Domingo, 22 de abril de 2007 | Hoy
ASIA > TEMPLOS BUDISTAS E HINDUISTAS
Una recorrida por deslumbrantes templos de Asia. En Pekín, el Templo del Cielo; en Camboya, el Bayón de la ciudad perdida de Angkor, y en Tíbet, el Jokhang de la ciudad de Lhasa. También el colosal Borobudur de la isla de Java y los tropicales templos hinduistas de la isla de Bali. Y en Birmania, una visita a las ruinas de la ciudad sagrada de Pagan.
Por Julián Varsavsky
Una mirada rápida a una serie de fotos de templos asiáticos puede dar la impresión de que son bastante parecidos ya sea por los techos superpuestos que caracterizan a las pagodas o por la gran profusión de Budas de piedra y oro que hay en sus recintos, terrazas y jardines. Sin embargo, basta observar con mayor atención la estética de los diferentes templos para comprobar que hay un sinfín de variantes y estilos muy particulares, aun dentro de cada país.
Sumergirse en la mística envolvente de los templos asiáticos es también una especie de viaje al pasado medieval de Oriente, ya que la mayoría fueron construidos en esa época. En ellos se veneran antiquísimas imágenes de una mitología milenaria, cuyos poderes podrían, por ejemplo, hacer “desmoronar” un reino entero si algo le pasara a la estatua, como es el caso del Buda Esmeralda en el templo Wat Phra Kaew de Bangkok.
El Templo del Cielo en Pekín, fue construido en el año 1420, cuando reinaba la dinastía Minh, y está considerado la obra maestra de la arquitectura antigua china. En el pasado fue el más sagrado de todos los templos imperiales. Cada día 15 del primer mes correspondiente al calendario lunar chino, el emperador salía en procesión solemne desde su residencia en la Ciudad Prohibida, acompañado por su corte de ministros, guerreros y eunucos, hacia el Templo del Cielo para pedir a los dioses por buenas cosechas. La ceremonia era un acto de importancia nacional que sólo llevaba a cabo el “Hijo del Cielo”. Y por eso una temporada de malas cosechas podía ser interpretada como un signo de abandono divino que deslegitimaba la autoridad imperial. Los veintidós emperadores de las dinastías Minh y Qing –desde 1368 hasta 1911– repitieron escrupulosamente los rituales establecidos para este templo taoísta.
En realidad, el edificio es parte de un complejo amurallado con jardines y construcciones rituales que cubre un área de tres kilómetros cuadrados. Su estructura circular de madera mide 30 metros de diámetro por 38 de alto y está dividida en tres partes por tres techos circulares con tejas vidriadas de color azul (como el azul del cielo). La base del templo son tres terrazas circulares y concéntricas de mármol blanco, rodeadas por una balaustrada cincelada con dragones, nubes y el Ave Fénix.
La estructura del templo fue reducida a cenizas por un rayo en 1889 y casi de inmediato se volvió a levantar. Su construcción es un perfecto juego de encajes en el cual no se utilizó pegamento alguno ni ladrillos ni clavos, y está sostenida por veintiocho pilares.
El Altar de la terraza circular y el Templo de las rogativas para las buenas cosechas –las dos construcciones principales del Templo del Cielo– están unidos por una gran calzada de piedra considerada la vía para que el emperador llegara al cielo, no de manera simbólica sino en cuerpo real. Conocida como la Vía Sagrada, mide 29 metros de ancho por 360 de largo y se va elevando por sobre el nivel del suelo hasta alcanzar los cuatro metros de altura. Del lado izquierdo caminaba el emperador y del derecho, la reina y los ministros de la corte. De esa forma, sin intermediación alguna, el “Hijo del Cielo” ascendía al firmamento para tratar directamente, cara a cara, con los “amos del universo”.
En lo profundo de la selva camboyana existe una antigua ciudad sagrada que estuvo perdida durante cinco siglos. Los restos arqueológicos de la ciudad de Angkor –que fue la sede el imperio Khmer– son hoy uno de los conjuntos de templos más vastos del planeta: en sus 310 kilómetros cuadrados hay un millar de santuarios budistas e hinduistas que datan en promedio del año 1000.
El más famoso de estos templos es Angkor Wat –una imponente mole de piedra dedicada a Vishnú–, pero acaso el más misterioso y sugerente de la vieja capital imperial es el templo Bayón, dedicado a Buda. A medida que uno se interna en la selva buscando este templo, van apareciendo unos monitos que observan al visitante con curiosidad. Hasta que de golpe se distinguen sobre la copa de los árboles centenares de enigmáticos rostros gigantes tallados en piedra, que parecen escrutar todo desde las frondas con una sonrisa inmóvil. Cada vez son más y la paranoica sensación de ser vigilados se torna molesta. Son las cabezas del Templo Bayón, con cuatro colosales caras de Buda cada una, mirando hacia los puntos cardinales desde lo alto de 54 torres. Un entretejido de líquenes y plantas trepadoras camuflan los rostros de piedra, que parecen cobrar vida cuando el sol se filtra entre la vegetación. Las paredes exteriores del templo están decoradas con 1200 metros cuadrados de bajorrelieves tallados en piedra. De todos ellos impacta la imagen del rey Jayavarman VII sobre un elefante, conduciendo a su ejército contra los invasores vietnamitas en una batalla que torció el destino del imperio en el año 1181.
