Dom 09.09.2007
turismo

SALTA > LAS QUEBRADAS DE LAS CONCHAS Y DE LAS FLECHAS

Quebradas de Cafayate

Desde la ciudad de Salta, un viaje a Cafayate por la Ruta Nacional 68, a través de la Quebrada de las Conchas, uno de los caminos panorámicos más espectaculares del norte del país, con formaciones sedimentarias de 65 millones de años. Y una excursión por la Ruta 40 a la Quebrada de las Flechas, donde las placas subterráneas afloran con formas puntiagudas que apuntan al cielo.

› Por Julián Varsavsky

El camino hacia el pintoresco poblado de Cafayate, en plenos valles calchaquíes, es quizás uno de los mayores atractivos del viaje por esa región salteña. Especialmente por ese fragmento de la Ruta Nacional 68 –que une el pueblo con la capital provincial–, conocido como la Quebrada de las Conchas, donde se avanzan 66 kilómetros entre montañas sedimentarias de todos los tonos imaginables de rojo. Lo que se ve son las sucesivas superficies del planeta, acumuladas una arriba de la otra a lo largo de millones de años. Ese mundo de dinosaurios, que fue tapado y vuelto a tapar por el polvo del tiempo, surgió a la superficie otra vez con los movimientos de placas tectónicas que originaron la Cordillera de los Andes. Y por eso, muy tranquilamente, uno puede darse hoy el lujo de subir a un auto y dar un paseo, por ejemplo, por el ordovícico superior... nada menos.

El Valle de Lerma

El viaje comienza por la ruta provincial 68, desde la ciudad de Salta hacia el Valle de Lerma, famoso por sus verdes plantaciones de tabaco burley, criollo y virginia. El valle comienza 30 kilómetros al norte de Salta, en el pueblo de La Caldera. En el trayecto se ven las antiguas torres de adobe de las estufas para secar tabaco. Tras la ventanilla van pasando las localidades de Cerrillos –la capital salteña del carnaval–, La Merced y El Carril, la ciudad más tabacalera de Salta, donde está una de las estaciones de tren abandonadas del Ferrocarril Belgrano Norte. A la izquierda de la ruta, los caracoleos del río Calchaquí nos acompañarán durante todo el viaje, casi hasta Cafayate.

A los 92 kilómetros hay una parada casi obligatoria en el Parador de las Cabras, un centro de producción caprina donde se puede almorzar, tomarse un cafecito y probar los productos hechos a base de leche de cabra.

El Valle de Lerma termina en Alemanía –con acento y la “i”, simplemente para diferenciarla del país europeo–, un pueblo que se convirtió en semifantasma cuando el tren dejó de pasar. Vale la pena detenerse un rato para visitar la vieja estación del ferrocarril, donde hoy funciona un centro de artesanos ceramistas. Y si no hay apuro en seguir, aprovechar la parada para hacer un trekking de dos a tres horas por la Quebrada del Acheral, entre cuyas formaciones geológicas se ven unas huellas de dinosaurio petrificadas en una placa tectónica.

Un alfarero junto a la Ruta Nacional 68, y la llamita para la foto.Un alfarero junto a la Ruta Nacional 68, y la llamita para la foto.
Un naranja atardecer frente a una pastora con sus cabras, una imagen cafayateña de pura cepa.Un naranja atardecer frente a una pastora con sus cabras, una imagen cafayateña de pura cepa. Imagen: Eliseo Miciú

Quebrada de las Conchas

Pasando Alemanía comienza la espectacular Quebrada de las Conchas. “Quebrada de Cafayate”, dice el cartel clavado por algún pudoroso funcionario de Vialidad Nacional. “Pero en realidad se llama Quebrada de las Conchas”, informan en la Secretaría de Turismo provincial, “tal como figura en los mapas”. El nombre proviene de los restos de valvas petrificadas que se encontraron en la montaña, lo cual indicaría que en tiempos remotos la zona fue una costa marina.

A medida que se asciende por los 70 kilómetros que caracolean entre los cerros, las montañas enrojecen a extremos de no creer, bajo cielos azulísimos. Aquí comienzan los famosos Valles Calchaquíes y aparecen los primeros cardones solitarios que rápidamente se multiplican por doquier, incluso sobre el filo de las montañas. También aparece un curioso cartel que dice “Las casas enterradas”, lo cual merece una explicación. El guía cuenta que “a comienzos del siglo XX, los habitantes salieron una mañana de sus casas a cuidar a las cabras, y al regresar de la montaña se encontraron con que ya no estaban. Un alud de agua y barro las había enterrado varios metros bajo tierra”.

