NUEVA ZELANDA > VOLCANES, GéISERES Y MUCHO KIWI
Nueva Zelanda toma en esta época los colores fascinantes del otoño, que se vuelcan sobre la panorámica región de Rotorua, modelada por las erupciones volcánicas y la actividad geotérmica.
› Por Graciela Cutuli
Un país sin fronteras terrestres, una isla a más de 2000 kilómetros de sus vecinos, una de las últimas tierras del globo en ser habitadas. Y también una nación con dos nombres: Aotearoa, como la llamaron los nativos maoríes, y New Zealand, la denominación de los colonos anglosajones. Este país archipiélago, formado por dos grandes islas –la Norte y la Sur, cada una de las cuales reivindica ser la principal– y otras islas menores, encierra una sorprendente diversidad, que va más allá de los dos “embajadores” que lo representan en el mundo: el kiwi y los All Blacks.
CAJA DE SORPRESAS Nueva Zelanda tiene apenas cuatro millones de habitantes para una superficie casi equivalente a la provincia de Santa Cruz. Grandes espacios abiertos, paisajes espectaculares y una increíble diversidad biológica la pusieron en el mapa privilegiado de los países donde reinan el ecoturismo y la voluntad del desarrollo sustentable. Mark Twain, que recorrió el archipiélago y contó sus impresiones en su libro Siguiendo el ecuador, lo describió como “una Suiza neocelandesa, una tierra de soberbios paisajes, de grandezas nevadas, de poderosos glaciares y hermosos lagos”. Para él, los neocelandeses “se pararon aquí en su camino al paraíso, pensando que ya habían llegado”. Y más de un siglo después, es difícil no darle la razón.
Aunque su vecina Australia exporta mejor la riqueza y curiosidad de su fauna, desde canguros a koalas y ornitorrincos, la discreta Nueva Zelanda no se queda atrás: en este archipiélago viven los loros nocturnos llamados kakapos, los únicos que no pueden volar; las tuátaras, un reptil de espalda espinosa que se considera un auténtico “fósil viviente”; y por supuesto el kiwi, el ave nacional. Por asociación de color y textura, este pájaro dio nombre a una fruta, oriunda de China pero convertida en símbolo de Nueva Zelanda: el “kiwfruit”, o simplemente kiwi.
Nueva Zelanda está sobre el “cinturón de fuego de Pacífico”, en el límite entre dos placas tectónicas –la del Pacífico y la Australiana– que provocan actividad volcánica, sobre todo en la isla Norte. Como en Islandia, en el otro extremo del mundo, esta energía procedente del corazón de la tierra se usa para producir calor y electricidad: pero además, los volcanes modelaron el paisaje con formas caprichosas que ya a fines del siglo XIX habían convertido a estas islas remotas en un exótico destino turístico. Tal vez se deba también a los volcanes el nombre con que los maoríes bautizaron a su tierra: Aotearoa, la “tierra de la larga nube blanca”.
VIAJE A ROTORUA Aunque el verano es una de las épocas favoritas para quienes visitas Nueva Zelanda en plan de turismo aventura (aquí por ejemplo se inventó el “zorbing”, el descenso de las colinas envueltos en una gigantesca bola de plástico inflable, una práctica que ahora se usa en centros de esquí de todo el mundo en la temporada estival), los fotógrafos y camarógrafos saben que el otoño es una de las mejores temporadas para lograr las más hermosas imágenes. Un caleidoscopio de colores se vuelca entonces sobre árboles, montañas y lagos, sobre todo cuando toca un “kiwi autumn” o “indian summer”, una suerte de prolongación de verano hasta el comienzo del mes de mayo. En otoño cae, además, una de las principales celebraciones del calendario tradicional: el Matariki, o Año Nuevo Maorí, en los primeros días de junio. Tradicionalmente, significaba la llegada de la estación cálida y las perspectivas de una buena cosecha, con ceremonias a los dioses de la tierra, Rongo, Uenuku y Whiro; hoy día es una celebración de respeto a la tierra en que se vive y de homenaje a los ancestros. Todas las tribus maoríes lo celebran, y el espíritu de esta fiesta se vuelca sobre toda Nueva Zelanda, con representaciones especiales, clases en las escuelas, performances callejeras, exhibiciones de artesanías maoríes, clases para aprender a tallar la madera y shows musicales tradicionales.
