ESPAÑA > UNA CRóNICA DE ALEJO CARPENTIER
Entre 1925 y 1937, el escritor cubano Alejo Carpentier publicó en revistas de su país una serie de artículos sobre personajes y ciudades de España que fueron compilados décadas más tarde en el libro Bajo el signo de la Cibeles. A continuación, un fragmento de su crónica sobre la histórica y magnífica ciudad de Toledo.
› Por Alejo Carpentier
Los hombres que fundaron Toledo tenían, sin saberlo, un formidable sentido de la escenografía. Cuando se ha atravesado, durante dos horas, el páramo desolado de la llanura castellana, y se divisa de pronto la mole de la ciudad, enclavada en su pedestal de roca, dominando la mansa curva que el Tajo dibuja a sus pies, se tiene la sensación de contemplar una visión de espejismo... Prestigiosa y adusta, la urbe imperial parece surgir de la noche de la leyenda, embellecida por el misterio de sus míticos orígenes... El espectáculo de Toledo me recuerda siempre, por asociación de ideas, la fábula de Kitege, aquella “ciudad invisible” que reapareció un buen día a la orilla de un río, después de haber burlado la codicia de invasores tártaros con la complicidad de las potencias divinas...
Porque todo es magia en Toledo. Magia de su laberinto de callejas angostas; magia de la casa del Greco, magia de la Sinagoga, magia de la Catedral –¡tan arcana como el templo de Eleusis!–; magia de sus patios, de sus chiquillas que parecen silfos, de los ángeles caídos de la iglesia de San Vicente; magia del Entierro del Conde de Orgaz, pintura que se mantiene viviente, incendiada, sonora, en su secular oficio de difuntos.
Ya van tres veces que me detengo a la misma hora, en medio del Puente de Alcántara, retardando voluntariamente el instante de mi entrada en la ciudad. Y vuelve a asaltarme la misma emoción, el mismo deseo de escribir a mis amigos que no se inquieten por mi ausencia, que deseo hundirme, por meses o años, en el silencio de esa ciudad que ejerce un invencible sortilegio. Luego –reacción inmediata– se apodera de mí una nueva inquietud: ¿hallaré las cosas, los lugares, los individuos, como los he dejado? ¿No habrá algo cambiado en el Cobertizo de los Frailes, en los establos de la Posada de la Sangre, en las casas del Callejón de los Bautizados? ¿El señor Carrasco será todavía sacristán de la catedral? ¿Existirá aún aquella taberna, llena de fabulosos pellejos de vino, donde otras veces me ofrecieron cocido aldeano, gazpacho manchego y palomas en escabeche?... Pero no; mi inquietud es vana. Me basta abandonar el puente y aventurarme en la urbe para cerciorarme, una vez más, de que nada ha variado, de que los siglos podrían pasar, dejando huellas implacables sobre otras tierras, sin que Toledo abandonara su inigualable fisonomía... Aún no he visto un reloj viviente en Toledo, ya que los únicos que suelen pintarse en ciertas fachadas tienen las agujas detenidas en el minuto de su muerte ya remota. Tampoco suenan las campanas. Hasta los borricos que desfilan por las calles, llevando botijos de barro en las alforjas, parecen respetar la paz del ambiente, pisando las piedras con cascos de fieltro... ¡Y pensar que dentro de algunos días tendré que abandonar esta ciudad!... (...)
Desgraciadamente, sé de antemano que pertenezco a una generación que no sabe detenerse, que ha nacido para la acción y tiene conciencia de ello, y que al fin y al cabo mis anhelos de calma franciscana serán rotos siempre por ese demonio interior que nos empuja a la lucha, cuando todos nuestros instintos aborrecen el gesto violento o arbitrario... Vivamos, pues, con toda la intensidad posible, el minuto presente. La plena vibración de los sentidos es la única realidad positiva que existe para aquellos que no aspiran a vivir explotando el cadáver de los recuerdos... ¿Quién será capaz de creer que Toledo, como Brujas, pertenece al pasado? Toda ciudad capaz de cargar los acumuladores de nuestra sensibilidad está situada en el momento actual. Su razón de ser es imperativa e inmediata. Las civilizaciones pasaron por Toledo dejando el potencial magnífico de sus impulsos colectivos, de sus creaciones. Todo ello se ha mezclado, se ha superpuesto, elaborando un resultado palpitante y viviente. Viviente como los lienzos del Greco, cuyos colores arden ante nuestros ojos, alcanzando las inquietudes más actuales por el atajo de una intuición milagrosa que desafió el transcurso de los siglos... Las obras de Velázquez son otras tantas momias maestras, colgadas de los testeros del Museo del Prado. Los protagonistas del Greco, en cambio, conviven con nosotros, expresándose en un idioma que nada de arcaico tiene... Resulta simbólico que Toledo esté colocado bajo el signo de Domenico Theotocopuli, el demiurgo que arrostró los furores de la Inquisición por pintar ángeles con las alas demasiado largas...
