Dom 27.05.2007
turismo

EE.UU. > LA COSTA OESTE

Las calles de San Francisco

Onduladas y con vista a la bahía que cruza el Golden Gate, las calles de San Francisco llevan desde el barrio chino hasta el centro financiero o el embarcadero de Fisherman’s Wharf, en una ciudad que mira de un lado a Silicon Valley y del otro a los tiempos de las misiones californianas.

› Por Graciela Cutuli

“La bahía perfecta”, la llamó Robert Stevenson. ¿Quién no le daría la razón desde la orilla donde se divisan el Golden Gate y la isla de Alcatraz con su estela sombría de fugas imposibles? San Francisco es una de las ciudades más “europeas” de Estados Unidos, y este calificativo se usa tanto para elogiarla como para denostarla: mientras tanto, ella les da la espalda a las etiquetas y sigue creciendo, multiforme, en torno de barrios pintorescos como Chinatown, las casas victorianas de Alamo Square, la elegante Union Square, el hippie Hight Ashbury o el cada vez más turístico Fisherman’s Wharf. San Francisco es sobre todo una ciudad viva, con un pie ya en el futuro –está al borde de Silicon Valley, uno de los grandes centros mundiales de la tecnología y la informática– pero otro todavía puesto en su pasado, aquellos tiempos ya míticos de la fundación, cuando fray Junípero Serra impulsaba la creación de misiones a lo largo de California, y en particular la de San Dolores, en 1776. Bien se puede decir que desde entonces pasó mucha agua bajo el puente...

Casi un siglo después, un variopinto manojo de piratas, balleneros, vagabundos, comerciantes y aventureros de toda laya buscaba fortuna en la región, hasta que la fortuna se hizo, en la forma del oro descubierto en Sierra Nevada. Así empezó “la fiebre del oro”, y así San Francisco echó las raíces de la ciudad que es hoy: capital de las vanguardias, de las riquezas, de los entretenimientos, del arte y también de la rebeldía. Un carácter que no domó siquiera el feroz terremoto de 1906, que la dejó en ruinas, devastada e incendiada. Curados de espanto, los californianos simplemente prefieren ignorar el peligro del “Big One”, el gran terremoto que supuestamente algún día destruirá toda la región: y hasta ahora la historia les dio la razón, ya que vivir en San Francisco ha sido más inofensivo que en incontables lugares de este mundo.

Primeros pasos

Alojarse en el Hotel Westin St. Francis, en Union Square, es para unos pocos bolsillos privilegiados, pero al menos el bar es mucho más accesible, y permite sentirse un poco como en El halcón maltés, la novela de Dashiell Hammett ambientada en este lugar. Tenemos vista a la plaza, que desde que fue reformada hace pocos años es un lugar menos acogedor, pero que no perdió su carácter de gigantesco punto de encuentro: de aquí se sale para los tours de compras, para tomar el cable-car rumbo al Fisherman’s Wharf, o es posible sumarse en Navidad al coro de voces que hacen la cuenta regresiva del encendido de un árbol gigantesco. Todas las calles de los alrededores son famosas por sus galerías de arte, y los amantes de la arquitectura no dejarán de notar la Xanadu Gallery, con un interior circular como el Guggenheim de Nueva York: ésta es, en efecto, la única obra de Frank Lloyd Wright en San Francisco.

Para el buen turista, entre los lugares imperdibles está Fisherman’s Wharf, aunque los nativos huyan cada vez más de sus negocios de recuerdos y parafernalia de souvenirs. Dicen que “all San Franciscans love to hate Fisherman’s Wharf”, pero todos aprovechan para llevar a los visitantes, porque hay que reconocer que es un lugar con encanto. Bajo el enorme cartel de los chocolates Ghirardelli, todo un clásico, vale la pena sentarse a saborear un plato de cangrejos, y también embarcarse rumbo a Alcatraz y su tétrica prisión (por supuesto, hace furor la remera que define a su portador como un “escapado de Alcatraz”). El resto es caminar, curiosear y probar, antes de hacer un alto también para ver el apostadero de lobos marinos.

Frente a la bahía, la gran silueta dominante es la del Golden Gate, el puente más famoso de San Francisco (aunque no el más grande, ya que el principal es el Bridge Bay). La vista es realmente impresionante y vale la pena volver de noche, aunque ya se lo haya conocido de día, para ver iluminados sus 1280 metros suspendidos y sujetos a torres de 227 metros de altura. El puente fue construido en los años ’30, cuando San Francisco ya había crecido tanto que no había sistema de ferry eficaz para abastecer la demanda de transporte entre ambos lados de la bahía. Los buenos caminantes podrán cruzarlo a pie (sólo de día), mientras para los habitantes más apurados la opción cotidiana son el auto y las bicicletas. En el lado sudeste del puente hay que parar en la Roundhouse, un lugar donde funciona un centro de recuerdos, regalos e información sobre el Golden Gate.

