turismo

Domingo, 22 de julio de 2007

RELATOS DE VIAJE > LA CAPITAL CUBANA SEGúN CARPENTIER

Amor a La Habana

 Por ALEJO CARPENTIER

La Habana se dibuja, crece, se define sobre el cielo luminoso del atardecer. Y con esta visión que se precisa, extiende y profundiza, se afirman los valores eminentemente espectaculares de la ciudad.

Porque estas características de espectacularidad son privilegio de pocos puertos en el mundo. Amberes, Rotterdam, El Havre, son puertos que sólo libran avaramente sus secretos. Son ciudades envueltas en recintos de tanques negros, de lonas alquitranadas, de maquinarias hostiles y quillas de barcos viejos, huérfanos de carena, que llevan en sus tablas desteñidas la lepra de todos los mares remotos... Un laberinto de canales y pasadizos acuáticos, estanques de aguas muertas, amarillas o tornasoladas por arco iris de gasolina, las circunda mal olorosamente... Y cuando por fin, después de muchos preámbulos, logramos acercarnos al corazón de la urbe, a la catedral cantada en voces de gesta, a la casa que habilitó Van Dyck, a la calle en que Erasmo meditó sobre la locura de sus contemporáneos, llevamos las retinas cansadas ya por un desorden de mástiles y cordajes, por un panorama de barriles y grúas, que ha neutralizado, en cierto modo, nuestro poder de receptividad.

Nada semejante ocurre con La Habana. La entrada de su puerto parece obra de un habilísimo escenógrafo. Como en Brujas, donde un arquitecto ha tenido la idea genial de instalar la estación de ferrocarril en una catedral gótica, el turista se encuentra con una visión que no defrauda sus ilusiones románticas; la de castillos coloniales, con fosos y atalayas, que son una materialización tangible de imágenes impuestas a su espíritu por la lectura de novelas o relatos históricos. Porque no debe olvidarse que un estruendo de combates y piratería llena la mayoría de los libros cuya acción se desarrolla en las Antillas, en siglos pasados: desde Un ciclón en Jamaica, de Hughes, hasta el celebérrimo Anthony Adverse, pasando por la extraordinaria historia de aventuras verídicas que es Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novás Calvo.

Una joven turista americana que se encuentra a mi lado me hace esta pregunta adorable, alargando el índice hacia el Morro y la Cabaña:

–Pero... ¿son castillos de verdad?

La Habana es, además de todos los puertos que conozco, el único que ofrece una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad.

PROVINCIALISMO Y MODERNISMO Cuando me marché a Europa, hace once años, La Habana era todavía una ciudad provinciana, o sea de espíritu eminentemente provinciano.

¿En qué se reconoce el espíritu provinciano de una ciudad?, me preguntaréis... En esto: es provinciana la ciudad cuyos habitantes llevan, por el imperativo de prejuicios ambientes, una vida idéntica a la del vecino; aquella en que ciertas manifestaciones de una actividad colectiva se repiten cada día, a la misma hora, con desesperante monotonía; aquella en que una persona honesta no se atreve a realizar ciertos actos perfectamente morales y lícitos, para no contrariar tradiciones sin fundamento lógico...

En aquellos tiempos, nuestra máxima manifestación de espíritu provinciano era aquel inacabable, monótono y giratorio paseo en automóvil por Prado y Malecón, que cobraba cada día categoría de actividad trascendental. Manifestaciones de provincialismo, el hecho de que fuese preferible ir al cine los días de moda; el hecho de que una persona decente no pudiese comer en una fonda de chinos. La importancia concedida a la llegada anual del Circo Pubillones, las tertulias de hombres en la barbería de Donato Milanés, el terror a las corbatas y camisas de color, la imposibilidad para una mujer de concurrir a ciertos cafés, las aglomeraciones de pepillos en la Esquina del Pecado, el miedo a usar cualquier prenda de vestir susceptible de provocar el choteo ajeno, la subestimación de lo criollo –en cocina o música–, el prurito de ocultar ciertas auténticas manifestaciones de nuestro folklore a los extranjeros... todo ello constituía otras tantas manifestaciones de provincialismo habanero.

–Anoche te vi pescando con un tipo rarísimo, rarísimo... –me decía irónicamente, por aquellos años benditos, una muchacha deformada espiritualmente por cien prejuicios ambientes.

El tipo rarísimo (porque era rubio, ligeramente melenudo y usaba jacket) era Arthur Rubinstein.

–Parecía un zacatecas –añadió mi interlocutora.

