Dom 15.04.2007
turismo

COLOMBIA > UNA JOYA COLONIAL SOBRE EL CARIBE

La heroica, Cartagena

Cartagena tiene castillo, ciudad amurallada, claustros florecidos de verde tropical y un encanto imperecedero, acunado por las olas del Caribe que le bañan los pies. Sus plazas y balcones resumen el alma hispana de la heroica ciudad colombiana.

› Por Graciela Cutuli

La primera impresión es a veces la más duradera. Y en Cartagena, una de las primeras impresiones es el color, que reina sin perturbaciones desde las fachadas de las casas en la ciudad amurallada –el antiguo corazón cartagenero para defenderse de piratas y otros codiciosos atacantes– hasta la vestimenta de las vendedoras ambulantes, las mercancías de los carritos callejeros y la exuberante vegetación tropical que da un tono vivo a los muros, las rejas y los balcones. Color... y calor: un calor constante a lo largo del día, que titubea en las primeras horas de la mañana cuando el cielo todavía amanece cubierto, y se despliega con todas sus fuerzas con el sol del mediodía y las primeras horas de la tarde. Cuando anochece, el mar regala generoso la brisa que alivia y parece desparramar en el aire los ritmos caribeños que un grupo de muchachos toca en la plaza de Santo Domingo, uno de los lugares de reunión más lindos de la ciudad antigua. Allí mismo los turistas se sacan fotos junto a las rotundas redondeces de una estatua de Botero, mientras otros se pierden con curiosidad en el laberinto de calles estrechas en busca de las preciadas esmeraldas que se ofrecen, brillantes y tentadoras, desde todas las vidrieras.

Así, a primera impresión, Cartagena es una ciudad feliz que crece sin sobresaltos a orillas del Caribe, ese mar que aquí tiene colores dignos del Atlántico pero temperaturas tibias que acarician la piel. La realidad, claro, es algo más difícil: no cuesta nada adivinarlo en la insistencia de los vendedores de artesanías, en los tantos hombres que están solos y esperan mientras se les desliza entre las manos un tiempo sin ocupaciones, en la mirada de los chicos que luchan por recibir la atención de los turistas, esos mismos turistas que representan una de las grandes fuentes de ingresos para la otrora heroica Cartagena. Pero donde hubo fuego, cenizas quedan: y hoy, como el Ave Fénix, la ciudad tiene un nuevo empuje. Mira hacia el pasado –allí están el castillo, los baluartes, los monasterios, las iglesias– y tiene un pie en el futuro. Los cruceros vuelven a convertirla en escala durante sus travesías por el Caribe, y el centro histórico revalorizado por la Unesco recupera sus colores de antaño. Sin contar con los sueños marítimos que se acunan a pocos kilómetros de sus costas, entre manglares e islas que parecen perlas de un collar, como un olvidado tesoro bordado de coral.

Para conocer la ciudad De los varios barrios de Cartagena, dos se conocen primero: Bocagrande, donde se encuentran las playas urbanas y buena parte de los hoteles (en la zona cercana al aeropuerto, sobre la llamada Ciénaga de la Virgen, también hay resorts con cuidadas playas privadas que conforman el polo turístico de mayor desarrollo actual), y la ciudad amurallada situada algo más al norte. Entre ambos sectores hay dos lugares que forman parte de la historia cartagenera: el Convento de la Popa y el Castillo de San Felipe de Barajas. Se puede tomar un city tour para ir de uno a otro y tener una vista panorámica de Cartagena, pero también un taxi –que conviene sea de confianza, o recomendado por algún hotel– puede hacer el recorrido, que dura aproximadamente tres horas. Otra alternativa, pintoresca como pocas, es hacer el recorrido en “chiva”, esos ómnibus con carrocería de madera multicolor que cuando transportan campesinos llevan mercadería hasta en el techo, pero que también se usan para paseos diurnos y nocturnos por toda la ciudad.

