Domingo, 20 de enero de 2008 | Hoy
MUSEOS > LA GIOCONDA, ESTRELLA DEL LOUVRE
Pasaron cinco siglos de admiración por la obra y de intriga por la identidad y la sonrisa de la mujer florentina que pintó el genial Leonardo Da Vinci, cuyo nombre habría sido finalmente confirmado. La misteriosa Mona Lisa o Lisa Gherardini del Giocondo, preside desde el Louvre un culto difundido por todo el mundo.
Por Graciela Cutuli
Cuatro retratos femeninos pintados por Leonardo Da Vinci, el genio ecléctico e inconstante, llegaron hasta nuestros días. El de la aristócrata florentina Ginevra Benci, que ostenta su tristeza en las salas de la National Gallery de Washington; el de la seductora Cecilia Gallerani, o la Dama del Armiño, celosamente conservado en Cracovia, y el de la inquisitiva Lucrezia Crivelli, o la Belle Ferronnière, que bien podría estar preguntándose por qué todas ellas fueron –a pesar de ser más enigmáticas, más bellas y más elegantes que la Mona Lisa– desplazadas en las glorias de la admiración artística por el retrato de una dama florentina de identidad hasta ahora dudosa, de curiosa postura... y sin cejas. Hace siglos que doctos e ignaros intentan explicárselo, pero las verdaderas razones están sin duda ocultas en esa sencilla tabla de madera de álamo oscurecida por el tiempo, que lleva el número 779 en el inventario del Louvre y es –según encuestas recurrentes– la pintura más conocida del mundo. Y también la más profanada, u homenajeada, según cómo se lo mire: desde las latas de dulce de batata hasta las redondeces de Botero, desde la etiqueta del Acqua Purgativa italiana hasta la parodia con bigote de Marcel Duchamp, sin olvidar los retratos de una Mona Lisa embarazada que causaron escándalo en Londres en los umbrales del 2000.
Dicen que la Gioconda –porque ahora que nuevas pruebas parecen finalmente confirmar que la dama en cuestión es Lisa Gherardini, casada con Francesco del Giocondo– no sería tan famosa si no estuviera en el Louvre, si no la hubiera pintado Leonardo, y si no hubiera habido durante tanto tiempo dudas sobre su verdadera identidad. No son pocos los críticos de arte que la denuestan, pero el público la ama. Y hasta el Código Da Vinci, fenómeno de multitudes, contribuye a mantenerla en el candelero de las obras de arte más conocidas y visitadas del mundo: no es casualidad que su retrato presida uno de los tres itinerarios “rápidos” del Louvre, pensados para quienes sólo quieren ver la Venus de Milo, la Victoria de Samotracia y a ella, que perdió en los túneles del tiempo los rasgos de su carácter y el sonido de su voz, pero alcanzó gracias al pincel de Leonardo una fama que, de haber podido imaginar, sin duda la hubiera hecho sonreír...
La única y auténtica Gioconda –siempre y cuando después del famoso robo cometido por Vincenzo Peruggia haya sido devuelto el cuadro original, algo de lo que nadie se permite dudar– hay que verla en el Louvre, el antiguo palacio real francés a orillas del Sena, convertido en el museo más visitado del mundo. Varios de sus millones de visitantes (8,3 sólo el año pasado) van expresamente para contemplar este retrato de 77 cm de altura por 53 de ancho, y comprobar que no importa dónde uno se ubique, su mirada siempre parece seguir al espectador (aunque esta propiedad, que se le atribuye a veces sólo a ella, es en realidad propia de muchos retratados que sostienen la mirada hacia el frente).