Chinatown

En el cruce de las avenidas Grant y Bush se encuentra el acceso sudeste a Chinatown, el barrio chino de San Francisco, considerado como el mayor del mundo fuera de Asia. La inmigración china en California es de larga data: comenzó a mediados del siglo XIX y la comunidad instalada en San Francisco tenía su propia escuela, en chino, ya que no se les permitía el acceso a los colegios públicos de la ciudad. Durante los años siguientes, los inmigrantes orientales constituyeron una gigantesca fuerza de trabajo, que se consolidó e integró sobre todo después del terremoto de 1906. Hoy los chinos de Chinatown son los de las nuevas generaciones, pero el sorprendente mundo al que invitan una vez cruzados los portales de acceso, con sus techos en pagoda y sus dragones, no ha cambiado. Budas de todos los colores y tamaños esperan en las vidrieras, mientras las calles tienen nombre bilingües y en los negocios se lucen las hierbas, porcelanas, muebles y recuerdos orientales, procedentes de China, Taiwan y Hong Kong. Aquí están de parabienes los amantes de las artes marciales, el horóscopo chino, la caligrafía y los fuegos artificiales... Hay que hacer la pausa para el almuerzo o la cena en uno de los restaurantes del barrio: lejos de la occidentalización, ofrecen comida china auténtica, a la usanza realmente oriental, muy lejos de lo que puede probarse en otros lugares. En algún punto, según cuánto sea el cosmopolitismo del comensal, puede ser una aventura. Pero es una aventura que vale la pena por su variado abanico de olores y sabores, incluyendo sus famosos tés. Al final de la comida se sirven las famosas fortune cookies, una galletita que hay que romper para conocer el mensaje que guarda, escrito en un papelito en su interior. Es una concesión chino-norteamericana, ya que las fortune cookies no existen en China, pero nadie se resiste al mensaje si le depara buena suerte, algún número que supuestamente ganará la lotería o, por qué no, uno no apto para menores. Los más curiosos pueden ver cómo se fabrican en la Golden Gate Fortune Cookie Factory, que permite las visitas de los turistas.

SF, Queer y Hippie

San Francisco tiene también su Japantown y su Little Italy, mientras los hispanos se concentran en la zona de Mission, y la población negra en Richmond y Oakland. Todos son representativos de las distintas facetas de una ciudad que le debe su vitalidad, sin duda, a la masividad de la inmigración, pero hay dos barrios que también simbolizan la amplitud de miras y las ansias revolucionarias de San Francisco. Uno es Castro, meeting point de la comunidad gay, y el otro Haight Ashbury, la antigua meca hippie.

Castro, escenario de las primeras marchas de gay pride en los años ’70, fue a fines del siglo XIX el asentamiento elegido por numerosos irlandeses, alemanes y escandinavos que llegaban en busca de tierras accesibles en las entonces afueras de San Francisco. Ellos construyeron sus casas victorianas, ideales para albergar familias numerosas, y las residencias que hoy restauradas le dan carácter y color al barrio. Las mismas casas empezaron a ser apreciadas en los años ’70, cuando numerosos miembros de la comunidad homosexual se instalaron en el barrio, que empezaba a conocerse con el nombre de Castro, su calle más comercial. Aunque no todo fue fácil, el activismo gay se impuso y terminó por ser hasta una atracción turística, colorida y abierta, que brilla sobre todo con los neones de la noche. La hora en que todos los gatos son pardos, y los turistas se mezclan con los residentes y visitantes.

La parte hippie, o ex hippie, la que todos visitan tarareando a The Mamas and The Papas, es Ashbury Haight, el barrio donde floreció la rebelión pacifista de los años ’60, con “paz y amor”, “flower power” y tantos otros slogans que hoy el Estados Unidos de Bush –por lo menos una parte– recuerda con nostalgia. Alcanza con mirar los nombres de los negocios (Dreams of Kathmandu, Pipe Dreams) para saber que hemos llegado a la antigua meca hi-ppie. Claro que los tiempos han cambiado, y mucho: hoy Haight evoca aquella gloria pasada pero prefiere mantenerse gracias a una actividad comercial centrada en la moda (vintage también) y los restaurantes. El barrio tiene dos zonas, Upper Haight, más acomodada, y Lower Haight, más variada y alternativa, con un gusto especial por las raves y la música dance. Al menos para la foto, hay que rendir homenaje a la famosa esquina de Haight & Ashbury, que tuvo en su momento la mayor concentración de hippies por metro cuadrado del mundo, y la Grateful Dead House, donde el grupo se instaló en los años ’60 junto a una variopinta comunidad impulsora de la contracultura, hoy tan viva como siempre, aunque por supuesto haya tomado otras formas. Después de esto, se habrá visto al menos lo esencial de San Francisco. El resto es literatura.

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