Domingo, 17 de junio de 2007 | Hoy
ANDINISMO > ASCENSO AL FITZ ROY, EL CERRO MAPUCHE
Compartir la montaña es algo muy especial. Como escribió un poeta chino del siglo VIII: “Nos sentimos tan amigos como en los tiempos de antes.
Mañana los picos de las montañas se interpondrán de nuevo entre nosotros.
Las montañas y el tráfago del mundo, sin sentido y sin fin”.
A continuación, fragmento del libro Cita en la cumbre, del escalador y escritor Sebastián Letemendía, un relato paso a paso que trasciende la crónica para sumergirse en el influjo casi mítico de la cima mapuche.
Por Sebastian Letemendia
Acabamos de llegar a la Brecha de los Italianos. Tuvimos que escalar 300 metros por una pared de dificultad intermedia. No fue una escalada difícil, pero sí un obstáculo más a superar en el camino hacia la cumbre de Fitz Roy. Cruzar la rimaya (el punto de contacto entre el glaciar y la pared) exigió imaginación pues estaba muy agrietada. Luego siguieron dos largos de soga por una canaleta de hielo que, como un embudo, encauza las piedras sueltas que caen en la pared (una piedra del tamaño de un puño cayendo a gran velocidad es extremadamente peligrosa). La clave es subir temprano, cuando el hielo se mantiene duro y hay menos desprendimientos. Así habíamos hecho y no tuvimos ningún sobresalto. Mientras subimos encontramos restos de relevos y de incontables rappeles. Algunos de ellos podremos usarlos en la bajada luego de asegurarnos acerca de su solidez.
Al llegar veo la interminable, inmensa pared norte de la aguja Poincenot y el cerro Torre desde un ángulo inusual. Nunca los había mirado así. En la Brecha los escaladores están de paso, apurados, y no sacan fotos. El que sube va al encuentro con el Fitz Roy; el que baja, deseoso de volver a la normalidad, la intenta superar rápidamente.
(...) No hablamos mucho pero nuestro silencio es elocuente: el entorno nos maravilla. Estamos entrando en territorio sacro, en un mundo vedado para el común de los mortales. No estamos del todo seguros que nos corresponda estar allí –tal vez una señal de que así sea–. Sentimos emoción, aprensión y alegría mientras avanzamos paso a paso, reconociendo el territorio, entrando en confianza con este ambiente tan extraordinariamente vertical, hermoso, amenazador. Queremos sentirnos cómodos a pesar de nuestra inmensa fragilidad.
Alex Outeiral, mi compañero de escalada, toma la delantera y avanza. La actividad física ayuda a que cuerpo y mente se acomoden. Subimos por unas piedras. Son pasos fáciles, pero en el terreno mixto de roca, hielo y nieve los movimientos se vuelven torpes. Sacamos la soga y nos encordamos. La cuerda nos da seguridad pero hace más lento el avance.
Vamos hacia la Silla, una “V” invertida de hielo que termina en la pared misma. Nos ponemos los grampones y tomamos la piqueta. El hielo está durísimo.
“Allá está Horacio”, dice Alex, mientras apunta hacia abajo con la mano izquierda.
“¿Qué Horacio?”, pregunto con sorpresa.
Luego recuerdo. Horacio era un andinista argentino, joven, fuerte y entusiasta, que terminó sus días en la Brecha. Murió de agotamiento luego de un intento fallido de ascender el Fitz Roy, la montaña en la que nos estamos adentrando cada vez más.
(...) Continúo concentrado, tratando de absorber todo lo que me rodea. ¡Tantas veces ha deseado estar acá! Siento la adrenalina. El recorrido por la Silla es expuesto y debemos asegurar con tornillos. Los últimos pasos son delicados, por un hielo azul empinado. Avanzamos utilizando las puntas delanteras del grampón y la piqueta. Entre mis piernas veo los pedazos de hielo que caen cada vez que la clavo y si giro de cabeza veo el glaciar cientos de metros abajo. Una caída sin cuerda en este lugar implicaría una larguísima patinada y viaje por el aire, una muerte precedida de suficiente tiempo para pensar. Nada de ello ocurrirá al estar encordado, pero la parte animal de mi cerebro no recibe tan racionalmente la seguridad de la soga. Miro los grampones y –una vez más– me asombro de cómo me sostienen. Son apenas cuatro puntas de acero que asoman de la bota plástica y se hunden un centímetro en el hielo. Sobre ellas apoyo mi peso. El pie está íntegramente en el aire. La piqueta mantiene el equilibrio. La escalada en hielo requiere más control mental que la escalada en roca. En esta última, por más difícil que sea el paso, uno toca aquello que lo sostiene. En el hielo son los grampones y la piqueta los que cumplen esa función, uno apenas se aferra a ellos y los dirige.
Alex señala la pared.
“Allí empieza la ruta”, dice, mostrándome una fisura angosta.