El otoño es una época esplendorosa también en una de las regiones más visitadas y conocidas de Nueva Zelanda, Rotorua, en la isla norte, que ya en el siglo XIX atraía el turismo por sus famosas “Terrazas Blancas y Rosas”, grandes formaciones naturales de sílice que caían hacia un lago volcánico. Las terrazas fueron destruidas en 1886 por la erupción del Monte Tarawera, pero Rotorua no perdió su encanto: esta región increíble de géiseres, volcanes, aguas termales y cascadas siguió siendo –según decía el gobierno colonial en 1903– “el lugar donde tiran los muletas los inválidos, y recobran la salud los enfermos de gota”. Rotorua está a unas tres horas en auto de Auckland, la principal ciudad de Nueva Zelanda: claro que, como se conduce al estilo inglés, por la izquierda, dejarse llevar es lo más prudente para los no familiarizados con las rarezas de sentarse con el volante de otro lado.
Basta poner un pie para adivinar, con todos los sentidos, que estamos en el epicentro de un área termal activa: de algún modo, estos paisajes recuerdan a mayor escala las fumarolas y afloraciones de barro hirviendo que pueden encontrase en Copahue, en los Andes neuquinos. En cualquier rincón, en cualquier jardín, afloran vapores y un característico olor a azufre que harían de estas tierras las favoritas de Mefistófeles. No hay que alejarse mucho de la ciudad para llegar a los géiseres, volcanes, fumarolas, formaciones de sílice y hoyos de barro caliente que brotan de la tierra y habrían hecho las delicias de los personajes de Julio Verne en su descenso al interior de un volcán.
Sin necesidad de llegar a tanta aventura, Rotorua también hace las delicias de quienes prefieren los spa naturales, para relajarse en amplias piletas de agua mineral caliente y dejarse envolver por un revitalizante barro termal.
LAS PUERTAS DEL INFIERNO A unos 30 kilómetros de Rotorua se encuentra Waiotapu, un parque de actividad geotermal que cada visitante puede recorrer a su propio ritmo para descubrir los lugares más fascinantes que puedan imaginarse. Un área de cráteres colapsados, formados en los últimos siglos por la acidez del agua, está rodeada de asombrosos colores minerales en varios matices de rojo, verde y turquesa; luego una suave pendiente lleva hacia la Artist’s Palette y la Champagne Pool, una piscina natural de agua caliente que ocupa el cráter de una explosión ocurrida hace 700 años. El nombre se debe al color del agua y las burbujas de dióxido de carbono que bullen en su interior, a más de 70 grados de temperatura. Un vapor misterioso cubre la superficie, matizada de minerales como mercurio, antimonio, oro, talio y plata, y se dispersa llevando el aroma del centro de la tierra hacia las montañas circundantes. El sendero sigue y atraviesa el Bird’s Nest Crater, que algunas especies voladoras adoptaron como incubadora para sus huevos, y el Devil’s Bath, o baño del diablo. A medida que se avanza, cada paso lleva a una imagen más sorprendente que la anterior: campos de barro termal, lagos de intenso color rojo y azul, cascadas en forma de velo de novia y el vistoso Lady Knox Geyser, un géiser al que cada mañana se induce a la erupción arrojándole jabón. Hay que decir que responde, con un chorro que se eleva hasta los 20 metros de altura y dura más de una hora. Curiosamente, fueron los prisioneros de las cárceles de la región los primeros en descubrir el géiser, a principios del siglo XX, y también ellos quienes aprendieron a provocar las erupciones con jabón: un hallazgo casual, que se produjo cuando usaban el agua caliente para lavarse la ropa.
La experiencia geotermal se completa en otro parque de Rotorua, el Hell’s Gate, que se presenta como el de todos los records: aquí se encuentran la mayor piscina de agua hirviente de Nueva Zelanda y la mayor cascada de agua caliente del Hemisferio Sur, rodeadas de rocas a alta temperatura, fuentes de agua mineral y géiseres de agua y vapor. Para descansar de las sucesivas sorpresas y los impresionantes contrastes del paisaje, el complejo incluye el Wai Ora Spa, un lugar de relax donde se puede sentir toda la fuerza de la naturaleza y dejarse invadir por su energía revitalizante. Se diría que los barros, el agua y el vapor obran verdaderos milagros, ayudados por uno de los ambientes más ecológicos del mundo.
Cuando finalmente hay que dejar este lugar que transmite en sus vibraciones la más profunda savia de la tierra, parece imposible que a pocas horas estén Auckland, con un movimiento propio de una capital (aunque la de Nueva Zelanda es la más pequeña Wellington), su vida nocturna, las luces, la música y la gente. Pero así es, y cuando es hora de emprender el regreso no hay valija que alcance para llevarse consigo el bienestar y la belleza de Rotorua, parte del reino encantado de los maoríes, para quienes la tierra es “una madre que nunca muere”.
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