Los visitantes están muy desperdigados en la vastedad de la ciudad de Angkor. A menudo existe la posibilidad de estar en soledad absoluta en medio de las ruinas, donde el silencio es interrumpido cada tanto por el vibrante sonido de las cigarras y el fugitivo silbar de los pájaros. Un ambiente sereno rodea estos templos, que parecen haber estado ocupados hasta el día anterior. Allí es posible imaginar el bullicio de otros tiempos, cuando el rey salía de su palacio iluminado por centenares de antorchas, montado en su elefante con los colmillos enfundados en oro.
La isla de Bali está en el archipiélago de Indonesia y es uno de los lugares donde la religión impregna cada acto de la vida cotidiana. El hinduismo es aquí la religión casi absoluta, aunque con un perfil muy propio, tanto desde el punto de vista estético como religioso. A diferencia de la India, el hinduismo de Bali está revestido con colores tropicales y ligado a una festividad constante que incluye bandas de música en vivo (los gamelanes) e incluso bailes. Los templos están literalmente por todos lados –también en los jardines de muchas casas–, y a veces no resulta sencillo distinguir una casa de un templo. Durante las fiestas religiosas que se realizan cada día del año en varios templos, los dioses se “alojan” en los santuarios.
A los templos se los denomina “puras” y, a diferencia de prácticamente todos los templos del mundo, son a cielo abierto, apenas delimitados por unos muros muy bajos construidos con corales y conchas de mar. Al ingresar en un “pura” por sus portales triangulares se camina entre palmeras y flores de todo tipo. Esos jardines propician que los feligreses tengan un mejor contacto con la naturaleza y con los dioses. En el interior de estos recintos está el elemento más característico de la arquitectura religiosa balinesa: los merus, una suerte de pagodas de madera con techitos superpuestos fabricados con fibra de caña de azúcar. En esas pagodas hay unos cubiles con puertitas minúsculas que los fieles abren para dejar ofrendas de alimentos a los dioses.
Uno de los templos más vistosos de la isla es el Pura Ulun Danú, levantado en una islita casi a orillas de un lago en la zona de Tabanan. Está dedicado a Dewi Danú, la diosa de las aguas, y es adorado tanto por budistas como por hinduistas. Las ceremonias que se realizan en este “pura” están destinadas a rogar por las lluvias y las buenas cosechas. Su meru tiene once pequeños techos que se reflejan en el agua, para muchos la imagen más hermosa y también más sagrada de la isla de Bali.
En la vasta meseta tibetana, limitada por China, Mongolia, Nepal, Turquestán y Afganistán, está la ciudad más aislada y remota del mundo. Su nombre es Lhasa –”Tierra de los espíritus”– y es el centro de una cultura muy particular que se desarrolló durante siglos prácticamente aislada del mundo exterior, protegida por esa muralla de 4 mil metros de altura que es la cadena del Himalaya. Emplazada a 3650 metros de altura, Lhasa es una de las legendarias ciudades religiosas del mundo, como La Meca, Jerusalén, Varanasi y Roma. Y su templo más sagrado es el Jokhang, ubicado en el centro del barrio antiguo de la ciudad. Su interior alberga una talla de Buda con 1300 años de antigüedad, la primera traída al Tíbet desde la India por una de las esposas del rey Tong Tsen Gampo en el siglo VI. Entre los tesoros que resguarda el templo hay una biblioteca con los primeros manuscritos budistas redactados en sánscrito, que sirvieron para difundir la religión en el Tíbet. Curiosamente, muchos monjes caminan entre los estantes e incluso gatean debajo de ellos porque creen que de esa forma podrán adquirir la sabiduría de los textos sin necesidad de leerlos.
En la isla de Java –República de Indonesia– se encuentra el mayor monumento budista de todos los tiempos: el templo montaña de Borobudur. Construido entre los siglos VIII y IX, tiene la forma de una gran pirámide escalonada y está decorado con 500 estatuas de Buda y 1500 paneles en bajorrelieve que ilustran las etapas de la vida del “Iluminado”.
Entre los años 600 y 800 d.C. existió en Asia una era dorada en la que la construcción de templos acompañó el florecimiento de importantes reinos que abrazaron el budismo y el hinduismo. Uno de esos templos fue Borobudur, atribuido a la dinastía Sailendra. Cuando en el siglo X fue abandonado, aparentemente porque la corte se trasladó a otro sector de la isla, fue tragado por la selva. Diez siglos más tarde, en 1814, lo redescubrió el entonces gobernador inglés Sir Stanford Raffles.
En el camino hacia el templo hay una calzada de piedra flanqueada por dos hileras de palmeras que abre un tajo gris en medio de un amplio valle tropical. Y tras una colina aparece de repente el templo montaña de Borobudur, una soberbia pirámide que se construyó con dos millones de bloques de piedra volcánica. El súbito encuentro con esa mole de piedra, cuyos lados miden 120 metros cada uno, toma por sorpresa a los visitantes, ya que cinco segundos antes no se ve otra cosa que un extenso verdor. Pero el misterioso Borobudur está ahí, de cuerpo entero, con centenares de Budas contemplativos cuyos ojos de piedra parecen otear el infinito.
Borobudur no es en sí un templo sino una gigantesca stupa, una clase de monumento funerario hindú anterior incluso a la época del Buda. El modelo general de la stupa –un montículo que sobresale en la tierra como una media esfera– fue tomado por la arquitectura budista como el símbolo del Buda en su estado trascendental de inmortalidad. Según la tradición, Buda determinó la forma de la stupa colocando sus harapos hechos un embrollo sobre el suelo, con su cuenco mendicante invertido encima. Y para coronar el ascético símbolo le colocó arriba un palo, que hoy en día corona también todo monumento budista.
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