ALEMANIA > EL CASTILLO DE NEUSCHWANSTEIN
Construido en 1884 por el rey Ludwig II de Baviera, el castillo de Neuschwanstein es una fantasía arquitectónica inspirada en los cuentos de hadas y las leyendas épicas alemanas del medioevo. Pero antes de terminarlo, el rey enloqueció y fue destituido por “insania mental”. Más tarde, Walt Disney se basó en el fabuloso palacio para crear el castillo de la Bella Durmiente.
› Por Julián Varsavsky
Cuando en la segunda mitad del siglo XIX, Ludwig II, rey de Baviera, ordenó construir una serie de castillos, esa clase de fortalezas estaba totalmente en desuso ya que la pólvora las derrumbaba con facilidad. Sin embargo, no era para protegerse que el rey quería los castillos, sino para revivir en ellos el mundo de fantasías inspiradas en los cuentos de hadas y las épicas medievales que lo fascinaron desde muy pequeño.
Ludwig II nació el 25 de agosto de 1845 y pasó una infancia feliz en el castillo de Schwanstein, reconstruido por su padre con un estilo gótico que marcó para siempre los gustos del futuro rey, quien se identificaba particularmente con Lohengrin, aquel Caballero del Grial que viajaba sobre un cisne blanco, personaje sobre el cual Wagner había compuesto una ópera en 1850.
En las clases tutoriales para educarlo en las artes de la política y la administración, el príncipe Ludwig demostraba un desinterés total por todo, excepto por las leyendas germánicas, y sólo soñaba con construir palacios que rivalizaran con el de Versailles.
El abuelo de Ludwig tuvo que abdicar al trono luego de un escandaloso romance con la bailarina Lola Montes. Y su hijo Maximiliano murió joven, heredando el trono el primogénito Ludwig, quien a sus 18 años no tenía la mínima idea de qué hacer con el reino. En 1866, un hecho fundamental lo marcó casi de entrada y de por vida: su país fue conquistado junto con el de Austria por el Estado prusiano. Y aunque se le permitió mantener su ejército y servicios diplomáticos dentro del Imperio germano –proclamado en el Salón de los Espejos en Versailles–, Ludwig II quedó convertido en una figura decorativa sin poderes políticos.
Pero esta situación, si bien lo lastimó en su orgullo, no fue en el fondo un gran problema para un rey solitario al que no le interesaban realmente las guerras ni la vida social de Munich, sino sumergirse en su mundo idealizado de la época medieval al que pensaba revivir, no con las conquistas sino construyendo uno tras otro palacios y castillos mucho más allá de lo que las arcas del Estado podían solventar.
Aliviado de responsabilidades políticas, no bien tuvo la oportunidad Ludwig viajó de incógnito a Francia en el verano de 1867 sin otro objetivo (“secreto”) que el de ver con sus propios ojos el famoso Palacio de Versailles. Y a su regreso se propuso como fin casi único de su gobierno construir una serie de palacios que superaran al prototipo francés.
Comenzó por el castillo de Neuschwanstein en 1869, el de Linderhof en 1870 y el de Herrenchiemsee en 1878. Y tenía en vista otros tres más, aunque al momento de su trágica muerte apenas estaba culminado el de Linderhof.
Sus planes eran alocados e inocentemente megalómanos. En una carta a su admirado Richard Wagner escribió que el palacio de Neuschwanstein –dedicado al compositor en particular– estaba pensado como un lugar donde “los dioses furiosos se vengarían y morarían con nosotros en la escarpada cima, abanicados por brisas celestiales”. El sueño de Ludwig era convencer a Wagner de que se fuese a vivir con él a su palacio.
Las erogaciones del Estado que generaban los caprichos arquitectónicos del rey obligaron al Ministro de Finanzas a pedirle moderación. Pero el rey rechazó la sugerencia y pidió préstamos millonarios, ofreciendo como garantía las propiedades de su familia en Baviera. Desobedeciendo a sus ministros, pidió préstamos a los Rothschild y a los Orleáns, y llegó a sugerir en una reunión de gabinete que se contratara a una banda de ladrones para asaltar bancos en Frankfurt, Berlín y París.
Ludwig II se instaló en el palacio de Neuschwanstein en plena construcción para supervisar en persona el avance de la obra, emplazada entre lagos y montañas. El resultado fue un castillo neoclásico ideado por Christian Jank –un diseñador teatral y no un arquitecto–, con una mezcla de estilos algo caótica que refleja al fin y al cabo las fantasías oníricas de los cuentos de hadas.
