Dom 23.03.2008
turismo

EGIPTO > LOS HAMMAMS DE EL CAIRO

Los últimos baños

En la capital egipcia, sólo seis baños públicos, llamados hammams, dan cuenta hoy de una ancestral cultura de la sensualidad. Con su húmedo encanto y abiertos al lujo de la conversación en libertad, los hammams perduraron durante siglos. Ahora, la desidia y los integristas los están cerrando.

› Por Vicente Molina Foix *

A El Cairo no va uno a bañarse, sino a ver pirámides y tratar de distinguir, en el polvoriento aunque maravilloso Museo Egipcio, el atrezo fúnebre de Tutankamón, los retratos hiperrealistas de El Fayum o las distintas narices de Nefertiti. A bañarse y a sufrir los masajes más ásperos del mundo se va a Estambul, por ejemplo, o a Budapest, donde los denigrados turcos dejaron, entre otras huellas, el gusto y la fábrica de unas espléndidas casas de baños. Pero Egipto, como cualquier otro país musulmán, practica sagradamente el rito acuático, y Egipto, más que cualquier otro país de su entorno, vive además del agua, pues no habría cultura, agricultura, economía, ni siquiera vida sin el riego del Nilo, que cruza su territorio de norte a sur. Por eso la noticia de que los hammams de El Cairo están desapareciendo, y hasta son hostigados con una mezcla de celo integrista y suciedad mental, produce, más allá de la tristeza, la sensación de algo incongruente y hasta sacrílego.

Siempre han estado allí, y se dice que Egipto tuvo los primeros baños públicos, los más numerosos del Oriente, los más bellos, y tan apreciados por sus pobladores que existe la leyenda de que, en algunas épocas de penuria, los libros de la Biblioteca de Alejandría fueron quemados para calentar el agua de los baños de esa ciudad costera.

Hay testimonios antiguos y muy admirativos de los hammams de El Cairo: el viajero árabe por excelencia, Ibn Batutta, menciona satisfecho unas abluciones vistas en uno de ellos en el año 1326, y los dibujó primorosamente el equipo de artistas que, bajo la dirección del gran escritor y erudito Vivant Denon, realizó para Napoleón Bonaparte la monumental Description de l ’Egypte; pero yo llevaba en la cabeza, antes de visitar por vez primera la ciudad, la guía de un autor que fue mucho tiempo mi poeta de cabecera, Gérard de Nerval. Como tantos románticos europeos, Nerval viajó hacia el sur, y los cientos de páginas inspiradas por sus andanzas egipcias, sirias y turcas constituyen uno de los textos más perdurables del orientalismo decimonónico, en su peculiar mezcla de crónica, relato y diario íntimo.

Aunque cueste creerle hoy cuando uno entra en el hammam cairota de Bichri, o ve el conjunto de fotos hermosas y lacerantes de este reportaje, Nerval, que los frecuentó en 1843, cuenta que la mayor parte eran “verdaderos monumentos que servirían muy bien de mezquitas o de templos”, describiendo sus columnas de mármol, sus gabinetes abovedados, sus fuentes de traza elegante. “Allí podéis aislaros o mezclaros con la muchedumbre, que no tiene nada del aspecto malsano de nuestras congregaciones de bañistas, y se compone generalmente de hombres sanos y de hermosa raza, cubiertos, a la antigua, de una larga tela de lino. Las formas se dibujan vagamente a través de la lechosa bruma atravesada por los rayos blanquecinos de la bóveda, y uno puede creerse en un paraíso poblado de sombras dichosas.”

Nerval experimentó también el purgatorio de las piscinas de agua hirviente, donde “el bañista sufre diversas clases de cocción” y el castigo de los rudos masajes practicados en la zona por “esos terribles estafermos con las manos armadas de guantes de crin, que os desprenden de la piel largos rollos moleculares cuyo espesor os asusta, haciéndonos temer que acabaréis siendo usados gradualmente como una vajilla demasiado lavada”. Después viene el alivio de los hervores y las palizas, en tiempos de Nerval más mullido de lo que hoy lo es; el escritor francés describe, en el capítulo sobre ‘Las mujeres de El Cairo’ de su Voyage en Orient, la toma del café y los sorbetes, el humo enajenante de su pipa de narguilé, recostado en unas otomanas desde las que la clientela dominaba la sucesión de salas limpias y relucientes.

Fui a El Cairo con esas fantasías producidas por la palabra de Nerval y no encontré lujo asiático ni sabias manos férreas que después de darte una tunda te dejan como nuevo. El hammam de Bab el Bahr, situado en el barrio comercial de Mouski, es uno de los menos bastardeados de la capital, pero sus salas no tienen gracia ni atmósfera, al contrario que las de los más antiguos baños cairotas de Beshtak (siglo XIV) y Sinaniye (siglo XVI); ninguno llega, en todo caso, a la altura de los mejores baños turcos de Estambul, aquellos –como el situado frente al Gran Bazar– que construyó en la primera mitad del siglo XVI Sinán, uno de los grandes arquitectos civiles y religiosos de lo que podríamos llamar el Renacimiento paneuropeo. Frente a la dramática disposición de espacios, luces y sombras que caracterizan las obras maestras de Sinán, las construcciones de los baños de El Cairo, al menos tal y como hoy se encuentran, ofrecen estancias abigarradas, pero más acogedoras, donde el repinte en colores chillones no siempre esconde la vejez ruinosa de los materiales. El de Bichri tiene algunos rincones que producen la impresión de un patchwork donde los paños colgados a secar, el amontonamiento de los divanes y la mancha de sus ventanas y puertas pintadísimas parecen la obra de un anónimo artífice que un día fuese adepto del pop art y al siguiente se levantara practicando el arte povera.

