PIONEROS > EXCURSIóN A LA MESETA NORTE DEL CHUBUT
Explorador incansable, el perito Francisco Pascasio Moreno realizó una larga cabalgata por llanuras y mesetas de Chubut hasta los Andes, en cuyo trayecto fue recogiendo cráneos, rocas y fósiles y tomando notas de la geografía de la región. A continuación, un fragmento de su libro Exploración de la Patagonia Sur. Por las cuencas del Chubut y el Santa Cruz (1876-1877), reeditado este año por Ediciones Continente.
› Por Francisco P. Moreno *
El agua, cuya acción más o menos tranquila ha producido las llanuras y mesetas, no es el único gran agente físico al que se debe la existencia actual de esos territorios. Los cerros del Cairn sólo son una isleta, o quizás un ramal, que se extiende cubierto por capas más modernas, para mostrarse en esa hondonada cuyo origen no he tenido tiempo de explicarme y que puede ser debido a la acción química combinada de la atmósfera y del suelo, del cordón montañoso eruptivo que principia en lo que llamamos sierra de San Antonio. Este se dirige hacia el sur-sudoeste con una altura de 1600 a 1500 metros, desprendiendo varios ramales, y por entre ellos corre el Chubut, obligando a esta formación a tomar variados rumbos a la enorme masa de agua que en otro tiempo contribuyó a labrar el lecho del hoy, en comparación, insignificante río.
La acción plutónica y la acción volcánica se observan en casi todo el territorio de Chubut, y han trasformado a veces hasta los restos de los animales que en otro tiempo lo habitaron, y las maderas silificadas de los bosques terciarios que al presente se recogen en fragmentos, conservando su apariencia de frescura, al pie de los cerros mencionados.
Subiendo la meseta que frente al paradero mostraba sus barrancas perpendiculares y su estratificación horizontal característica, y caminando dos días al oeste, se llega a esas montañas, a cuyo pie se halla la laguna Getalaik (quizá corrupción de fetalafquen, que en araucano significa “laguna grande”), que es alimentada por las nieves de los cerros que llegan a ella por un arroyuelo situado poco más al Norte.
La naturaleza parece que ha prodigado a esas montañas los favores que ha negado a la meseta: allí, según los indios y por las muestras que ellos han traído, abundan los metales; les he oído conversaciones interminables sobre un gran fragmento de oro puro con el cual hicieron una boleadora que luego vendieron en Carmen de Patagones, por una insignificancia, a un comerciante que en Buenos Aires obtuvo una fuerte suma por ella; les he visto un fragmento de roca rico en cobre, hematinas y varios ocres; y un cacique llevó últimamente a Chubut varias piedras de la “Tierra del Hierro”, que analizadas por el químico Sr. Kyle han demostrado contener mineral de buena calidad, con un equivalente de 56’’ 77 0/0 de hierro metálico.
Más al oeste de esas sierras continúan las mesetas terciarias, pero más entrecortadas, alternadas con rocas cristalinas antiguas, y luego mantos de basalto bastante gruesos que negrean sobre profundos valles con aguados permanentes, tales como Mackinchau; Trang-geo, donde abunda el cloruro de sodio; Kaltraune; Limen Mahuida (sierra de la piedra de afilar); Tamuelin; Treneta, etc., parajes que visitan con frecuencias las tribus nómadas pampas y tehuelches.
Pero en medio de esa fertilidad hay planicies engañosas situadas en valles donde la actividad volcánica continúa en acción. Ese “país del diablo”, como me lo han señalado algunos indios, lo visitó Musters; su suelo es caliente; haciendo un agujero, la tierra parece estar encendida y el calor quema el pelo de las patas de los caballos. Al perforar éstas la costra amarillenta de la superficie, muestran un subsuelo negro en el que, aunque en combustión, no se ven llamas, pero de donde se eleva un vapor suave. Las fuentes calientes abundan; hay grandes pozos hasta de seis pies de diámetro donde hierve el agua, y sé de parajes donde el agua surgente lanza chorros a cuatro metros de altura, que son probablemente géiseres en el centro de la Patagonia. Gran parte de esa región es aún misterio no develado por europeos; los indios, poseídos de un terror supersticioso, no se atreven a penetrar en ella, y quizá contenga riquezas explotables con provecho en las sustancias que la acción de los volcanes produce.
Al día siguiente, 29; emprendimos el regreso a la colonia apurados por la necesidad, siguiendo el bajo hacia el sur, dejando a la izquierda los cerros eruptivos y a la derecha las barrancas terciarias. Caminamos por un bañado salitroso surcado por pequeños zanjones, sumamente pantanosos, donde, entre los grandes claros sin vegetación, se veían de cuando en cuando algunas matas de incienso y muchos guanacos que por la refracción atmosférica aparecían gigantescos, como elevadas jirafas, recordando involuntariamente a los rumiantes de las épocas perdidas. Concluido el bajo, ascendimos la meseta donde esperábamos cazar algunas liebres para nuestro alimento. Este animal tan lindo como el europeo, pero menos ligero, sólo se encuentra bien en ese desierto que su mayor enemigo, el indio, poco frecuenta. Las veíamos en tropas de 20 o más, un momento atentas, sobrecogidas de terror, paradas todas al mismo tiempo para escuchar el ruido sospechoso que su timidez y fino oído les revelaban desde lejos, y luego corriendo veloces a grandes saltos, en línea recta, para escapar de nuestros caballos cansados. No sé si por lo mismo que para el zorro de la fábula las uvas estaban verdes, las liebres nos parecieron flacas, y nos contentamos con verlas desaparecer entre los matorrales y esconderse en sus cuevas. Sólo cuando el cazador consigue tapar éstas, puede con paciencia agarrarlas, porque su timidez es tanta que se confunden y no aciertan a alejarse de ellas a grandes distancias.
Los avestruces que vagaban eran presas demasiado difíciles, y ni siquiera intentamos acercarnos a ellos.
A la caída de la tarde bajamos entre cañadones cuyas pendientes, desnudas de vegetación, mostraban escrita la formación geológica del terreno. Recogí algunos fósiles marinos. Ya avanzada la noche, llegamos a una de las casas de Gaiman, donde pedimos hospitalidad; al día siguiente cruzamos el río en la angostura que divide ambos valles, y tres horas más tarde entraba en la comisaría nacional, contento de la corta pero provechosa excursión, con las maletas cargadas de cráneos, rocas y fósiles, y con un vivo deseo de emprender otras, mientras dispusiera de tiempo suficiente.
* Exploración de la Patagonia Sur. Por las cuencas del Chubut y el Santa Cruz (1876-1877). Capítulo VII. Excursión a la meseta norte. Francisco Pascasio Moreno. Ediciones Continente, 2007.
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