Domingo, 29 de julio de 2007 | Hoy
PATAGONIA > FAROS AUSTRALES
En Tierra del Fuego y a lo largo de la costa patagónica hay una serie de faros centenarios que sobreviven como
vigías colosales al borde de los acantilados. Los hay sobre la torre de una iglesia, en la última punta continental del país frente al estrecho de Magallanes, y en la remota Isla de los Estados, cerca del finis terrae que inspiró a Julio Verne.
Por Julián Varsavsky
Todos los días del mundo –desde hace 2285 años, cuando se encendió el faro de Alejandría– incontables cíclopes con cuerpo de torre abren sus ojos luminosos al atardecer y comienzan a “parpadear” desde las costas de los cinco continentes. A partir de aquel arquetipo de la isla de Pharos con una fogata en lo alto, el modelo de esos colosos de ladrillo ha cambiado poco y nada. Fueron diseñados y construidos para resistir –el de Alejandría duró 1600 años en la boca del Nilo–, y unos 1500 todavía permanecen en pie por todo el orbe, sesenta y dos de ellos a lo largo de los 4 mil kilómetros de costa argentina. Y los más famosos de nuestro país son los de la Patagonia, casi emblemáticos a su vez del mito del finis terrae.
Un faro muy llamativo y accesible por tierra en la Patagonia es el de cabo Vírgenes, ubicado en el kilómetro cero de la Ruta 40, en el extremo sur continental de la Argentina. Fue Hernando de Magallanes quien lo denominó así, ya que las naves llegaron a esa última punta del mapa un 21 de octubre, día establecido por el santoral católico para conmemorar el martirio de Santa Ursula, y las vírgenes que la acompañaban, a manos de los hunos de Atila.
El faro de cabo Vírgenes, que todavía funciona, tiene 26,5 metros de altura y se construyó en 1904 con tecnología de la firma francesa Barbier, Bénard y Turenner, incluyendo un sistema de rotación a cuerda con cables de acero y pesas.
En el siglo XIX el cabo Vírgenes cobró inusitado auge por una fugaz fiebre del oro. Y durante la Primera Guerra Mundial fue un paso obligado para los barcos de guerra ingleses y alemanes, que llegaron a enfrentarse en esas aguas. Cuando en 1918 se inaugura el canal de Panamá, el faro y la zona que lo rodea fueron quedando en el olvido. Con su carga de historias legendarias y una naturaleza casi virgen, cabo Vírgenes es hoy una postal muy representativa de lo que uno puede imaginarse de aquel fin del mundo de la antigüedad, el justo lugar donde antes de Magallanes se creía que terminaba el planeta y los barcos se despeñaban en el vacío de la nada.
En aguas del canal de Beagle, en un pequeño islote a pocos kilómetros del puerto de Ushuaia, hay un faro muy fotografiado de apenas 11 metros que por lo general se confunde con el del “fin del mundo”. Sin embargo es el faro Les Eclaireurs, levantado en 1920 y llamado igual que la isla donde está emplazado, bautizada por el capitán de fragata francés Luis Fernando Martial, quien navegó el canal entre 1882 y 1883. Es visitado por casi todos los viajeros que llegan a Ushuaia, ya que es parte del circuito de las navegaciones clásicas por el canal de Beagle. La navegación parte desde el puerto de la bahía de Ushuaia, un extraño lugar donde conviven lujosos transatlánticos, fantasmales barcos abandonados y carcomidos por el óxido, y barquitos pesqueros que al lado de algún gigante parecen un cascarón de nuez. Es un legendario puerto donde algo en el paisaje melancólico y frío subraya que uno está en la Patagonia más austral y remota, después de la cual no parece haber nada más, salvo el frío, el viento y la soledad. Es la sensación física de estar observando el fin del mundo.
El verdadero “faro del fin del mundo”, el que inspiró a Julio Verne en 1905 para su historia póstuma de una docena de piratas que atacaban a un grupo de tres argentinos, está en la Isla de los Estados, a 300 kilómetros de Ushuaia. Allí ya no es tan fácil llegar, y se necesita una excursión en un crucero turístico de aventura, de esos que no tienen ni casino ni discotecas. El archipiélago de la Isla de los Estados es algo así como la antesala de la Antártida, el último contacto que tienen los viajeros con la “civilización” –muy escasa por cierto, reducida a un faro y cuatro hombres–, antes de internarse en los misterios del continente blanco. Y aunque Julio Verne nunca estuvo allí, en la novela hay una ajustada descripción de ese inhóspito lugar.
