VACACIONES DE INVIERNO I > POR LOS CERROS DEL NOROESTE
Cachi, Cafayate e Iruya enlazan la pacífica belleza del Norte con la historia, los anhelos y las realidades de su gente. Desde la capital salteña, un itinerario por los Valles Calchaquíes y la alta cordillera, donde aún está intacta la esencia de los pueblos originarios.
› Por Pablo Donadio
El Norte llama. Y así se esté distraído, es imposible no escuchar su grito. La vida de los pueblos originarios, su historia, sus luchas y las tradiciones heredadas por generaciones, son piedras preciosas que aún se preservan con ardor en pueblos como Cachi, Iruya e incluso la reluciente Cafayate. En sus rincones, codiciados por el turismo nacional e internacional, todavía se mantienen algunos usos y costumbres de ese tiempo que nunca pasa.
LA LINDA Capital de los colores norteños, Salta afronta la consecuencia del progreso y la modernidad que ha acompañado su desarrollo, quizás el más destacado de las provincias del NOA. La verde fertilidad del valle donde se emplaza es el inicio de un recorrido cuyas tonalidades continúan con el adobe marrón de las casas de Cachi, el intenso violeta de la vid cafayateña y el cobrizo brillo de las montañas de Iruya. Base ineludible para cualquier visita, la ciudad se ubica a 1187 metros sobre el nivel del mar, en pleno valle de Lerma.
El punto más alto en las cercanías lo establece la Quebrada de San Lorenzo, cuyo ruido comienza a sentirse con el colectivo que transporta a los turistas desde la ciudad hasta la primera parada, donde el agua que golpea las rocas se hace más fuerte. La zigzagueante subida en busca de las vertientes comienza en medio de colinas que albergan una importante variedad de flora y fauna. Ahí pueden realizarse caminatas, cabalgatas y paseos en bicicleta, y en la base hay un importante parador, ideal para la hora del almuerzo, así como hosterías para quienes no se animen al camping.
CACHI CALCHAQUI Lugares más lindos que otros hay en todos lados, pero los Valles Calchaquíes alcanzan sencillamente la categoría de inolvidable. El viaje por la región, que fue víctima de una brutal historia preincaica y colonial, muestra sus marcas en varios pueblos de distintas regiones de Catamarca, Tucumán y Salta. Y ahí está Cachi, silenciosa e inmortal. Todo un ejemplo de aquella historia. Con pinceladas que sobreviven al tiempo, como lo que se compra por peso en sus añejos almacenes, donde se suelen redondear los importes y recibir hasta una “yapa”, apelando a recuerdos de tiempos idos. Cabecera de los Valles Calchaquíes y bautizada por algunos como el paraíso del queso de cabra, Cachi posee una de las iglesias más antiguas y bellas del circuito, destinada en su creación a la catequesis y consolidación de la lengua hispana. Su espadaña y recova de arcos ojivales son una muestra clara de la impronta del siglo XVIII. Gran parte de su arquitectura remite a la colonia: casas con ventanas de rejas y postigotes adornados de faroles están presentes a la vuelta de cada esquina. Pero Cachi atesora mucho más que estos modestos detalles, y es un lugar ideal para escuchar la historia según las voces de su gente. Caminar entre las casitas de adobe, que vistas de lejos dibujan una uniformidad colonial marrón propia de película, invita sí o sí a reflexionar.
Llegar hasta allí no es nada fácil. El camino de cornisa es escarpado y, si no hay buen clima, irrealizable. La altura y el ripio sólo son vencidos con maestría por los choferes del Huayra, la línea de colectivos que llega a destino desafiando la gravedad. En medio del trayecto aparece esa foto sorprendente que muestra las nubes por debajo de los pies, especialmente en la Cuesta del Obispo, la primera parada en los 157 kilómetros que separan Cachi de Salta capital. Atravesado por la Ruta 40, y rodeado por algunas altas cumbres, el pueblo nace en la unión de los ríos Cachi y Calchaquí, y ya ha dejado de ser sólo un lugar de paso.
Muchos lo eligen para instalarse unos días y su oferta hotelera se renueva a gran velocidad, cuestión que ha generado contradicciones entre los que defienden su origen y quienes lo fomentan como nueva meca del turismo local. “Me gusta que venga mucha gente”, dice Alberto mientras juega a la bolita con su ocasional compañero en la puerta de la ferretería sin nombre. Su padre es más escéptico respecto de la prosperidad: “Mientras no cambien nada...”, dice escueto, pero tajante.
El suelo de Cachi no sólo es histórico; también es fértil para la siembra de hortalizas y legumbres, pero sobre todo para los pimientos, el producto más requerido de la región, que en épocas de cosecha es expuesto en las verdes laderas de los cerros, dibujando “ríos” de un rojo furioso. La comida lleva sus condimentos y por supuesto la impronta de las costumbres norteñas, que además brindan los exquisitos tamales y humitas, elaborados con sabiduría en las casas de familia, devenidas en comedores y restaurantes en época de mucho turismo.