Un Bazar de la Fe Aunque las iglesias no suelen ser los edificios que más me interesan en las ciudades, confieso que tengo una especial predilección por la Catedral de Toledo. No busco en ella bellezas arquitectónicas ni recuerdos del pasado, elementos estos que tienen la virtud de dejarme bastante frío. Lo que me maravilla en ese santuario es la cantidad de “testimonios humanos” que encierra. Su interior es la viviente historia de todas las creencias y supersticiones católicas que distintas generaciones alentaron en España... Imaginad un extraordinario Bazar de la Fe, con artículos de todas calidades, para todos los gustos y pecados. En sus naves gigantescas, donde se entrechocan todos los estilos arquitectónicos posibles, se encuentran las mayores maravillas y los ridículos más enternecedores. Detrás de una prodigiosa reja de barrotes macizos, se extiende un altar mayor cuyas imágenes parecen caer hacia nosotros, en una catarata de volutas y ondas doradas. Pero en medio de ese torbellino barroco, una santa logra subyugarnos con la más exquisita sonrisa que la materia haya plasmado nunca. Sonrisa que supera, por su misterio, por su fascinación, todas las que pintó Leonardo... ¡Estamos en la antesala del milagro! (...).
Y finalmente, como remate y coronación, hallamos un increíble tinglado escultórico, cuyos personajes se entregan a las más extrañas actividades detrás del altar mayor. Hay ángeles tocadores de cítara, ángeles contrabajistas y flautistas, instalados con sus instrumentos en las nubes de piedra que obstruccionan una enorme claraboya. Ese jazz-band seráfico se encuentra ahí para amenizar una Cena –motivo central– cuyos apóstoles se hallan apretujados en torno a la mesa como si tiritaran de frío. Al pie de esa mesa se asiste a un acto de terrorismo divino. Una rosa de oro estalla como una bomba, despidiendo rayos de metal y precipitando en el vacío a una serie de ángeles y personajes que el escultor ha inmovilizado, a tres metros del suelo, en plena caída (...).
De repente, hipnotizados por el contraste, nos detenemos ante una lápida mortuoria, simple rectángulo de granito gris, que ostenta esta inscripción:
Aquí yace
Polvo
Ceniza
Nada.
¡Es increíble el valor plástico que adquiere ese geométrico trozo de piedra cuando se ha contemplado, durante diez minutos, la apoteosis de lo barroco!...
La sinagoga y El Greco ¡La sinagoga! Una vasta sala rectangular, que inmensos ventanales inundan de luz intensa y blanca. Una muralla cubierta de arabescos decorativos, enteramente despintados por el tiempo. Un friso de inscripciones hebraicas. Y cinco tumbas a ras del suelo. ¡Increíble grandeza la de este interior caracterizado por la desnudez y la exactitud!...
La Casa del Greco, lugar de encanto y misterio... Un patio que es síntesis de Toledo, con sus rejas exquisitamente bellas, con sus capiteles exquisitamente labrados. Una cocina de novela picaresca. Y un jardín en terrazas, con pequeños estanques de azulejos llenos de agua fresca; con un pozo aldeano, y unos enigmáticos subterráneos guardadores de secretos que fueron tal vez calabozos inquisitoriales... A lo lejos, sobre la otra orilla del Tajo, se inicia el reino embrujador de los cigarrales, con sus yerbas olorosas y sus olivos de cabellera de estaño...
Cada vez que me hallo en la Casa del Greco, siento no ser algún monstruo de las finanzas, algún rey del petróleo, para poder exclamar:
–¡Toda mi fortuna por esta casa!
Un último contraste: junto a la catedral, dos calles hacen esquina... La calle Trinidad y la calle de Carlos Marx.
(Carteles, 1 de octubre de 1934.)
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