MERCADOS Y BAZARES > DE COMPRAS POR EL MUNDO
Un paseo global por los zocos y mercados callejeros, donde la norma es el regateo. De los callejeros de Londres a los flotantes del sudeste asiático y los bazares techados con galerías abovedadas en Estambul, Marrakech e Irán. En Guatemala, el colorido tianguis maya de Chichicastenango, y en nuestro país el mercado tucumano de Simoca, originado en la colonia.
› Por Julián Varsavsky
En Occidente, donde los precios son fijos, comprar carece de todo arte.
Elías Canetti
El shopping center, esa ordenada mole de concreto donde todo está prefijado en pos de mejorar la circulación, es el prototipo global del mercado moderno cuyo paradigma está en Miami. Es exactamente igual en la China, en Johannesburgo o en Brasil, no sólo en aspecto sino también por sus productos, las marcas y hasta los modelos en particular. Su antítesis son los mercados callejeros, donde reina un encantador desorden popular y cuyo único rasgo común universal es el arte del regateo. En algunos todavía rige la ley del trueque, igual que en los primeros mercados de la historia, hace más de 4 mil años. Estos mercados, a veces sucios y caóticos, tienen como encanto principal la sorpresa de los productos únicos e irrepetibles. “Lo que usted puede encontrar en este zoco no existe en ningún otro lugar”, afirma un vendedor de puñales en Marrakech. Y según el saber popular de Turquía, “lo que no se encuentra en el Gran Bazar de Estambul, directamente no existe”. Cada centro de intercambio de mercancías, ya sea en un pueblito o en la gran ciudad, refleja siempre alguna de las fibras más profundas de cada cultura, despertando la fascinación de los viajeros ya en los tiempos remotos de Marco Polo, aquel mercader veneciano que recorrió el mundo movido por la atracción de los mercados.
En toda gran ciudad islámica existe un gran bazar –muchas veces centenario e incluso milenario–, compuesto por un laberinto de pasadizos y corredores techados muy angostos, donde los negocios se apretujan uno junto al otro, verdaderos cubículos sobrecargados de mercaderías que cubren las paredes hasta la altura del techo. Originalmente surgían a los costados de las rutas de las caravanas, y muchos fueron el centro primitivo de una gran ciudad. Hoy en día algunos son tan grandes que parecen una ciudad con poder autónomo dentro de otra gran ciudad. En algunos países musulmanes, los bazares tienen un valor social muy distinto al que puede tener un mercado en Occidente, y de hecho son un producto propio de la antigua civilización islámica, cuyos pilares eran justamente el bazar y la religión. Según el antropólogo Clifford Geertz, los bazares en las sociedades islámicas eran lo que la burocracia mandarina a la China clásica o el sistema de castas a la India antigua. Por supuesto que la situación ha cambiado con los años, pero en muchos países el bazar todavía tiene un rango institucional.
El bazar más visitado por los occidentales de hoy es el Kapalicarsi de Estambul, capital de Turquía. Cualquier shopping del resto del mundo es una miniatura al lado del recinto amurallado con 4 mil tiendas del “Gran Bazar”, desperdigadas como las celdas de un panal a lo largo de sesenta y cinco calles. Tiene apenas once puertas que conducen al interior de ese dédalo donde no siempre resulta fácil salir. Adentro reina un ambiente digno de Las mil y una noches: anticuarios, joyeros, orfebres, vendedores de especias, fabricantes de alfombras y de lámparas con aspecto de mágicas... todos agrupados por gremio en sectores determinados. Entre un cuarto y medio millón de personas lo visitan diariamente. Y sin embargo, no es el más grande del mundo musulmán.
El Gran Bazar de Irán es considerado el mayor de todo Medio Oriente, y también el más poderoso en términos políticos. A tal punto ha sido clave este bazar que su influencia jugó un rol importante a favor de la revolución islámica contra el sha de Persia, quien en su política prooccidental e industrialista chocó con la institución del bazar, que apoyó a los clérigos chiítas al ver jaqueado su status social. Cuando en 1979 el bazar se declaró en huelga, el país se paralizó, sellando definitivamente la suerte de la monarquía.
La existencia de este bazar es acaso tan antigua como la ciudad misma y es probable que algún pequeño sector de los actuales puestos de comercio sea el núcleo originario de la primera villa de Teherán. En la actualidad se calcula que un millón de personas al día circulan por sus pasillos y corredores techados, algunos de los cuales miden hasta 10 kilómetros de largo. Se trata entonces de un auténtico bazar mediooriental –con su cuota grande de poder en alianza con el clero–, donde el turismo es un ramo totalmente marginal. Debido a su prosperidad, el bazar ha modificado su arquitectura a lo largo de los siglos, y sus paredes más antiguas no tienen más de 400 años. Es un bazar que nunca cierra –excepto para las festividades religiosas– y mantiene bastante de su poder, aunque los comerciantes más exitosos se estén mudando al norte de la ciudad.
Al caminar por el bazar, las muchedumbres se desplazan con rapidez y a los extranjeros se les recomienda ir pegados a la derecha, para evitar se atropellados, por ejemplo, por un porteador con una docena de alfombras en la espalda. La variedad de productos en venta, por supuesto, es incalculable. Los más famosos son los cueros, las joyas de oro y las legendarias alfombras persas, que encierran un arte acumulado a lo largo de 2500 años de tradición.