El Convento de la Popa

Desde el convento, que pertenece a la orden de los agustinos recoletos, se divisa un espléndido panorama de Cartagena, con sus ciudades antigua y nueva, abrazadas por el mar. Este lugar hoy apacible y acogedor tiene, sin embargo, una historia agitada: se cuenta que a principios del siglo XVII la Virgen se apareció a un monje agustino y le ordenó construirle una iglesia en la montaña más alta que viera al llegar a la bahía de Cartagena. Montaña que resultó ser la Popa, así llamada por su semejanza con la forma de un barco. Los habitantes de la Popa, numerosos mestizos, indígenas y negros, adoraban allí a una suerte de dios-demonio llamado Buziraco, representado a veces en la forma de un macho cabrío llamado Urí, con danzas, alcohol y tabaco que propiciaban largas orgías. Las prácticas se interrumpieron con la llegada del agustino, que junto con un grupo de españoles irrumpió en medio de una de las fiestas y arrojó la imagen del Cabrón Urí por el precipicio al que da una de las laderas de la colina: cuenta la leyenda que la venganza del diablo llegó entonces bajo la forma de fuertes huracanes que asolaron el Caribe, pero lo cierto es que finalmente se construyó sobre la Popa la iglesia y el monasterio que existen hoy día.

Castillo de San Felipe

El otro emblema de la Cartagena histórica situado fuera de la ciudad amurallada es el castillo de San Felipe de Barajas, una fortaleza construida a partir de 1656 con el objetivo de defender la ciudad de sus enemigos. Levantado sobre la colina de San Lázaro, el castillo parece trasplantado del paisaje europeo a las costas colombianas: túneles, desniveles, torres, rampas y baterías invitan a recorrerlo con tiempo y ánimo de explorador, sintiéndose como en tiempos de asedios y piratas. Antiguamente, el castillo defendía el único acceso posible a Cartagena desde tierra: por eso está amurallado del lado del continente, y no tiene en cambio defensas del lado de la rampa que mira hacia la ciudad antigua. Y en caso de que la defensa no funcionara, toneles de pólvora acumulados en las galerías subterráneas tenían prevista una rápida voladura de la fortaleza: todo antes de rendirse, para “la heroica” Cartagena, como la bautizó Simón Bolívar. Aunque diga un poema muy conocido del poeta local Luis Carlos López que “ya pasó, ciudad amurallada, tu edad de folletín... Las carabelas / se fueron para siempre de tu rada... / ¡Ya no viene el aceite en botijuelas! / Fuiste heroica en los tiempos coloniales, / cuando tus hijos, águilas caudales, no eran una caterva de vencejos. / Mas hoy, plena de rancio desaliño, / bien puedes inspirar ese cariño / que uno le tiene a sus zapatos viejos... ”. Tan populares son estas coplas que hay, al pie del castillo, un monumento a los zapatos viejos que bien vale la pena detenerse a visitar, aunque más no sea por la espléndida silueta de la fortaleza que se adivina detrás. Y si se quiere cumplir cabalmente con el rito turístico, manda la tradición meterse dentro de los zapatos, de cuerpo entero, para sacarse una foto de recuerdo.

La ciudad antigua

El castillo mira, entonces, hacia la ciudad amurallada que tanto se esforzó en defender. Volviendo hacia ella se pasa por el Muelle de los Pegasos, donde hoy salen las embarcaciones turísticas hacia las islas como el archipiélago del Rosario, y se ingresa al casco antiguo por la Puerta del Reloj, dominada por una alta torre que se divisa desde todos los alrededores. La puerta da acceso a la Plaza de los Coches, donde antiguamente se detenían los carruajes y hoy todavía se pueden contratar paseos en coches tirados por caballos. Allí mismo está el Portal de los Dulces inmortalizado por Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera.