Parsifal era otro de los personajes medievales admirados por Ludwig. La historia del caballero de la Corte del rey Arturo que partió en busca del Santo Grial –y que inspirara la ópera de Wagner– fue tomada muy a pecho por el monarca, quien consideraba que su reinado tenía un carácter divino y una misión redentora sobre la tierra. Pero la verdad era que la monarquía constitucional bajo la que funcionaba el régimen no le otorgaba ningún poder, ni siquiera religioso, así que quizá por eso Ludwig se sumergía cada vez más en su fantasía.
Instalado en su palacio en construcción en 1884, el rey pasó a vivir de noche y dormir de día, saliendo a pasear por los Alpes en sofisticados coches –a la luz de la luna y bajo la nieve–, vestido con ropajes medievales y acompañado por sus sirvientes. También solía hacer montar sus admiradas óperas de Wagner con una sofisticada escenografía, en las que él era el único espectador.
Aunque Wagner no aceptó vivir en el castillo y se estableció en Munich, pudo solucionar sus crisis financieras y poner en escena sus óperas gracias a la benevolencia de su mecenas. En su círculo privado el compositor se refería a Ludwig como Parsifal. Y fue, en gran medida, por su “Parsifal” que Wagner contó con el teatro de Bayreuth y su festival para las premières de su fastuosa tetralogía El anillo de los nibelungos.
Sólo catorce habitaciones del castillo fueron terminadas pero son suficientes para sumergirse en un mundo de fantasía casi infantil que deslumbró medio siglo después a Walt Disney. La habitación de huéspedes –en el castillo nunca habría huéspedes– fue decorada como una sala morisca, con reminiscencias del Palacio de la Alhambra. Y la modesta Sala de Audiencias –en el castillo nunca habría audiencias– se remozó como la Sala del Trono, una copia bizantina del legendario Salón del Grial de la literatura medieval. Las paredes estaban cubiertas con imágenes de antiguos reyes, poetas como Tannhauser, el caballero cisne de Lohengrin y el Rey Grial de Parsifal.
Hoy, los visitantes recorren también los departamentos de estilo románico del rey, las habitaciones y el oratorio, ambos con diseños góticos, y diversas salas en los distintos cuatro pisos a los que se accede por escaleras en espiral.
Ludwig, sin embargo, nunca renunció a las nuevas tecnologías ni a la comodidad. Como en Disneylandia, detrás del aspecto medieval había una sofisticada tecnología con sistema de calefacción central, agua corriente en cada piso y en la cocina (caliente y fría), baños con drenaje automático, timbres eléctricos para llamar a los sirvientes, un ascensor para subir la comida a las habitaciones y hasta varios teléfonos. Pero tanta sofisticación era “para disfrutarla en soledad”. El rey se auto-recluyó en su mundo y prefería comer solo, acompañado de los bustos de Luis XVI y María Antonieta, antes que recibir huéspedes de carne y hueso.
Luego de un breve romance con una pariente de sangre azul llamada Sofía, Ludwig prefirió los amores pasajeros con apuestos oficiales y cantantes de ópera que pasaban por su palacio. Su carácter se fue volviendo cada vez más irritable y se recluyó en su cuarto desde donde daba órdenes a sus ministros a los gritos. Y sus paseos nocturnos con los sirvientes a veces terminaban al amanecer con juegos infantiles bajo la nieve.
La situación era insostenible por todos lados y la familia envió entonces a un eminente psiquiatra, el doctor Gudden, quien se ocupó de reunir testimonios que certificaran la “insania mental” del rey, para destituirlo por esa razón.
Cuando Ludwig II se enteró de que lo iban a arrestar pidió veneno, que por supuesto le fue negado. Luego exigió la llave de la torre, que por supuesto no apareció, aunque razonó que prefería morir ahogado ya que una caída desde lo alto lo iba a desfigurar. Finalmente fue aprehendido por ordenanzas del manicomio de Munich y transportado en una carroza a la que se le habían quitado las manijas interiores. El destino era el castillo de Berg, donde fue encerrado en una habitación. Allí estuvo al cuidado del doctor Gudden y los avances del paciente fueron notables, al punto que ya salía con el doctor a caminar junto al lago sin custodios.
Nunca se supo exactamente qué pasó, pero una tarde fatídica los cuerpos del paciente y el doctor aparecieron flotando en el lago, a veinte metros de la orilla. El médico tenía marcas en el cuello como si lo hubieran querido estrangular. Y el rey no tenía el mínimo rasguño. No se sabe si fue un asesinato, un intento de salvación o una simple pelea que terminó mal. Pero el pobre Ludwig se despidió de este mundo sin un ápice de la gloria medieval que tanto idealizó, aunque dejando como “legado” de su locura wagneriana una serie de castillos famosísimos que, en las últimas décadas, han sido visitados por más de 50 millones de personas.
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