Reflejo de aquella mentalidad fue la visita de aquel criollo ingenuo que vino a preguntarme un día, en París, cuáles eran los días de moda en los bulevares.

La más grata sorpresa que ha recibido el turista cubano que firma esta crónica es la de observar que todas las manifestaciones de aquel espíritu provinciano habanero han desaparecido de nuestras costumbres. Y sobre todo el paseo cotidiano Prado arriba y Prado abajo, que rebajaba los automóviles a la categoría de carrozas de tiovivo.

Por esto tiene La Habana de hoy atmósfera y palpitación de una capital moderna.

ARTE POPULAR HABANERO Habéis visto ya la Plaza de la Catedral y los palacios municipales habaneros, tan inteligentemente liberados de su repello criminal; habéis coleccionado imágenes de viejos balcones o partidos umbrosos en La Habana antigua; habéis visitado edificios históricos o suntuarios, culminando el necesario e insustituible itinerario del turista... Ha llegado el momento para el visitante de echar a andar por barrios, calles y plazoletas, emprendiendo el descubrimiento de la ciudad por cuenta propia.

–Es que fuera de las piezas conocidas y catalogadas, no existe cosa alguna que ver –responderá un escéptico–. No es como en Europa, donde, en cualquier esquina se tropieza uno con una estatua antigua, una fuente preciosa, un bajorrelieve interesante...

Algo cierto hay en ello; pero la objeción no entraña una verdad absoluta... La escuela poética más rica y fecunda de nuestros tiempos, la del superrealismo, ha sentado una verdad que ha modificado en cierto modo la óptica del viajero moderno. Y es ésta: En lo que el hombre crea no sólo lo artístico es bello. O sea, que un objeto humilde, una obra de artesanía popular, un exvoto enternecedor, un juguete, hechos sin pretensiones artísticas, pueden estar cargados de un fluido poético más valioso que la estética fallida de una creación malograda.

IV No conozco calle más viviente –en el exacto sentido de la palabra– que la calle habanera. Y no se trata aquí de confundir viviente con pintoresco. Las calles andaluzas, los corsos marselleses, las avenidas de las ciudades mediterráneas pueden dar análoga sensación de vida. Pero esa sensación se afirma en función de pintoresquismo. Intervienen acentos, trajes típicos, sedimento –si bien lo analizamos– de tradiciones añejas.

Nada semejante ocurre en La Habana. Hay barrios enteros que no poseen un edificio antiguo capaz de otorgar decorado a una escena de vida popular. La gente aparece vestida con relativa uniformidad. Todo es moderno, actual... Y, sin embargo, la calle habanera se crea una vida nueva cada día. Se inventan comercios, industrias, humildes modos de “buscárselas”, con pasmoso poder imaginativo. Brota la frase oportuna, la salida ingeniosa, con un salero eminentemente tropical. La mitología de los billetes, la simbólica freudiana de los números pone un olor de prodigio en el ambiente. Nada me regocija más que esos encuentros entre dos imágenes, surgidos al conjuro de cifras pregonadas por un billetero: “El toro con corbata... Majá navegando... La mariposa y la viuda...”.

El billete de lotería es, además, por sus virtudes de signo de interrogación, por su actividad misteriosa en el futuro –ya que conoce su muerte o su transfiguración el día del sorteo–, un objeto situado, hasta cierto punto, en tierra de santos. Rara es la vidriera popular habanera que no tenga por alguna parte una estampa de la Virgen de la Caridad u otra divinidad propicia. En algunas, las imágenes votivas constituyen verdaderos museos... Museos cuya catedral se encuentra en la vieja Plaza del Vapor, donde una vidriera aparece colocada bajo el patronato de grandes figuras de porcelana y cerámica, digna de situarse, por su auténtico valor, en una galería de arte popular... Figura de un enorme gallo en actitud de anunciar victoriosamente el alba dorada de un premio mayor; figura de una Virgen finísima, de un San Lázaro de altar italiano, de un delicioso guerrero chino, montado en caballo gris cerámica que sabría entusiasmar a un anticuario inteligente. El cuadro es completado por cuatro jarrones llenos de rosas artificiales, una pintura china ejecutada en seda, y una litografía procedente del barrio de Zanja, que nos muestra el estado mayor de Chang-Kai-Shek reunido en consejo. Esta vidriera constituye una perfecta manifestación de folklorismo habanero. z

* Fragmento de “La Habana vista por un turista cubano”, publicado en Relatos de La Habana, Cántaro, 2007.

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