El “faro del fin del mundo” es el faro de San Juan Salvamento, también el más antiguo del país, inaugurado el 25 de mayo de 1884 sobre los acantilados del monte Richardson. Tiene forma de caseta octogonal y originalmente fue construido con madera de lenga y unos ventanales de vidrio por donde salían los haces de luz de nueve lámparas belgas de aceite de semilla de colza.
El faro funcionó hasta el 10 de octubre de 1902 en la huracanada costa norte de la isla, donde se registraron oficialmente 21 naufragios, aunque se sabe que existieron muchos más. Sin embargo, el faro fue dado de baja 18 años después porque unas islas cercanas obstruían la visión. Y de inmediato fue reemplazado por el Faro de Año Nuevo, en la cercana isla Observatorio.
El faro de San Juan Salvamento fue quedando en el abandono y se destruyó por la fuerza de los huracanes. Hasta que en 1998 un grupo de franceses fanáticos de los faros, junto con el Servicio de Hidrografía Naval, consiguieron fondos y reconstruyeron ellos mismos el mítico “faro del fin del mundo”, una réplica exacta emplazada en el mismo lugar y que hoy funciona con paneles solares. La única diferencia es que ahora las lámparas son automáticas y no hace falta un farero.
En la actualidad existen otros faros más australes que el de la Isla de los Estados, como por ejemplo el de la isla de cabo de Hornos. Sin embargo el de San Juan Salvamento difícilmente vaya a perder su título literario de “faro del fin del mundo”, por más que hoy por hoy eso ya no sea más una verdad.
De regreso en el continente, la localidad santacruceña de Puerto Deseado tiene dos faros muy curiosos. El primero de ellos está dentro mismo de la ciudad –el faro Beauvoir–, y lo extraño es que haya sido instalado en lo alto de una torre de hormigón de la iglesia Nuestra Señora de la Guardia. Es un faro moderno, inaugurado en 1980, que se alimenta con la red eléctrica de la ciudad.
El otro faro que se visita desde Puerto Deseado está abandonado en la isla Pingüino, 20 kilómetros al sudeste de la ciudad. La isla es una reserva natural con miles de aves, entre ellas la única colonia que existe en Argentina del colorido pingüino penacho amarillo, estrella indiscutida del lugar. Por eso la visita a la isla es una de las mejores excursiones de avistaje de aves en el país, que tiene como agregado a su melancólico faro de 1910.
La isla Pingüino tiene una historia que se remonta a 1578, cuando arribó a sus costas el pirata Francis Drake para aprovisionarse de huevos, grasa y carne de pingüino. A mediados del siglo XIX los barcos balleneros europeos y norteamericanos llenaban barriles enteros con los huevos de pingüino y salaban su carne para consumirla en los viajes. La caza se tornó tan lucrativa –dejaba 3 peniques por cada pingüino–, que en apenas tres años 500 mil pingüinos penacho amarillo fueran muertos de un palazo. En 1790 los españoles se disputaron esta isla con los ingleses –y se la ganaron–, para dedicarse a producir grasa de lobos marinos. Tan importante fue esta pequeña isla, que en su momento los españoles instalaron una batería de cañones e infraestructura para derretir la grasa explotada por la Real Compañía Marítima.
El faro de la isla Pingüino mide 21,85 metros de alto, los once primeros de mampostería coronada y los diez restantes compuestos por una estructura de acero. Al pie está la casa abandonada del farero, quien alimentaba con kerosén el sistema lumínico, que en 1924 pasó a funcionar con gas acetileno y en 1983 con paneles fotovoltaicos, hasta que tiempo después fue abandonado.
En la provincia de Santa Cruz, a 88 kilómetros al norte de Puerto Deseado, la reserva natural de fauna marina Cabo Blanco alberga un faro que comenzó a funcionar el 20 de octubre de 1917, en una torre cilíndrica construida con 110.000 ladrillos de máquina y 40 mil kilogramos de cemento portland. A sus pies se alojan los fareros de turno, que pertenecen a la Armada Argentina. El cabo primero Diego Zárate recibe a este cronista vestido de overol y ofrece unos mates amargos en una mesa que es el único mueble de la cocina. Allí tiene sus lecturas para matar el ocio con textos de Felipe Pigna, George Orwell y Eduardo Luis Duhalde. Hace seis años que Diego Zárate es farero. Su familia está en Puerto Deseado y él trabaja con un compañero con el que se queda 20 días, luego se van y los reemplaza otra pareja de relevo. Su función es el mantenimiento del faro, que se alimenta con baterías solares cuyos paneles están al pie de la mole de ladrillos, así que casi nunca tienen que subir por la escalera caracol de hierro oxidado que está un poco desoldada luego de casi un siglo de existencia.
