turismo

Domingo, 23 de diciembre de 2007

NOTA DE TAPA

Cabalgata patagónica

Crónica de una travesía a caballo durante cuatro días para llegar hasta la frontera chilena. Una aventura atípica y una experiencia única por los confines de la Patagonia austral, atravesando la inmensidad esteparia, entre ríos, bosques y lagos. Y desde lo alto de un cerro, la extrema belleza del glaciar Perito Moreno.

 Por Guido Piotrkowski

“Quien prueba el fruto del calafate vuelve a El Calafate.” La frase reveladora la dice Luciano Cuenca, organizador de una particular cabalgata desde esta ciudad santacruceña hasta el Paso Zamora, en la frontera con Chile.

“Cabalgata del Glaciar” es el nombre que le puso Luciano a esta aventura con mucha historia que en cuatro días atraviesa estepa, ríos, bosques y estancias de la Patagonia austral, donde se llega a obtener una vista privilegiada del Perito Moreno. Cuenca no es oriundo de estas tierras, pero se mueve por aquí como si lo fuera. Tampoco nació montado a un caballo, pero con el correr de los días demostraría ser un avezado jinete y un amante de los equinos. “Los gauchos les dan con el rebenque, los crían a los golpes, y me miran como si estuviera loco cuando les hablo, pero yo sé que los caballos me escuchan y entienden”, cuenta el guía.

Los jinetes dejan atrás el glaciar para continuar la travesía hacia la frontera.

La partida

Todo comienza en la estancia Huiliche, a pocos kilómetros de El Calafate, bien temprano en la mañana. Guille, el ayudante, y el mismo Luciano preparan los caballos. Montura, alforjas, bozal, riendas, y los que nunca se debería perder, los estribos.

La caravana de seis caballos y sus respectivos jinetes, más un pilchero –el animal que lleva la carga–, sale en dirección oeste hacia la cordillera, bordeando el lago Argentino. Con sus 1560 km2, es el lago más grande del país y el tercero en Sudamérica, y se encuentra a 185 metros sobre el nivel del mar. Sus aguas son de un intenso color turquesa y extrañamente opacas, lo cual se debe a las partículas minerales que provienen de la abrasión del glaciar contra sus lechos rocosos, y de las rocas entre sí, que por su tamaño microscópico no llegan a sedimentarse en el fondo. Este fenómeno les da a estas aguas un nombre muy particular: leche glaciar.

La isla Solitaria, antes conocida como isla de los Pájaros, emerge en medio del lago. El guía explica por qué cambió de nombre: “En el año nuevo de 2000 prendieron los fuegos artificiales y se incendió todo, no quedó ni un ave”. Poco después de la isla aparece el cerro Comisión, tristemente célebre. Fue allí donde fusilaron, en 1921, a los huelguistas que se rebelaron contra los patrones de estancia en un nefasto capítulo de la historia argentina, conocido como la Patagonia Rebelde.

El almuerzo a base de sandwiches, vino tinto y manzanas, detrás de una gran roca y al amparo del Innombrable –como le dicen al viento por aquí– es la primera parada. La lluvia y un cielo gris empañan la primera jornada, en la que el objetivo es llegar a orillas del río Centinela, dentro del territorio de la estancia Anita, donde pasaremos la noche. Llegamos hasta allí después de unas tres horas de cabalgata al paso, bordeando el camino de ripio, y finalmente cruzamos el río para acampar a sus orillas bajo la sombra de un majestuoso sauce y la luz de la luna llena. Fuego, mate, cena y a dormir.

Vista del glaciar Perito Moreno, con los cerros Catedral y Moreno detrás.

El monolito y el cabrito

Una mañana de sol y cielo limpio invita a los jinetes a desayunar con ansias de montar rápidamente y encarar la segunda jornada de aventura en este confín de la Patagonia. Entre mate y mate, se levanta el campamento y se aprestan los caballos. Una vista panorámica del glaciar es la promesa del día. Pero antes habrá más camino que andar. Una hora de lenta cabalgata hasta el monumento a los huelguistas, una placa con una cruz al lado del camino: “Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia”, reza el monolito firmado por una escuela, la Cámara de Diputados de Santa Cruz y la Municipalidad de El Calafate.

El lugar resulta ser un buen refugio para el almuerzo en que se repite el menú del día anterior. Luego montamos y emprendemos un tramo más: nos dirigimos a la estancia Lago Roca. El grupo sale del costado del camino y se adentra en la inmensidad de la estepa. El día es corto y el atardecer se acerca rápidamente, el paisaje comienza a teñirse de ocre y un pequeño zorro se cruza como una ráfaga en nuestro camino. La hilera de caballos sube una ladera y los jinetes se balancean acompasadamente hacia atrás y adelante, esperando llegar a una cima para ver a la estrella de estas tierras, el glaciar Perito Moreno. Pero un fuerte contraluz lo impide, el sol va cayendo tras los cerros que lo custodian celosamente, el Moreno y el Catedral. Habrá que esperar hasta la mañana siguiente para poder admirar el coloso de hielo.

En fila india, los jinetes atraviesan el espeso y cerrado bosque magallánico.

