Domingo, 27 de mayo de 2007 | Hoy
BARES PATAGONICOS > HISTORIAS EN LA RUTA
Con su extraña mezcla de bar, hotel y almacén de ramos generales, los boliches históricos de la Patagonia están en extinción, aunque algunos perduran en la estepa sur de Chubut y el norte de Santa Cruz: el bar Los Muchachos, el almacén de Los Tamariscos y el hotel El Olnie.
Por Julián Varsavsky
Los llamados “boliches de campo” de la Patagonia surgieron a comienzos del siglo XX, por lo general a una jornada de viaje entre uno y el otro. Su público era el personal de las estancias, los mercachifles (comerciantes de todo un poco que iban con vehículo propio de estancia en estancia) y viajeros de todo tipo. Eran por lo tanto un centro de recepción y difusión de noticias y cartas –algo muy valioso frente a tanto aislamiento–, todo centralizado en la imagen del bolichero, quien solía ser una persona amable con un guiso carrero en una gran olla siempre listo para el visitante y una cama caliente junto a una salamandra.
Al principio, a los boliches llegaban solamente hombres a caballo o en carreta, y más tarde en vehículos a motor. Solían despachar ginebra, yerba, té, café, pilas, balas, fideos, cuchillos, velas, aspirinas, agua de colonia, siempre sobre grandes mostradores de madera donde se jugaba a los dados, y adelante de unas estanterías llenas de productos hasta el techo. Si se llegaba de noche no hacía falta despertar al dueño, ya que se podía ir directo a dormir y arreglar las cuentas al día siguiente en el desayuno.
Con las mejoras en los caminos y los vehículos, muchos de estos hoteles perdieron su razón de ser y cerraron; pero otros perduraron, reacomodándose a las circunstancias –por ejemplo, alojando turistas o como simples bares de ruta–, convertidos ahora en sitios históricos que al mismo tiempo siguen cumpliendo su función y donde todavía se respira algo del ambiente patagónico de comienzos del siglo XX.
De los boliches históricos de la Patagonia, el más atractivo arquitectónicamente es el bar Los Muchachos, ubicado dentro del poblado estepario de Río Pico, en el sur de Chubut. La mayor parte del día el pueblo parece desierto y cada tanto se ve un paisano a caballo por las calles de tierra, entre algún remolino arenoso. La imagen parece extraída de las viejas películas del Lejano Oeste, y para completarla está el bar Los Muchachos.
Aldo Marciano González –nombre comprobado por este “desconfiado” cronista– es el dueño del bar Los Muchachos, único en la Patagonia por su estilo arquitectónico con “pared francesa”. Muchos viajeros llegan para conocerlo porque lo han visto en la película El viento se llevó lo que, dirigida por Alejandro Agresti. El cartel del bar fue cambiado para la película y ahora dice Bar y Hotel La Madrileña, pero Marciano González no lo ha querido cambiar porque le gusta cómo queda.
El edificio de Los Muchachos se construyó aproximadamente entre 1938 y 1940 con paredes de caña y barro. El piso es de madera, al igual que las tejuelas del techo, y curiosamente la estructura no tiene una base de sustentación, razón por la cual está bastante deteriorada, aunque con un aire inconfundible de autenticidad.
El padre del actual dueño del bar fue quien hizo levantar el edificio, un gallego que llegó a la Patagonia escapándole a la Guerra Civil. Los Muchachos es el bar histórico de Río Pico –y el único–, donde se hacían los bailes de Carnaval, los cumpleaños y los casamientos, y se bailaba tango, pasodoble y foxtrot. Abre todos los días a las 9 de la noche, atendido exclusivamente por su dueño, quien por supuesto no lo abre los días que no tiene ganas de trabajar. El público es mayoritariamente joven, quienes se reúnen a charlar, jugar al truco y al metegol, y a veces piden permiso para una guitarreada. “Se emborrachan bastante, pero nunca se pelean”, dice el señor González. Y así es Los Muchachos, un típico bar de la Patagonia, sencillo, antiguo y sin grandes sobresaltos.