Al aproximarse a Cafayate, el paisaje es cada vez más asombroso, con profundas depresiones entre cerros de diferentes tonalidades y formaciones cinceladas por el viento con torres puntiagudas y pequeñas mesetas que parecen las ruinas de un viejo castillo amurallado. Y cada tanto aparecen casitas de adobe muy precarias, algunas abandonadas hace tiempo. Sin embargo, en las montañas vive mucha más gente de la que uno se imagina, quienes se dan cita en las capillitas perdidas en medio de la nada cuando dan misa. Los chicos, por su parte, van caminando solitos por la montaña rumbo a la escuelita de paraje Santa Bárbara, un lugar que sería idílico si los alumnos no tuvieran que hacer esas largas caminatas para llegar a la clase.

De las diversas paradas que se van haciendo en el camino, los paisajes más singulares están en la Garganta del Diablo y en el Anfiteatro. Son dos gargantas sedimentarias –la segunda más cerrada que la primera–, donde el arbitrio de la naturaleza creó esas dos hoyas rojizas de 70 metros de alto que formaron parte de un gran lago prehistórico. El eco en el gran agujero semicircular del Anfiteatro es tan claro y fuerte que todos los años, en el mes de julio, se “pone en escena” un increíble “Concierto en la montaña”.

La vegetación a lo largo del camino es muy escasa (xerófila de altura). Entre las especies que crecen en ese suelo está la brea, un arbolito achaparrado de grueso tallo verde, arbustos como el churqui y árboles de tronco retorcido como los algarrobos blanco y negro, que viven más de cien años. La fauna se limita a algún zorrito escurridizo al costado de la ruta y a los cóndores andinos que planean como un punto negro suspendido bien lejos en el firmamento.

Las Ventanas, con sus extrañas torres de sedimento erosionado, y las dunas de Los Medanos, un desvío justo antes del aeródromo de Cafayate, son las otras dos paradas importantes de este paseo. Al llegar a las viñas que rodean a Cafayate, la quebrada se abre en un paisaje plano, aunque al fondo se levantan unos cerros muy oscuros que, según los geólogos, tienen 500 millones de años, periodo ordovícico superior.

La Quebrada de las Conchas termina poco después de La Yesera, una antigua mina de yeso, donde hay una curiosísima y fotogénica formación llamada El Torreón (ver foto de tapa), con capas sedimentarias de minerales diversos colores: bórax, cobalto, azufre, cobre y también yeso.

Quebrada de las Flechas

Desde Cafayate se realiza otra excursión por una quebrada sedimentaria –muy distinta a la anterior–, llamada “de las Flechas”. Se llega por un desvío en la entrada del pueblo que va hacia la bodega de San Pedro de Yacochuyo y que empalma con la Ruta Nacional 40. En el trayecto se pasa por el pueblito de Animaná, que vive de los viñedos, básicamente de la producción de vino blanco torrontés, un varietal único de esta zona que se hizo famoso en todo el mundo. Y a los 20 minutos de viaje se llega al pueblo vallisto de San Carlos, con su delicioso aire colonial. Allí se puede almorzar unas empanadas criollas frente a la plaza y conocer su iglesia, construida en el siglo XVII, con techo torteado con caña y barro.

En el kilómetro 4380 de la Ruta 40 comienza la Quebrada de las Flechas, donde las placas sedimentarias a ras del suelo se quebraron por el surgimiento de las montañas y sus extremos quedaron apuntando al cielo. Luego el viento las afiló y ahora parecen cuchillas o puntas de flecha, una al lado de la otra. Desde la distancia el paisaje parece una torta mil hojas totalmente fragmentada. En esta zona el terreno y los cerros no son rojos sino ocres, como las casitas de adobe semiderruidas aquí y allá, habitadas desde hace más de un siglo.

Quebrada de las FlechasEl ripio de la ruta 40 en la Quebrada de las Flechas, un paisaje de otro planeta.

La Quebrada de las Flechas termina en Angastaco, un pueblo con calles de tierra en medio de un desierto, donde se puede parar a tomar algo si hace calor (la amplitud térmica a lo largo del día es muy grande). Pero conviene seguir unos 43 kilómetros más hasta el pequeño pueblo de Molinos –absolutamente colonial–, en cuya capilla del siglo XVIII está enterrado el último gobernador realista de Salta, expulsado del cabildo en 1810 y recluido en la finca de la encomienda real en Molinos.

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