Por las calles del centro viejo se pueden seguir distintos itinerarios, que llevan sucesivamente hacia la Plaza de la Aduana, la plaza de San Pedro Claver, el claustro de Santo Domingo, el baluarte de San Francisco y la Casa del Marqués, entre otros monumentos y edificios donde la herencia hispánica nacida y cultivada durante el barroco europeo se mestiza con la cultura caribeña. Bien lo muestra el Palacio de la Inquisición, que llevó a Indias las prácticas atroces de los tribunales “antiherejes” españoles. Pero tal vez una de las formas más lindas de recorrer Cartagena sea dejarse ir, sin demasiadas guías, por las calles y recovecos que invitan a cruzarse de calle en calle siguiendo solamente la intuición o el llamado de los balcones que compiten en elegancia, color y pintoresquismo, hasta convertirlos en uno de los símbolos de la ciudad, repetidos al infinito en miniatura en las casas de recuerdos. Justamente, casas de recuerdos es lo que hay en el extremo norte de la ciudad vieja, el sector conocido como las Bóvedas, una armoniosa sucesión de 47 arcos y 23 bóvedas que en tiempos coloniales se usaron con fines militares y como cárcel, hasta que fueron restauradas y convertidas actualmente en negocios de artesanías y antigüedades. A pasos de allí, el monasterio Santa Clara –hoy convertido en un hotel cinco estrellas– ofrece la frescura de su claustro matizado de exuberantes plantas tropicales, para sentarse a tomar un café a la sombra de las palmeras y las buganvillas. En esta parte de la ciudad se está cerca de la estatua de la India Catalina, situada en la parte exterior de las murallas. El monumento se inspira en una estatuilla que desde los años ‘60 se da como premio del Festival de Cine de Cartagena, y no al revés como podría pensarse: sea en su forma pequeña o en la estatua de grandes dimensiones, la India Catalina es un homenaje a la indígena guerrera que fuera capturada por los españoles y vendida como esclava en Santo Domingo, donde al parecer aprendió el castellano tan bien que se convirtió en intérprete del fundador de Cartagena, Pedro de Heredia. “Inteligente y de bonitas facciones, de trato simpático y maneras distinguidas”, como la recuerdan las crónicas, Catalina se casó con el sobrino de Heredia y su rastro se perdió en Sevilla, adonde emigró luego de su casamiento.

Islas del Rosario

No todo es historia, claro, en Cartagena: basta recordar que a sus pies se extiende el Caribe, nombre que abre las puertas a todos los sueños imaginables sobre unas vacaciones al borde del mar. Desde muy temprano a la mañana, en torno de las siete, ya se puede ver a quienes se dan un baño antes de ir a trabajar, en las playas urbanas. Algo más lejos, en el sector cercano al aeropuerto, también hay grandes hoteles con playas privadas, que permiten el pequeño gran lujo de comer junto al mar: el plato más típico es pescado con arroz al jugo de coco y patacones (rodajas de plátano frito). Sin embargo, es cierto que el Caribe no cumple aquí con la postal de aguas transparentes inscrita en el imaginario colectivo: para eso hay que tomarse una lancha hasta las Islas del Rosario, un archipiélago cercano donde se encuentran lugares espectaculares para practicar buceo con equipos o, más simplemente, snorkeling.

Las lanchas turísticas zarpan del Muelle de los Pegasos, junto a la ciudad vieja. En algo más de una hora de travesía se llega a las islas, formadas por una principal –la Isla Grande– y otras más pequeñas de nombres sugestivos: la Isla Tesoro, Isla Arenas e Isla del Pirata. El paisaje es digno de un sueño: un mar extensamente azul, verde y turquesa, que se posa transparente y manso sobre las playas de arenas blancas. A lo lejos navegan las barcas de algunos pescadores, y en el fondo se divisan sin dificultad los arrecifes de coral donde van y vienen, como en un juego de mimetismo y escondidas, los peces de colores.

La mayoría de las excursiones que van por el día se dirigen hacia la Isla Grande, dividida en numerosas playas privadas –todas de nombre distinto, como si fueran islas diferentes– donde suelen permanecer los turistas. Las playas son un excelente lugar para nadar, descansar en las hamacas tendidas de árbol a árbol y avistar la “maría mulata”, el ave más típica de Cartagena, que se acerca sin miedo con su brillante plumaje negro a pocos centímetros de los visitantes. Si se elige practicar snorkel, el grupo se llevado en canoa por un instructor hasta algún muelle cercano, donde se recibe una breve instrucción y los equipos. Luego se regresa para el almuerzo, y finalmente en torno de las tres de la tarde empieza el lento regreso hacia Cartagena.

Y como siempre, heroica, allí está la ciudad amurallada para dar la bienvenida a los viajeros, mirándolos con sus balcones como ojos de madera y cristal, y con sus brazos de piedra tendidos para abrazar el mar y aún más allá.

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