La concurrencia y la distancia hacen que, al fin y al cabo, no se pueda apreciar demasiado aquello que tal vez sea lo más bello y logrado de la Mona Lisa: la extraordinaria técnica de sfumatura, el esfumado, que los pinceles de Leonardo lograron en ella con total maestría. La misma técnica se aprecia en el paisaje del fondo, que ha despertado no menos interrogantes que la propia Gioconda: ¿dónde queda exactamente este paisaje, si es que existe? Los expertos no se ponen de acuerdo, pero es opinión difundida que el viajero que quiera verlo debería ir hasta el puente de Buriano, que cruza el río Arno en el valle de Chiana, cerca de Arezzo. Colinas, cirpreses, olivares, cultivos en terraza y viñedos: es decir, la flor de la Toscana, la región donde la joven florentina creció en el seno de una familia acomodada, dedicada al comercio de la lana, mientras su marido, Francesco del Giocondo, era del no menos poderoso gremio de la seda. Numerosos edificios y obras de arte de la Florencia medieval y renacentista fueron costeados por los comerciantes y banqueros de la ciudad, orgullosos de ejercer el mecenazgo y de ganar, al mismo tiempo, algunas indulgencias para borrar pecados terrenales.
La Florencia de aquel tiempo hoy todavía existe: quien pasee por la Piazza della Signoria, recorra el Palazzo Vecchio, cruce el Pontevecchio y visite la catedral de Santa Maria del Fiore estará viendo lo que vieron los ojos de la Mona Lisa.
Se cree que Leonardo pintó el cuadro aproximadamente entre 1503 y 1506: varios años después, abandonaría Italia llevando con él la pintura, nunca entregada a quien se la había encargado. El nuevo destino de Leonardo y la Gioconda fue Amboise, uno de los castillos de Francisco I, el rey que llevó a Francia el Renacimiento italiano: allí se le dio residencia en el Clos Lucé, conectado al castillo por medio de un pasadizo. Leonardo murió en este lugar, según se dice bajo la mirada de su célebre retrato... Hoy día, el Clos-Lucé es parte infaltable de una visita a Amboise, en una recorrida por los castillos del Loire: allí se encuentran las habitaciones donde vivió y trabajó Leonardo en sus últimos años, junto a las numerosas maquetas realizadas a partir de sus diseños, y un exquisito parque con reproducciones en tamaño natural de sus principales invenciones.
La Mona Lisa estaba destinada a quedar en Francia, y así fue, durante siglos. Sin embargo, a principios del siglo XIX un golpe inesperado la devolvió a Italia, y contribuyó inmensamente a aumentar su notoriedad: fue el episodio del robo cometido el 21 de agosto de 1911 por el pintor italiano Vincenzo Peruggia, que había estado trabajando en el Louvre y –nadie sabe exactamente con qué móviles– quitó la pintura del marco y se la llevó oculta entre las ropas. Fue un escándalo, donde se mezclaron el sensacionalismo, la amargura francesa –el Louvre cerró durante una semana– y el “patriotismo” italiano: mientras aparecían grandes titulares en los diarios, la noticia corría de boca en boca, se escribían auténticas “necrológicas” y surgían canciones populares, el cuadro estaba escondido en casa de Peruggia, que intentó infructuosamente venderlo en Londres y finalmente, ya en 1913, contactó a un anticuario florentino para ofrecerle la pintura. De París a Florencia, Peruggia hizo el viaje en tren para mostrar su tesoro a los expertos interesados en comprarlo. Junto con él viajaba de incógnito la Mona Lisa, guardada en una caja. Ambos se alojaron en el Albergo Tripoli-Italia, de la Via Panzani, que existe todavía... naturalmente rebautizado como La Gioconda. Cuidadosamente restaurado, el hotel sigue funcionando y recibiendo no sólo a turistas, sino también a curiosos y nostálgicos, sin olvidar tal vez a algún fantasioso que espera encontrar oculta en sus empapelados una auténtica tabla de álamo con el retrato de Lisa Gherardini.
Lo cierto es que el cuadro de Peruggia era el auténtico, y después de una gira por Florencia, Roma y Milán regresó triunfalmente al Louvre, donde siguió imperando como “pintura más famosa del mundo”, un título del que hasta ahora nadie ha podido destronarla. Y, dado que las noticias sobre su identidad siguen ganando los titulares, es de prever que habrá reinado de Mona Lisa para rato...
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