Tampoco el viajero actual encontrará en los hammams de El Cairo la posibilidad del vicio que tanto atrajo a otro ilustre personaje, Gustave Flaubert. El autor de Madame Bovary viajó por Oriente Próximo pocos años después de Nerval, entre octubre de 1849 y junio de 1851, acompañado por el escritor y (excelente) fotógrafo Maxime du Camp. “El Oriente siempre”, escribía ya un Flaubert de 19 años a principios de 1841, y aunque la devoción resulte inverosímil en razón de su vida posterior, Gustave siguió diciendo hasta el fin de sus días que había nacido para vivir allí. En las cartas que escribe desde Egipto, muchas de ellas a su gran amigo y consejero Louis Bouilhet, el novelista se muestra explícito respecto de sus aventuras amorosas. Así, mientras recorre el Alto Egipto se entera de que el sultán Abbas Pacha ha cerrado los burdeles y prohibido el espectáculo de las danzarinas; Flaubert se las arregla para entrar en contacto con una prostituta clandestina, estableciendo la mujer y el cliente “una extraña relación en la que los dos se miran sin poder hablarse”. También asiste a una “danza de las abejas” ejecutada en un garito por hombres disfrazados de mujer, y tanto le atrae esa peculiar exhibición de “parloteo muscular” de los travestidos que los va siguiendo por los baños turcos donde actúan. Ninguna indecencia les resulta, a él y a Maxime, desdeñable, fuera o dentro de los hammams; a Flaubert se le ve disfrutar refiriéndole a Bouilhet la escena –vista en un mercado de El Cairo– de un asno masturbado por un mono.

Esta lubricidad no brilla tan públicamente en los barrios y calles de El Cairo actual, pero aun así las noticias que llegan respecto de la amenaza oficial contra los últimos baños públicos supervivientes de la época de los mamelucos y los fatimíes apuntan, una vez más en nuestros días, y una vez más con mayor virulencia en el ámbito musulmán, a operaciones de policía moral. Y no por la eventualidad de que, como sucede con disimulo en uno o dos céntricos baños turcos de Estambul, se practique entre sus aguas calientes la homosexualidad. Se trataría, más simplemente, de reprimir el concepto civil de estos lugares cerrados, pero abiertos a la palabra, íntimos y sensoriales, placenteros y purificadores, donde tradicionalmente se ha practicado, más que el amor, el lujo de la conversación. No sólo entre los hombres, que han proporcionado por razones sabidas una mayor cantidad de iconografía bañista. Las mujeres (al margen de las huríes y favoritas del harén) han sido siempre usuarias, en horario distinto del masculino, de estos espacios de relajación, intercambio social e higiene del cuerpo; (...)

En España tenemos, naturalmente, una larga memoria y una presencia física de los baños árabes y, antes, de la obsesión acuática de los romanos, grandes cultivadores de una cultura y una innovadora ingeniería del agua. Siempre me ha gustado creer, pese a su aire de falsedad manifiesta, la anécdota, leída en un libro de historia de las termas, que hace al emperador Nerón inventor de la palabra spa, tan de moda hoy. Nerón, según esa leyenda, habría exclamado, al ver una noche las magníficas fuentes de Roma en pleno funcionamiento, la frase “¡sanitas per aquas!” (la salud a través del agua), formando sus tres iniciales el rampante término balneario.

No se me ocurriría llamar spa a ninguno de estos pequeños y decaídos templos para la salvación del cuerpo que ahora pueden desaparecer del rico tejido urbano de la capital egipcia. Guardo recuerdos de toallas cairotas transparentes por el mucho uso, de sillas de reposo desvencijadas, de un jabón que me dieron tan espeso y oscuro que me hizo pensar en el que usaban los griegos de la palestra, hecho de cenizas y grasa de cabra, e idóneo, por lo visto, para la limpieza del poro y la eliminación de todo lo que el cuerpo destila de malo. Esos recuerdos, mezclados en mi repaso triste a las fotos que ilustran estas páginas, me han llevado a Cavafis. El refinado poeta alejandrino no fue muy proclive a los baños, pero la sensualidad amenazada le atañe. “Peligroso” se llama uno de sus poemas mejores, un himno a la alianza entre la reflexión y la pasión, puesto en boca de un estudiante sirio de Alejandría, Mirtias (cito un fragmento en la traducción de Ramón Irigoyen): “Entregaré mi cuerpo a los placeres, / a los goces soñados, / a los más atrevidos deseos eróticos, / a los lascivos ímpetus de mi sangre, sin / miedo alguno, porque cuando yo quiera / –y lo querré, fortalecido / como estaré con la contemplación y los estudios– / en los momentos críticos encontraré otra vez, / como en tiempos, ascético, mi espíritu”. z

* De El País Semanal.

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