Domingo, 16 de diciembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Esta aldea de pescadores se transformó en los últimos años en uno de los destinos preferidos para unas vacaciones en playas tropicales. Pipa es un lugar cautivante, donde se puede nadar con los delfines, bañarse en piscinas naturales, comer bien, trasnochar y, sobre todo, descansar.
Por Guido Piotrkowski
Ochenta kilómetros separan la ciudad de Natal, al nordeste de Brasil, de la encantadora Pipa, una pequeña aldea de pescadores que en la última década se convirtió en uno de los lugares más visitados de aquella región brasileña. Sin embargo, sus playas aún no tienen paradores multitudinarios, se puede nadar a escasos metros de los delfines y presenciar el desove de cientos de tortugas marinas. También observar cómo los pescadores siguen haciendo su trabajo de manera artesanal, saliendo en sus jangadas (embarcaciones típicas) a altamar en busca del sustento diario. Y, al mismo tiempo, visitar el “santuario ecológico” ubicado en un lugar con panorámicas privilegiadas de sus playas y con especies de flora y fauna autóctonas, viajar en buggy o 4 X 4 a lo largo del litoral del estado de Rio Grande do Norte, practicar surf, kite surf o sandboard, pasear en barco, hacer travesías en kayak y cabalgatas bajo la luz de la luna, bailar hasta que salga el sol... o simplemente descansar.
Pipa, que significa barril en portugués, debe su nombre a una piedra con esa forma que se encuentra en el extremo de una de sus bahías. Los primeros en llegar hasta aquí, unos veinte años atrás, fueron los surfers, eternos aventureros en busca de nuevas olas. Por aquel entonces, Pipa era sólo un pueblo de pescadores con casas de adobe y algún barcito donde los nativos se reunían, como hasta el día de hoy, a tomar cachaça y contar sus proezas de altamar. Más tarde comenzó a extenderse el rumor de que existía una playa paradisíaca perdida entre la mata atlántica nordestina, a la que sólo se accedía por un camino de tierra entre la espesa vegetación. Y así comenzaron a llegar los otros aventureros, viajeros en busca de nuevos horizontes, habitantes de las ciudades en busca de paz y tranquilidad, de un sitio donde vivir en sintonía con la naturaleza. Y empezaron a levantar pequeñas posadas y bares, hasta convertirse en lo que es hoy, un lugar en el que convive y llega gente de diversas partes de Brasil y el mundo, con restaurantes de buen paladar, bares abiertos hasta altas horas de la noche, posadas para todos los gustos, una calle principal con galerías comerciales, y, sobre todo, una naturaleza intacta con playas de arena fina y aguas cálidas donde se forman piscinas naturales, escarpadas dunas, enormes acantilados en forma de medialunas, lagunas de agua dulce, ríos, manglares. Todo allí, al alcance de la mano. “Este es uno de los pocos lugares de Brasil donde uno encuentra todos los elementos de la naturaleza concentrados”, explica Ana Bretón, gerente de la posada Tartaruga, una de las tantas argentinas que eligió radicarse aquí.
Andar de una playa a otra es una de las actividades más placenteras y relajantes que puede haber en lugares como éste.
Pero aquí hay que tener muy en cuenta el flujo de las mareas, ya que en horas de pleamar hay sitios en los que el agua llega hasta el pie de los acantilados. Dado que estas costas son rocosas en sus orillas, con marea alta se hace imposible atravesar ciertos tramos, especialmente al pasar de una bahía a la otra. Tal dificultad la encontrará quien quiera llegar desde la playa principal a la Bahía dos Golfinhos (delfines), a la que además sólo se puede acceder a pie. Un viejo corral de pescadores en desuso se asoma entre la arena de esta playa semidesierta de aguas cálidas, en la que no hay paradores a la vista y en donde se puede nadar con los delfines. También sus olas suaves resultan ideales para los principiantes del surf. Playa do Madeiro, la bahía contigua, tiene acceso por la carretera y es una de las preferidas de los turistas. Se puede descender por una gran escalera de madera construida en el acantilado, o también llegar a pie, siempre atentos a las mareas. Los delfines hacen esporádicas apariciones por allí, para el asombro de algún turista desprevenido. En esta extensa playa de características similares a su vecina, hay dos paradores, uno en cada punta, varios vendedores de artesanías y afines, y palmeras que brindan un poco de sombra entre tanto sol.