La reconozco inmediatamente. Es la fisura por la que transcurre el primer largo de la ruta franco-argentina. La he visto en tantas imágenes, la he comentado con tantos compañeros, la he imaginado tantas veces que parece mentira encontrarme finalmente con ella. La vía que vamos a intentar fue abierta por los franceses en la primera ascensión del Fitz en 1952. En 1984, cuatro argentinos comenzaron a repetirla pero se desviaron hacia un recorrido más directo. Su variante pasó a ser conocida como la franco-argentina y rápidamente se convirtió en la vía preferida de ascenso. La vía es muy lógica y recorre un espolón relativamente protegido del viento.
El encuentro con la fisura es la recompensa a días del esfuerzo subiendo por el glaciar, noches transcurridas en una cueva de hielo y la escalada de la Brecha. Es emocionante: se acabó el preludio y está por empezar el acto central.
(...) ¡Por fin estamos trepando! Se terminaron todos los planteos. La acción se impone sobre los pensamientos. Le doy seguro a Alex, quien se lanza por la roca grisácea hacia arriba.
“¿Cómo va?”, pregunto, más por acompañarlo que por saber. Alex lucha para avanzar. A veces responde a mis preguntas, a veces resopla, hasta que finalmente se aleja y queda solo. A partir de ese momento nuestro diálogo se limita a mensajes básicos como “soga” o “atención” y, la mayoría de las veces, al silencio. En la escalada lo ideal es no tener que hablar. Lo veo progresar y me alegra. Estamos haciendo el primer largo, faltan 14, pero estamos resolviendo uno serio. (...)
Progreso sin gracia ni ritmo. La mochila pesa una enormidad y los muslos me queman por el esfuerzo. Cada tanto paro a reponer el aliento. Transpiro más de lo que quisiera y me canso. Debería haber entrenado más; ahora no me queda más remedio que poner garra. Mientras subo voy retirando el material que Alex usó en el ascenso. A mitad del recorrido él me dice, medio a los gritos, que el tiempo se está poniendo feo: hay viento y las nubes no le gustan.
(...) Efectivamente, las condiciones meteorológicas han empeorado. No queremos hacerle frente al mal tiempo: nuestro recorrido hasta ahora ha sido un aprendizaje, un darnos cuenta de que esta montaña es importante y que no tenemos mucho margen para arriesgar. Es difícil predecir si las nubes vaticinan mal tiempo o si son inofensivas. Sí somos conscientes de que nos falta técnica para continuar en el Fitz Roy con condiciones no óptimas. Decidimos volver.
Subíamos y ahora tenemos que bajar. Normalmente ese cambio ocurre en la cumbre o en un lugar medianamente cómodo. Hacerlo en un relevo aéreo no es fácil. Hay que ordenar la soga, sacar la otra de la mochila, armar un rappel, pasarse el equipo... Un mundo de cosas. Todo ello sin cometer ningún error, que en este momento puede costar caro. Cualquier cosa que se caiga, se pierde; hay que ser muy prolijo. El rappel, además, es la maniobra más peligrosa de la escalada. Muchos accidentes ocurren durante el proceso de desencordarse y descender por la soga. Y el contexto en que estamos inmersos es bastante extremo. Hay que poner mucho, mucho cuidado
(...). Tenemos que desandar el camino de esta mañana, la travesía entre la Silla y la Brecha, seis rappeles por la pared, desescalar el hielo y recorrer el glaciar hasta el Paso Superior. Pensar que una cueva de hielo es nuestro hogar dulce hogar. El viento ya llegó, con rachas que nos sacan de equilibrio y revolean, particularmente de hielo que lastima la cara. Los anteojos no alcanzan para proteger los ojos, los cristales se empañan y se llenan de nieve por dentro.
(...) Esperaba también que esta expedición fuese una aventura psicológica. Me intrigaban las posibles reacciones ante un cambio tan drástico con mi vida habitual en la gran ciudad. El día a día en una expedición es muy distinto. Aquí se comparte mucho, muchísimo con el compañero: una carpa, tal vez un vivac, ojalá una cumbre. Hay momentos de ocio y días ininterrumpidos de verse la cara. Se parece a las viviendas subacuáticas, ocupadas por acuanautas que estudian los efectos de la presión, la humedad, la claustrofobia.
(...) La mayoría de los escaladores en Patagonia tienen veintitantos años. Yo, con 35, estoy entre las curiosidades. Alex tiene 28. Los años afectan la fortaleza física. Proveen aplomo, valioso a la hora de sobrevivir pero menos importante a la hora de escalar rápido. Con la edad también sobreviene el reconocimiento de la fragilidad de la vida, algo menos frecuente entre los jóvenes. Cuando uno es joven y la muerte está lejana asume que puede tomar más riesgos de los que la prudencia aconseja. Aunque la prudencia aconseja no acercarse al Fitz Roy, uno lo hace de manera diferente a los 35 que a los 20.
Cita en la cumbre. Letemendía Casa Editora, Buenos Aires, 2006.
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