Fuga de caballos

Después de unas seis horas de cabalgata, la tropa se dirige al campamento siguiente, dentro de los cuasi infinitos límites -–unas 9 mil hectáreas– de la estancia Lago Roca. Cansados, desensillamos en un hermoso valle arbolado a la vera del río Rico, rodeado de los cerros Fraile y Frade, donde un gran cordero se está asando lentamente a las brasas, bajo la atenta mirada de Fabián, el peón que llegó desde el casco especialmente para agasajar a los exhaustos jinetes. Una vez que el sol desaparece, el frío es protagonista exclusivo de estas latitudes: el termómetro marca 5 grados bajo cero. No importa la estación del año que sea, la Patagonia es helada como los glaciares que la pueblan.

“Seguro que enfilaron para la estancia”, asevera Luciano en referencia a la noticia con que todo el mundo despertó. Willy, el caballo pilchero, y Voncha, el de Guille, se habían ido. Binoculares en mano, el guía se dirige hasta una ladera contigua. A pesar de no ver a los caballos, monta a Chero, el suyo, y se va galopando a rienda suelta hacia el casco de la estancia. Un rato más tarde regresa con Voncha, Willy y otro pilchero más para auxiliarlo.

Paso Zamora, destino final de la aventura. Pasando el alambrado, ya es tierra chilena.

Del glaciar a la frontera

Mientras los caballos vivían su propia aventura, subimos a una cima desde donde pudimos apreciar el Perito Moreno en su esplendor. El sol asomaba por detrás e iluminaba el glaciar en esta mañana de cielo azul sin nubes a la vista. La panorámica de la mole de hielo es sencillamente hermosa: se asemeja a una gran alfombra blanca que parece derretirse lentamente en el lago Rico, tras la cual se erigen cerros de picos nevados. Un guanaco en lo alto del cerro contiguo también observa, a la vez que parece vigilar los pasos de la caravana, como el cóndor que planea en las alturas. Cuando los caballos arrancan nuevamente, el guanaco desaparece en la inmensidad patagónica.

El grupo bordea la montaña y se adentra en un bosque quemado, producto de un incendio ocurrido hace unos setenta años. Luciano explica que a esa zona intermedia entre la estepa y el bosque magallánico al que nos dirigimos se la llama ecotono. Desde allí el lago Argentino, junto al Brazo Rico que se desprende zigzagueante, parece iluminar el paisaje. En fila india, la caravana atraviesa el espeso y cerrado bosque, saltando enormes charcos de lodo y esquivando ramas traicioneras. El sol del mediodía se cuela entre las copas de los árboles. Una vez fuera de la arboleda, el ritual del almuerzo se impone, esta vez al lado del arroyo La Dorada. Una pequeña siesta al calor del sol sin que azote el Innombrable y otra vez al ruedo: el plan del día es llegar al refugio del Paso Zamora, a pasitos de Chile, antes del atardecer. Luego de unos cinco kilómetros al borde del arroyo La Rosada se divisa la cima del Cordón de los Cristales, llamado así por la gran cantidad de cuarzo que se dice que hay allí. Un tramo más por un lugar que se conoce como el valle intermedio hasta que en el horizonte asoma una grata sorpresa, que en realidad son dos: las Torres del Paine, imponentes, aparecen al otro lado de esa línea imaginaria llamada frontera. Con ese marco, cabalgamos otro tramo del bosque incendiado, de aquellos troncos que yacen allí hace décadas inertes al paso del tiempo y que, sin embargo, cubren aquel paisaje de una belleza singular.

Dos horas más arriba del caballo para finalmente llegar al Paso Zamora, destino final de la aventura, un pequeño refugio con la bandera argentina flameando, y un alambrado que nos separa de tierra chilena.

Luciano se abocó a preparar su especialidad: un suculento guiso de lentejas que más tarde sería literalmente devorado, y no precisamente por las fieras.

La solitaria vastedad de la estepa patagónica. Fotos: Guido Piotrkowski

El regreso

La última noche el grupo durmió dentro del refugio al calor de la salamandra. Afuera, el frío penetraba hasta los huesos y por la mañana quedaban los vestigios de una helada que escondía las cuevas de los pequeños tucu tucu, simpáticos roedores que cada tanto asoman su cabecita y se dejan ver.

Antes de emprender la vuelta, montamos y nos dirigimos al trote hasta el hito, de un lado Argentina, del otro Chile; un saltito y estaríamos en otro país.

En el camino de regreso, la cordillera, enorme y nevada, se deja ver con el cerro Adriana como telón de fondo de un tramo donde predomina el verde y las vacas pastan mansamente, observándonos desinteresadamente al pasar.

Uno de los caballos trastabilla peligrosamente en un lodazal pero se recupera con el último aliento y el incidente no pasa a mayores. La parte final de la cabalgata del glaciar transcurre en silencio, como si todos y cada uno de los jinetes quisieran llevarse los sonidos de la naturaleza a casa.

Durante cuatro días sufrimos el duro viento patagónico, la lluvia y las bajas temperaturas de la región, cabalgamos la estepa, atravesamos ríos y arroyos, nos internamos en el bosque magallánico y pudimos ver el Perito Moreno desde lo alto. Y probamos el fruto del calafate, que no está prohibido para quien tiene la ilusión de volver.

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