Desde el pueblo de Colonia Sarmiento, en el sur de Chubut, la Ruta Provincial 20 va hacia el noroeste de la provincia y luego de recorrer 125 kilómetros llega al caserío Los Tamariscos, donde hay un barcito patagónico perdido en medio de la nada. Allí vive la señora Gertrudis Bohme, quien atiende personalmente su barcito frecuentado por algunos hombres de campo y también por unos pocos turistas que paran a comer. El edificio fue históricamente el almacén de ramos generales de Los Tamariscos –que tiene quince casas–, fundado en 1938 por los padres de “Trudy”, unos inmigrantes alemanes llegados a la Patagonia en 1918. El lugar también funcionó como hospedaje y restaurante para los viajeros que venían en auto desde Esquel o Río Senguer hacia Comodoro Rivadavia. El propio padre de Trudy levantó con sus manos las paredes de caña y barro con paja de trigo y techo de chapa.
En 1967, Trudy heredó el almacén, que conserva su mostrador de madera pinotea donde se despachan todavía las típicas ginebras y productos básicos en general. Y aquí vivió siempre con su familia hasta que se fue quedando sola, cuando sus hijos se comenzaron a ir. A medida que se iban desocupando los siete cuartos, Trudy fue llenando los espacios vacíos con objetos históricos que recolecta en la zona y armó el Museo Regional Los Tamariscos, dentro de su propia casa. El singular museo exhibe ahora una colección con centenares de puntas de flecha recogidas en la zona, una victrola que perteneció al cacique Juan Canquel y un sinfín de antigüedades de campo. El bar y museo de Los Tamariscos está dentro de un circuito turístico del sur de Chubut llamado Huellas de Pioneros, cuyo punto central de atracción es el Bosque Petrificado de Colonia Sarmiento.
Varios de los bares y hoteles históricos de la Patagonia están a la vera o en las adyacencias de la famosa Ruta 40. Uno de ellos es el centenario hotel El Olnie, que luego de estar cerrado durante doce años se reabrió para recibir a los turistas que recorren la 40. Está ubicado entre la hermosa localidad santacruceña de Lago Posadas (a 100 kilómetros) y el Parque Nacional Perito Moreno en el norte de la provincia, al cual no hay que confundir con el Parque Nacional Los Glaciares cercano a El Calafate.
El encargado de El Olnie es Manuel Pérez, quien le alquiló el local a un amigo y lo reacondicionó para poder trabajar y vivir en soledad. Charleta como buen posadero, dice que desde chico lo llaman arroz crudo “porque los curas del colegio a donde me mandaban me hacían cocinar arroz y me salía crudo”. Según Manuel Pérez, este hotel de piedra laja en medio de la nada –protegido apenas de los vientos por una alameda– tiene alrededor de un siglo de antigüedad, surgido como un puesto de la estancia La Ester. El Olnie tiene hoy cuatro habitaciones con camas cucheta y se cobran $ 50 la doble y $ 20 la simple, todas con baño compartido y luz con grupo electrógeno.
Sin salir nunca de atrás de su largo mostrador al estilo pulpería, Don Manuel cuenta que, si bien vive solo todo el año en el lugar, “hasta en invierno pasan gringos recorriendo la 40 en camionetas 4x4... los viajeros se toman un café, llenan el termo del mate si son argentinos, se comen un asado o una picada de queso con mortadela y se van. Mirá, acá tengo mi colección de monedas de todo el mundo”.
La charla con el cronista se interrumpe con la llegada de un ciclista duro de frío, con ropa de neoprén, anteojos negros de nadador y un casco aerodinámico que le da un aire de extraterrestre en la Patagonia. Es tan rubio el ciclista que sus pestañas parecen transparentes, es alemán y viene pedaleando hace ya seis semanas desde Santiago de Chile sin haber aprendido una palabra de español. En apenas tres días estará de regreso en el verano del Primer Mundo.
–Una última pregunta, Don Manuel. ¿Cuál es el bicho más raro que ha pasado por acá?
–Ustedes.
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