SALTA > UN DESTINO PARA VACACIONES DE INVIERNO
Travesía por uno de los circuitos más escénicos de todo el país, desde las puertas de Salta Capital hasta los Valles Calchaquíes, que culmina en la serpenteante cuesta del Obispo. En el itinerario, la quebrada de Escoipe, Piedra del Molino, el Parque Nacional Los Cardones, la recta del Tin Tin y el pueblo de Cachi.
› Por Graciela Cutuli
Desde valle de Lerma, donde se levanta la capital salteña, hasta los Valles Calchaquíes, hay que “saltar” sobre una serranía de la precordillera que ofrece uno de los circuitos más asombrosos de la Argentina. Es un recorrido que culmina en la famosa cuesta del Obispo: famosa no sólo por ser el punto más alto, sino porque se trata de una de las rutas panorámicas más bellas que ofrece el Noroeste, una verdadera proeza de vialidad que serpentea sobre el flanco de la montaña hasta 3348 metros de altura.
El viaje empieza en el exuberante valle de Lerma, que rebosa de cultivos y vegetación subtropical. El contraste es total con el resto del recorrido, que transcurre entre paisajes de puna, donde el cardón es el compañero de ruta y el mundo se vuelve mineral, paulatinamente, a medida que sube la altura. A diferencia de los suelos, este viaje no es árido en sorpresas. No se trata sólo de las magníficas vistas a lo largo de los 20 kilómetros de la cuesta del Obispo: están también las capillitas de los pueblitos, hitos en el mapa que a veces no son más que puntitos blancos entre las piedras. También los cardones asombran, siempre iguales y siempre de formas distintas. Del otro lado de las cumbres del Obispo, que culminan a más de 5000 metros, está Cachi, cuyas tradiciones encontraron una nueva forma de ser frente a la llegada del turismo moderno, y donde hay siempre dos tiempos: uno para los lugareños, apacible y tranquilo, y otro para los visitantes, que corre como el viento entre los cerros, llevándolos hacia otras excursiones y otras visitas.
En las afueras de la aglomeración salteña, el verdadero punto de partida es el pueblito de Chicoana, un paisaje típico acurrucado en torno de la plaza central y la iglesia. La vida transcurre a pie entre los pocos negocios de la plaza y los campos donde se cultiva tabaco. Chicoana es la puerta de entrada a la quebrada de Escoipe, por donde se sube a la sierra del Obispo para llegar hasta los Valles Calchaquíes. Chicoana se encuentra a menos de 50 kilómetros de la capital provincial, y está disfrutando la llegada del turismo como una alternativa al cultivo y cosecha de hojas de tabaco, que era su principal fuente de trabajo e ingresos hasta ahora. Su lento ritmo de vida, que provoca el encanto de quienes la visitan, fue sin embargo más agitado en otros tiempos, cuando la localidad fue centro de acontecimientos históricos que marcaron la provincia en tiempos de la Independencia. Era entonces lógico que sirviera de escenario para el rodaje de la película La Guerra Gaucha (1941), de Lucas Demare.
Dejando atrás Chicoana y su vegetación exuberante, sus cultivos y sus abundantes mesas (el tamal es allí toda una ceremonia, y se lo prepara siguiendo rigurosamente las recetas ancestrales), se empieza a trepar en las montañas por la ruta provincial 33, que se introduce en la quebrada de Escoipe luego del paraje de Pulares. A medida que pasan los kilómetros y sube el altímetro, la vegetación cambia, y las montañas pasan del verde al ocre. Las selvas se hacen cada vez más bajas, hasta desaparecer y dejar lugar a paisajes minerales de múltiples colores donde reinan los cardones.
Pasando San Fernando de Escoipe, que es apenas un puntito en los mapas, y también lo es en el paisaje (se ve la mancha blanca de su capilla en un repliegue de los cerros), se llega a la famosa cuesta del Obispo. La ruta empieza a recorrer el serpenteante trazado que le permite subir y subir cada vez más, siguiendo los pliegues del relieve. Adelante, atrás, sobre los barrancos, por donde se lo mira, el paisaje depara un espectáculo en cada instante. Siempre igual y siempre distinta, al igual que los cardones que abundan a ambos lados de la ruta, la montaña es una sorpresa de cada instante. Rojos, ocres, grises, marrones y amarillos forman los colores de los cerros, que se superponen hasta llegar al punto culminante de la ruta, en Piedra del Molino, el paso donde luego se baja hacia el valle Calchaquí y Cachi.
Este paraje debe su nombre a una voluminosa piedra para moler transportada en carro tirado por mulas a principios del siglo XX (aunque las fuentes y las memorias no estén del todo acordes, y haya quien afirma que la piedra está allí arriba desde hace más tiempo). Por alguna razón, la piedra no llegó hasta su destino y se quedó en la montaña, dándole su nombre al paso. Por su parte la ruta le debe el nombre a la función (y no al nombre de pila, como la lógica lo hubiera supuesto) de un obispo salteño que en 1622 recorrió este mismo camino durante un viaje de Salta a Cachi.