Aún más antiguo y sorprendente que Cachi es Cachi Adentro, unos dos kilómetros más allá del poblado central, donde los arroyos que bajan de los nevados crean pequeñas cascadas y piletones de aguas transparentes. Allí la totalidad de las viviendas es de piedra y adobe, y se puede ir de a pie y solo, aunque también se realizan excursiones con lugareños a sitios arqueológicos como El Mariscal, Borgata, Las Pailas y la Puerta La Paya, recintos habitacionales y tumbas circulares del año 600 y 900, pertenecientes a la cultura de los Pulares y Payogastas.
UN CINTURON DE VIÑEDOS Desde Cachi y previo paso por El Carril, la llegada a Cafayate implica adentrarse en un cúmulo de viñedos y bodegas. Famosa por la producción de excelente vino torrontés, Cafayate es –junto a Tafí del Valle (Tucumán)– la ciudad más importante dentro del circuito turístico de los Valles Calchaquíes. Y esa pertenencia al sistema de valles y montañas de 520 kilómetros de extensión, considerado uno de los sitios más valiosos de la Argentina por su riqueza cultural, está muy presente en sus museos. Esa lucha que perduró más de 100 años con los invasores españoles en las famosas guerras calchaquíes, iniciadas en 1562 por el jefe militar Juan Calchaquí, está viva en algunos objetos muy bien resguardados que vale la pena conocer.
Cafayate se ubica a 180 kilómetros de Salta capital, y ocupa un lugar estratégico en el que convergen además las provincias de Tucumán y Catamarca, por lo que suele ser visitado también por quienes buscan una recorrida más amplia por el Norte.
Aquí las excursiones comienzan en torno de su plaza central, con decenas de puestos de artesanos y agencias de turismo que invitan a conocer las bodegas más importantes, deleitarse con las cosechas de uva local y hasta aprender los procesos de elaboración. Claro que si de salidas se trata, la excursión de Cafayate arranca detrás del centro, y es nada menos que el desafío de las cinco (algunos aseguran que ocultas hay cuatro más) cascadas. Esta salida, que puede durar hasta cinco horas, se realiza con o sin guía, y atraviesa paisajes montañosos y vegetación árida, donde los cardones muestran todo su esplendor.
Otra de las visitas necesarias para conocer realmente Cafayate es la Quebrada de las Conchas, uno de los mejores paisajes de la provincia. Allí se encuentra un impresionante tramo del camino incaico, a escasos metros de la RN 68, construido para el tránsito pedestre de hombres y llamas, que trasladaban minerales y productos comestibles entre las diferentes regiones del imperio.
Cafayate es muy activo también en cuestiones musicales y artísticas, y las fiestas locales encuentran su punto alto en el famoso festival folklórico Serenata a Cafayate, al que asisten visitantes desde varios puntos del país. Pero el legado de los diaguitas que habitaron la región se encuentra materializado sobre todo en las pinturas rupestres del Divisadero y las Cavernas de San Isidro, sólo dos ejemplos de la belleza histórico-cultural que reside en su suelo.
VIVIR SOBRE PENDIENTES Casi en los límites de Salta, con toques de la Quebrada de Humahuaca y en las propias entrañas de la cordillera andina, aparece Iruya. Llegar a su departamento, uno de los 23 de la provincia, es aún más complejo que a Cachi, y si la lluvia aparece en los caminos de cornisa, los colectivos del Huayra sencillamente no entran (ni salen). Esto significa que las “varadas” en Iruya son tan clásicas como las empanaditas y tortillas de grasa y chicharrón. La única forma de llegar a ese acceso se da desde Humahuaca, pero el esfuerzo sí que vale la pena.
Ubicado a casi 3 mil metros sobre el nivel del mar, en plena pendiente, el paisaje montañoso no es decorado geográfico sino parte del andar mismo de cada residente. Ya el camino de ingreso da la pauta de lo que vendrá, con una larga cuadra de adoquines apostados en subida, junto a la plaza de la iglesia. Apenas se baja del colectivo, las ofertas para el hospedaje aparecen en las propias bocas de sus habitantes. Eso ocurre con Palmira, flamante propietaria del Hospedaje Palmira, a una cuadra (la de la terrible subida) de la iglesia. Palmira nació en San Isidro, uno de los 25 pueblitos perdidos en esas montañas. Ella vino con su esposo hace nueve años, porque “Iruya creció y hay muchas oportunidades para mejorar la vida”. Allí se hizo una casa de adobe y dos años después sumó tres cuartos, que hoy alquila a precios muy razonables. “A veces vuelvo a San Isidro, aunque me cuesta caminar un poco. Tengo parientes, pero ya me acostumbré a estar acá”, dice remarcando la diferencia que encuentra con su lugar de origen.
Eso describe también la forma de vida de San Isidro –quizá la excursión más linda y sorprendente de la zona–, un lugar donde las bebidas están “al tiempo”, ya que sólo dos horas al día se cuenta con energía eléctrica, proveída por una pequeña pantalla solar. Para llegar hay que caminar tres horas por precipicios sembrados de cactus, cruzar ríos, plantaciones de maíz inclinadas en los cerros y cosas por el estilo. La recompensa es la mejor: una sonrisa, la compañía de una empanada casera y, con suerte, algún canto con el sikus (la especialidad del lugar), muestra clara de la supervivencia del aborigen a la cultura hispánica, para guardar en el corazón.
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