JUJUY > CABALGATA AL PUCARá DE JUELLA
Alrededor del año 1000 existía una línea de veintidós fortalezas aborígenes que se desplegaban sobre los cerros a todo lo largo de la Quebrada de Humahuaca. Uno de los más interesantes para conocer es el pucará de Juella, un sitio arqueológico que no ha sido alterado por ninguna restauración. Ubicado a 15 kilómetros de Tilcara, sólo se puede llegar con una excursión guiada a caballo o a pie.
› Por Julián Varsavsky
La excursión hacia el pucará de Juella comienza directamente en las calles de Tilcara y se puede hacer a pie o a caballo. Al cruzar el puente sobre el río Grande se ve el pucará de Tilcara, el sitio arqueológico más famoso del Noroeste argentino, casi siempre colmado de turistas. Restaurado en la década del ’50, se le agregó una pirámide de piedra que nada tiene que ver con las formas que edificaban los antiguos habitantes del lugar, por lo cual la obra fue muy discutida por su falta de rigurosidad. Más allá de esas críticas, sin dudas vale la pena visitarlo. Pero también es bueno llegar hasta otro que se mantiene en ruinas, tal como sólo el paso del tiempo lo fue modificando: el pucará de Juella.
En la cabalgata de 15 kilómetros hasta ese pucará, el guía local Carlos Alberto Valdez lleva a los turistas a conocer los barrios de Villa Florida y La Banda, aledaños a Tilcara, con casitas de adobe y techo de caña con radar de DirecTV, donde viven los agricultores que siembran el terreno de alrededor. Así se atraviesan plantaciones de lechuga, cebolla verde, habas y papas. En la escasa vegetación del paisaje sobresalen cactus como los airampus y cardones de varios brazos, además de churquis espinosos. Luego aparece una espectacular meseta solitaria llamada Los Amarillos, que se levanta sobre una curiosa base rojiza coronada por vetas amarillas. Finalmente se pasa junto al colorido cementerio del pequeño poblado de Juella.
El siguiente tramo se hace por el amplio lecho rocoso del río Juella, que permanece seco la mayor parte del año, hasta llegar al pie de la meseta del pucará de Juella, donde se dejan los caballos para subir el corto pero empinado trecho hasta la cima. Pero son apenas 15 minutos caminando, y sin previo aviso uno aparece en medio de las increíbles ruinas, pobladas por centenares de cardones concentrados en una pequeña meseta de 8 hectáreas. Es tan denso el bosque de cardones que en algunos lugares impide ver el maravilloso horizonte de montañas de colores. Al recorrer el pucará de Juella se entiende la lógica militar de la elección del lugar, ya que hacia casi todos los lados se abren profundos precipicios imposibles de escalar.
Por doquier se ven millares de rocas caídas que formaban parte de las viviendas y depósitos del pucará. Pero también hay paredes de más de un metro de alto y varios de largo, que se mantienen en pie desde hace acaso mil años.
Las técnicas de construcción eran muy simples: se colocaba piedra sobre piedra sin ningún pegamento. Tomando como eje una calle central, se ven decenas de cuadrículas que eran la base de las casas, lo único que se mantiene en pie. En general las construcciones no medían más de 1,80 m de altura y tenían techo de barro y paja, igual que muchas de las de los pobladores actuales de la quebrada. También tenían el piso por debajo del nivel del terreno. Por eso a algunas todavía se puede ingresar bajando cuatro peldaños, algunos de ellos en perfecto estado de conservación. Además se ven claramente los restos de una especie de plaza con una entrada principal, y en las diversas excavaciones se encontraron vasijas y enterratorios, siempre muy cerca de las casas. Se calcula que alrededor de 500 personas vivieron en este pucará, quienes eran parte de la elite militar. El pueblo agricultor vivía abajo, en agrupamientos de casas llamados antigales.
A lo largo de toda la quebrada había distintos subgrupos de la cultura omaguaca, entre ellos los tilcara, los ocloya, los purmamarca y los uquía. Por lo general, cada uno de los veintidós pucarás de la quebrada pertenecían a los distintos grupos. La geografía quebradeña era de una utilidad defensiva fundamental para los omaguacas. La única forma de llegar que tenían los invasores era justamente por la quebrada. Desde los pucará se los divisaba a la distancia y cuando el enemigo se avecinaba todo el mundo subía a los cerros donde los esperaban agazapados para emboscarlos en la noche.
A mediados del siglo XIII, los poblados omaguacas tenían cientos e incluso millares de habitantes dedicados a la agricultura. Antes de la llegada de los incas –hacia 1480–, había una compleja trama de alianzas y enfrentamientos guerreros, básicamente para controlar las zonas de mayor fertilidad de la tierra. En última instancia, la función del pucará era cuidar el espacio agrícola circundante y los recursos de agua.
Según los arqueólogos especializados en el Noroeste argentino, la ubicación de los pucará en las alturas conjugaba razones militares de primer orden con una concepción de lo sagrado que las comunidades autóctonas ubicaban siempre en lo alto de los cerros, donde enterraban a sus muertos y celebraban sus rituales. El paisaje, según la cosmovisión aborigen, es concebido como algo vivo (de allí el culto a la Pachamama o Madre Tierra). El agua, fuente de vida en las culturas agrícolas, se la ve bajar desde las montañas, corre por los ríos hasta el mar y sube al cielo para caer otra vez sobre los cerros sagrados que alimentan el círculo vital. Y el pucará –que en última instancia era tan fundamental como la tierra y el agua para conservar la vida– también estaba en las alturas.
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