La Playa do Amor es la elegida por los amantes del surf. Viniendo del centro, una formación rocosa semejante a un paisaje lunar antecede a la entrada a esta otra bahía, uno de los lugares donde se forman deliciosas piletas naturales al bajar la marea. Al otro extremo, el Chapadao, una gran meseta con vista panorámica de 180 grados para aprovechar en una noche de luna llena, cierra la trilogía de las playas más bellas de la geografía pipense.
Tibau do Sul es el pueblo que le da nombre al municipio al cual Pipa pertenece, desde donde se puede acceder en pocos minutos por la carretera o andando por la arena en una caminata de una hora aproximadamente. Si bien esta playa no es tan fabulosa como las otras, su encanto radica en los atardeceres espectaculares que se producen cuando el sol se sumerge en las mansas aguas de la laguna de Guaraíras, que tiene su desembocadura en las costas de este pueblo. Allí, una crepería construida en pilotes sobre el agua hace las veces de palco preferencial o de trampolín para zambullirse de cabeza en la laguna. También se pueden hacer travesías en kayak hacia los manglares, o cabalgatas a la luz de la luna. O simplemente sentarse en alguna de las tantas barracas de playa a degustar una porción de camarones con cerveza bien helada y disfrutar del entorno.
Si algo caracteriza a este paraíso tropical es la agitada movida nocturna, especialmente cuando llega la temporada estival o en tiempos de fiestas, como Carnaval o Semana Santa. Sobre la calle principal y sus aledañas, se juntan los noctámbulos a beber, escuchar música, bailar y socializar. Son varios los bares del pueblo por donde pasa la vida después de la playa. Es por eso que sus habitantes y turistas saltan de uno a otro, tomando la calle central como punto obligado de referencia. El Farol da Pipa es un lugar donde suenan rock, blues y mpb, y sirven caldos y sandwiches hasta bien entrada la noche. En Pipa vibra todo tipo de ritmos, desde un forró bien nordestino hasta tecno, y todo puede ocurrir en un mismo lugar, como la disco Calangos, donde las caderas se agitan hasta el amanecer. El reggae es uno de los estilos favoritos de Pipa y hay varias bandas en vivo que se presentan en Club Zion y Casa Babilón, sobre la playa del centro. Los luaus o fiestas de luna llena se festejan en Garagem con fogatas en la arena. Sobre la Playa das Minas está la posada y barraca de Yahoo, cuyo propietario, Depeche, es un alemán pionero en esta tierras. En ese rincón de Pipa se organizan fiestas raves de tanto en tanto. Y la noche sigue, hasta que las velas no ardan y el sol asome en el horizonte.
Paulistas y cariocas, argentinos y españoles, franceses e italianos, portugueses, alemanes, ingleses y holandeses, entre otros ciudadanos del mundo, eligieron Pipa para vivir. Y buscaron las mil y una formas de quedarse en un lugar que todos coinciden en definir como un paraíso. Cintia, una gaúcha que llegó con lo puesto de sus andanzas por el mundo, inauguró hace más de una década el lugar de culto y cultura por excelencia en estas playas: el Book Shop, un local acogedor y abarrotado de libros en varios idiomas que se pueden alquilar por unos pocos reales, así como también cambiar o comprar. “Desde el comienzo –relata Cintia con tono acelerado– todos los libros fueron donados. Hace más de un año empezamos con el proyecto ‘lectura en la plaza’. Llevamos los libros infantiles a los distritos cercanos. Contamos cuentos, hacemos teatro de marionetas y así intentamos despertar el amor por la lectura entre los niños. Somos tres mujeres y no pedimos apoyo oficial de ningún tipo; si alguien quiere colaborar puede mandarnos libros infantiles.” Ya sea dentro del Book Shop o en el bar Conversa, de propietarios españoles –casi una extensión del lugar, según aclara Cintia–, se puede uno sentar a hojear las obras, acompañado de una cerveza, un gazpacho o una tortilla, amenizado por la banda sonora del lugar que varía del flamengo al jazz y la bossa nova.