Salvo en verano, casi nadie pasa por Cabo Blanco y su faro. A veces llegan navegantes europeos en travesía desde Estados Unidos o Brasil, en pequeños veleros que atracan para hacer noche en la bahía y seguir rumbo al sur. El invierno en el faro es por supuesto crudísimo, y según los fareros se sienten los efectos de la soledad. “Una vez me ocurrió que sentí ruidos muy nítidos en la noche, adentro de donde vivimos. Muebles que se movían, ruidos metálicos, y yo pensaba que era mi compañero que no podía dormir. Pero a la mañana siguiente, hablando con él, descubrí que nunca se había levantado de la cama. Otras veces nos pasaba que oíamos una profunda respiración entrecortada que duraba toda la noche, y que por supuesto no era la nuestra. Hasta que pintamos y arreglamos un cementerio de dos cruces que teníamos abandonado acá abajo, a los pies del faro, y nunca más volvimos a escuchar esa inquietante respiración.”
Con la tecnología satelital, los radares y el GPS, los faros se encuentran en franca decadencia. El oficio de farero ya prácticamente desapareció, y los faros funcionan solos, con energía solar, como si tuviesen una vida propia aletargada que revive todos los días quince minutos después del atardecer (ahora los maneja un robot, pero uno prefiere pensar que son mágicos).
Sin embargo, los faros todavía sirven de referencia para barcos pequeños que se dedican a la pesca, o simplemente para que el timonel avance con la seguridad de tener siempre a la vista una referencia real, ese puntito blanco señalando que la tierra firme está ahí. Como sea, los hombres de mar necesitan que el faro esté. Por eso el faro resiste, silencioso y vetusto, casi a destiempo del mundo actual. Según parece, es la llama de Alejandría que todavía no se apaga, alumbrando de manera intermitente los confines del planeta.
En la Patagonia chilena En pleno estrecho de Magallanes –35 kilómetros al norte de la ciudad chilena de Punta Arenas–, en la isla Magdalena, hay un faro con uno de los puntos panorámicos más espectaculares de toda la Patagonia argentina y chilena. Además está rodeado por millares de pequeños “cráteres” cavados por unos 200 mil ejemplares de pingüinos magallánicos que anidan en el lugar todos los veranos. El faro isla Magdalena se inauguró en 1902 en un sitio histórico a donde llegó Hernando de Magallanes en 1520, descubriendo a esos “extraños gansos” que se creía eran pájaros enfermos que no podían volar, a los que cazaron a razón de trescientos por hora para aprovisionarse de carne por el resto del viaje.
Un faro-hosteria En el extremo más austral de la península Valdés, 65 kilómetros al sureste de Puerto Pirámides, el faro de punta Delgada ofrece la singular experiencia de dormir en una hostería reacondicionada a los pies de un faro, en lo que era la casa del farero. El faro de punta Delgada entró en servicio el 1º de mayo de 1905 y todavía sigue funcionando con paneles solares. En la noche los huéspedes suben sus 14 metros de escalera caracol y observan la inmensidad marina iluminada por los flashazos del faro. Y durante el día salen a cabalgar y caminar por la playa acantilada de punta Delgada, donde hay una colonia con centenares de elefantes marinos y toda clase de fauna patagónica. Más información en www.puntadelgada.com
Los colonos de Gamboa La zona que rodea al faro de cabo Vírgenes tuvo una importancia clave en el proceso de colonización blanca de la Patagonia, ya que a tres kilómetros de allí ocurrió el primer intento de establecer una comunidad fija en el lugar. Los primeros europeos que hicieron pie realmente en el cabo fueron los españoles, de la mano de Pedro Sarmiento de Gamboa, un enviado del rey de España. El 5 de febrero de 1584 Gamboa llegó a la boca del estrecho de Magallanes y seis días después fundó la ciudad Nombre de Jesús. Al acto le siguió el trazado de la nueva ciudad y la designación de las autoridades del Cabildo que regirían el destino (trágico) de los colonos. Cuatro meses después de la fundación –antes de la llegada del frío–, Gamboa partió en el único barco de la colonia en busca de víveres, dejando apenas a 193 habitantes. Pronto comenzó a escasear la comida, la colonia sufrió el ataque de los indígenas y el frío exterminó a casi todos los demás, quedando con vida apenas cinco hombres y quince mujeres que esperaron la llegada del verano para abandonar esas inhóspitas tierras.
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