Pocos kilómetros antes de llegar a la cumbre está el cartel que indica que se entra en el Parque Nacional Los Cardones. Curiosamente, en toda la porción del parque que se cruza durante este recorrido no hay casi un solo cardón (reaparecen, en realidad, al borde de la recta del Tin Tin, una vez salido del parque). Poco antes de llegar a la cumbre también se puede acceder por un camino de ripio al valle Encantado, que debe su nombre a una gran cantidad de flores de altura que forman como un tapiz de colores en la montaña durante la primavera.
Al bajar de Piedra del Molino, la Ruta 33 llega a los Valles Calchaquíes. Luego de pasar por su empalme con otra ruta de ripio, la 42, que va hacia Molinos, recorre otra leyenda caminera del norte argentino: la recta del Tin Tin (en los mapas su nombre varía, con o sin la preposición).
Esta recta es una línea derecha de asfalto que corre a lo largo de más de 15 kilómetros sin desviarse nunca. En esta porción del recorrido, se está a unos 3000 metros de altura y los cardones vuelven a reaparecer en ambos costados de la ruta. La ruta circula sobre un camino indígena, que ya era la misma recta. En cuanto al nombre, los lugareños dicen que es por el sonido que hace el viento al traspasar las cumbres de las sierras del Obispo.
El primer pueblo que se encuentra en el valle es el de Payogasta, de casas bajas y fachadas sencillas. Su aspecto es típicamente puneño, y su vida se concentra en torno del borde de la ruta, que al cruzarlo se transforma en una estrecha callecita. A diferencia de casi todos los demás pueblos del valle, su iglesia da directamente sobre esta ruta. Es una capilla sencilla, de paredes blancas, sin campanarios, aunque dos campanas están colgadas de un pórtico humilde al lado del edificio principal. En Payogasta, como en todo el valle, las paredes son principalmente de adobe, y los techos de barro y paja. El cielo de un azul límpido recuerda que las lluvias y la humedad son escasas en esta parte del mundo, y no impiden jamás las hermosas vistas sobre el Nevado de Cachi, que domina toda la región desde sus 6380 metros y su corona de nieves eternas.
De difícil acceso, pero no muy lejos, en el Potrero de Payogasta hay ruinas de un conjunto arquitectónico inca que fue declarado Monumento Histórico Nacional. Si no se cuenta con el vehículo apropiado es mejor seguir por la mítica Ruta 40 desde Payogasta en dirección al sur, hasta Cachi, distante apenas una docena de kilómetros.
Cachi es como la “capital”, si es que su tamaño le permite ostentar tal título, de la parte septentrional de los Valles Calchaquíes. El nombre recuerda a los pobladores diaguitas y uno de sus caciques, que lideró las luchas de resistencia. Juan Calchaquí federó los pueblos diaguitas en 1561 para combatir a los españoles. Lograron postergar su aculturación y su independencia por varias décadas hasta ser sometidos, y en algunos casos –como los indios Quilmes, del actual Tucumán– también deportados.
Hoy la epopeya de Juan Calchaquí parece muy lejana, pero las casitas de adobe son testigos de un modo de vida que en alguna parte sigue recordando usanzas prehispánicas. Conviven con las tiendas de recuerdos, ampliamente inspirados en motivos y objetos diaguitas, que se proponen a los turistas, cada vez más numerosos. Cachi empieza a poblarse de hoteles y albergues, y se escuchan idiomas cada vez más variados en sus pocas cuadras.
Todo lo que hay que ver en el pueblo está, como siempre, en torno de la plaza. La iglesia, que enfrenta su color blanco al azul del cielo. La puerta está coronada por un frontispicio donde hay tres nichos, para tres campanas. En el interior se destaca un atril hecho en madera de cardón, delante del altar. No hay que perderse el Museo Arqueológico que, a pocos metros de distancia, muestra una interesante colección de objetos y vestigios de las distintas culturas del valle, desde los remotos tiempos prehispánicos hasta la colonización española. La muestra está emplazada en las salas de una antigua casona, en torno de un patio central.
Se puede ver también el cementerio, ubicado, como suele ocurrir en las culturas de fuerte arraigo prehispánico, en altura. El cementerio de Cachi está sobre una colina desde donde hay una buena vista panorámica del pueblo: los techos y los árboles de sus huertas y calles forman como un oasis en medio del valle. Hay otra buena panorámica desde el parque temático “Todo lo Nuestro”, que se está construyendo en las afueras. Se trata de un espacio para ver y conocer algunas de las tradiciones del noroeste. Sobre un predio sobre la ladera de la colina se reconstruyeron una kallanka (casa de los jerarcas de la administración incaica), una capillita colonial, una casa de adobe, un criadero de llamas, paredes aterrazadas para agricultura de montaña y otros elementos propios de la cultura y la vida local. De una construcción a otra, las épocas y las culturas se cruzan y se chocan, como lo hicieron en la historia de este valle donde Cachi parece hoy adormecida, como apunada.
El recorrido emprendido desde Chicoana hace una etapa allí, para disfrutar de este tiempo que pasa más lentamente que en otras partes del mundo. Pero el viaje no termina. La Ruta 40 sigue hacia el sur, hacia Seclantas y sus tejedores de poncho, hasta los viñedos de Colomé y Cafayate, hasta muchas otras sorpresas a lo largo de todo el valle Calchaquí, dejando detrás de sí la imponente masa del Nevado de Cachi como testigo de los 11.000 años de historia de esta región.
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