Marcelo y Esteban son dos rosarinos que desembarcaron en Pipa hace más de diez años y hoy tienen uno de los bares más originales del lugar: Garagem, un barco sobre la playa donde se puede tomar un mojito o caipirinha frente al mar escuchando buena música. Además funciona como restaurante y ofrecen desde una clásica parrillada, pasando por un pescado del día hasta una suculenta porción de camarones frescos. “Todo a la parrilla”, comenta Marcelo.
Ruth llegó desde España como corresponsal de una revista de turismo hace tres años y nunca más se fue: “Me enamoré de las playas, la calle principal, el estilo de vida, de la gente carismática que vive por aquí. Como no tenía ataduras fuertes en España, decidí trasladarme a este pueblecito”, cuenta. Seis meses después tuvo la oportunidad de adquirir la posada Pipa Village, sobre la calle principal.
Neide, Ana, Mario y Rodrigo son una familia de paulistas que, hastiados del ritmo de la megaciudad, viajaron al nordeste hace unos quince años. Neide se quedó en Pipa levantando la posada, en tanto sus hijos y su yerno trabajaron en Recife hasta que les llegó el momento de trasladarse definitivamente a la playa y darle forma al sueño de la posada. Pomar da Pipa es una hostería simple y acogedora, con un jardín hermoso al que madre e hija le dedican mucho tiempo. Las hamacas que cuelgan a las puertas de los cuartos tientan a pasar días de siesta y lectura. Rodrigo hace paseos de buggy, un clásico imperdible de estas tierras. Es un guía simpático y amante de la naturaleza, y además conoce como pocos los litorales de Rio Grande do Norte y Paraíba, que recorre hace años de punta a punta. Sus excursiones diarias pasan por varias playas vecinas y aldeas indígenas, entre escarpadas dunas, lagunas y ríos. También se puede conocer la sede del proyecto de protección peixe boi (pez buey), una rara especie en extinción.
Pablo Val es instructor de kitesurf y argentino, como tantos otros que pueblan este lugar. “Hace un año que llegue acá con la idea de montar una escuela de kitesurf, cansado del estrés de Buenos Aires. Decidí lanzarme a la aventura, y me vine con mi familia”, relata. “¿Por qué Pipa? Por las condiciones climáticas, porque es un lugar turístico al que llega gente de todas partes y tiene distintos lugares en donde se puede practicar.”
El Galego es nativo de esta playa. Como buen hijo de pescadores, sigue siendo fiel al mar. Aunque le encontró la veta comercial fuera de la pesca, a bordo de su barco “María María” –bautizado así en honor a su madre–, con el que realiza originales paseos gourmet. Zarpa por la mañana desde la playa principal en dirección a Tibau, se detiene frente a la playa do Madeiro para un chapuzón, y luego se adentra en los manglares hasta Georgino Avelino, un pequeño y típico pueblito nordestino, donde los pasajeros descienden y visitan el lugar. Desde lo alto del pueblo, una hermosa panorámica permite ver los manglares, los criaderos de camarón y las dunas y acantilados de Pipa. A la vuelta, una gran comilona está servida a bordo del barco: mejillones y camarones frescos, pesca del día con ensalada tropical, frutas. Exquisito.
No puede ser casualidad que tanta gente haya elegido este pequeño pueblo playero para vivir. Debe haber un imán natural que retenga a los visitantes ocasionales para convertirlos en moradores permanentes. “Alto astral” es la expresión que usan en Brasil, como si este lugar, con su geografía impar, fuera de otro planeta.
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