Intramuros de la medina medieval de Marrakech hay un legendario mercado árabe que en Marruecos se denomina zoco. Un zoco es un mercado compuesto por un enjambre de negocios dispuestos a lo largo de callejuelas peatonales techadas con un enrejado de hojas de palma y toldos de tela. En sus diversas entradas hay portales en forma de arco islámico grabados con pasajes del Corán. Los puestos son todos iguales: cubículos de ladrillo abiertos a la calle, sin puertas, carteles ni vidrieras. Los productos están todos a la vista y al alcance de la mano del vendedor, desde abrigos de cuero hasta cómodos “pufs” de piel de camello. En los coloridos negocios de alfombras, por ejemplo, los viajeros se deslumbran frente a los vendedores que arrojan las piezas por el aire, una encima de la otra.
Cada sector del zoco se puede distinguir con los ojos cerrados: un agradable olor a cuero denota el área de los talabarteros; el aromático mercado de las especias estimula el olfato –menta, anís, olivo, azafrán– y la zona de los artesanos se reconoce a la distancia por el golpeteo de los cinceles en la madera. En las tiendas se asiste a la elaboración del producto que se va a comprar. En la sección de las alhajas, un joyero engarza brazaletes de oro y plata, y en una tienda de instrumentos musicales un artesano templa el cuero de los tambores.
No es nada fácil caminar por el zoco. Los vendedores, en el límite entre la amabilidad y la compulsión, salen al encuentro e invitan a pasar a su tienda. El ir y venir de gente es frenético, y las mercancías invaden el espacio de la calle. En el zoco de los alimentos se camina entre grandes canastos con pimientos rojos, aceitunas verdes, dátiles y avellanas tostadas. Y los vendedores de gallinas, por su parte, traen sus mercancías cabeza abajo y tomadas por las patas, formando manojos de aves. Los interesados las palpan, las estudian cuidadosamente y la mejor es degollada in situ.
En el sudeste asiático se da el singular caso de que algunos de sus mercados más tradicionales sean flotantes. A una hora de Bangkok –capital de Tailandia–, el Damnoen Saduak es desde hace un siglo uno de los más coloridos de todo Asia. Las transacciones se realizan en un angosto canal de 200 metros de largo donde se puede comprar tanto desde la orilla como alquilando una embarcación. En las horas pico se forman unos embotellamientos fluviales increíbles, y cuando uno menos se lo espera puede ocurrir que una vendedora de sombreros cónicos ubicada dos botes al costado cuelgue en la punta de una caña su mercadería, colocándosela al cliente delante de las narices. Los botes avanzan abarrotados de frutas y verduras, y también se vende pescado, crudo o freído a bordo en una cocinita a gas.
Mucho menos inclinados al turismo son los mercados flotantes vietnamitas que proliferan en el delta del río Mekong. Para visitarlos hay que internarse por agua en el norte del país en una excursión de tres días asombrosamente barata. En el Mekong los mercados flotantes rebosan de actividad en un ambiente casi festivo, donde se comercia de una canoa a la otra. Los vendedores son los mismos productores –o integrantes de la familia– y ofrecen rarezas tales como unos extraños langostinos azules o un manojo de ranas oscuras atadas todas juntas por las patas. En las lanchas, las “ofertas” pasan navegando colgadas en lo alto de una caña de bambú. También se cruzan barcos que ofician de vivienda, y otros tan cargados con ananás que pareciera que se fuesen a hundir. Está también la canoa con enormes jarrones chinos y alguna otra rebosante de pipas de opio artesanales. La variedad de extraños vegetales y tubérculos es incontable, y la gente se sume con pasión en el ruidoso arte del regateo. Hasta que de repente la alegría del mercado se interrumpe por el paso solemne de una procesión funeraria navegando por el medio del río.
En la ciudad de Chichicastenango –al noroeste de Guatemala– está uno de los mercados autóctonos más coloridos del continente americano. Esta ciudad, también conocida como Chichi, es parte de la región maya del país, que alberga a diversos grupos indígenas que se dan cita en el mercado para ofrecer comidas y artesanías. Entre ellos hay integrantes de los pueblos quiché, mam, ixil y kaqchikel, a quienes se puede identificar por los colores de su ropa tradicional. En los puestos se exhiben textiles regionales, como unos modelos de blusa autóctonos muy coloridos, máscaras de madera pintada, botavaras hechas a mano y toda clase de adornos artesanales. El mercado funciona los jueves y domingos, y los puesteros llegan el día anterior desde las afueras para pasar la noche custodiando las mercaderías. Los puestos se despliegan a los pies de la escalinata de la Iglesia de Santo Tomás, de 400 años de antigüedad. En sus escalinatas se dan cita los chamanes, quienes realizan ritos entre el humo de los inciensos y a veces sacrifican una gallina.
Chichicastenango, como tantos otros mercados callejeros del mundo, tiene varios siglos de historia, muta todo el tiempo, por supuesto, pero encierra saberes y tradiciones únicas a nivel mundial. Es un tianguis maya donde se hablan varios dialectos, y difícilmente los modelos de ropa que se venden allí sea posible encontrarlos en shopping alguno de cualquier lugar. En un plano cultural, es la fuerza de lo local que se resiste a lo global.
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