ESPAÑA > POR EL CENTRO DE LA CAPITAL
Ciudad de libros y poetas, Madrid tiene corazón literario. Un paseo céntrico recorre las casas de los grandes escritores españoles y los centros de cultura y debate del siglo XX. Están en el triángulo delimitado por la Calle de Alcalá, la Calle de Atocha y el Paseo del Prado, con el vértice en la Puerta del Sol.
› Por Graciela Cutuli
Es domingo por la mañana, temprano todavía, y como en todas las grandes ciudades los únicos que están en las calles son los turistas. Los demás duermen por ahora las consecuencias de la última salida nocturna, aquí en esta Madrid que se sabe amante de la marcha y la trasnochada. Linda hora, antes de que el calor –que al mediodía puede ser impiadoso– empiece a filtrarse por todos los rincones de la ciudad real.
El triángulo que tiene vértice en la Puerta del Sol y lados delimitados por la Calle de Alcalá, la Calle de Atocha y el Paseo del Prado encierra el corazón del Madrid literario, allí donde a los grandes edificios que reflejan la historia política y económica de España se suman los que dan cuenta de su histórica y activa vida cultural, teatral y social: este barrio se conoce como el de Huertas (porque aquí había antiguamente una serie de huertas adyacentes a la Plaza Mayor, con teatros y prostíbulos de calidad) o de las Musas, porque algo parece haber en estas callecitas angostas bordeadas de casas antiguas que invita al contrapunto literario y la inspiración letrada. Bien lo habrán sabido Cervantes, Calderón y Lope de Vega, allá en los tiempos dorados del Siglo de Oro español.
LA PLAZA DE SANTA ANA Sobre la explanada de la Plaza Santa Ana, apenas si empieza a despuntar el movimiento de las cervecerías y los bares de tapas que le dan toda su animación nocturna. La plaza, a la que se llega subiendo por la empinada y ahora tranquila calle de Huertas, fue abierta por José Bonaparte en 1810 y luego ensanchada hasta el frente del Teatro Español, que tiene sin duda viejo linaje: en 1583 se representó por primera vez en este mismo lugar una obra dramática, en lo que era entonces el Corral de Comedias del Príncipe, solar pionero del teatro peninsular. Es que por entonces los teatros no eran lugares fijos y sólidos sino que las obras se representaban en algún “corral de vecinos”, con casas alrededor y un patio que se habilitaba para teatro. Hubo así numerosos teatros ambulantes, mundos itinerantes que dieron pie a un universo propio recorriendo los caminos de España. Cuando los teatros empezaron a hacerse fijos, conservaron la misma estructura, y lo mismo este Teatro Español –cuya forma definitiva le fue dada por Juan de Villanueva en el siglo XIX– donde supieron estrenar nada menos que Lope de Vega, Lope de Rueda, Calderón, Tirso de Molina, García Lorca, Valle-Inclán y Jacinto Benavente, entre otras plumas del teatro grabadas en el frente. Como pequeño secreto, entre los números 1 y 3 de la Calle del Prado hay una puertita gris que abre sobre un pasadizo oculto: este pasaje permitía que las damas ingresaran a la cazuela del Teatro Español.
Claro que no hay literatura sin rivalidad, y la del Teatro Español era con el Teatro de la Cruz, que se encontraba enfrente y marcaba otra tendencia: unos eran “chorizos”, los otros eran “polacos”, y eran enemigos tan acérrimos como habituales. Mirando hacia el teatro, una estatua de Federico García Lorca –que solía reunirse en la Cervecería Alemana de la esquina con personajes como Salvador Dalí y exponentes de la Generación del ’27– da la espalda al hotel ME Reina Victoria, antiguamente el típico hotel literario madrileño. A pocos pasos preside con él la plaza una estatua de Calderón de la Barca. Es hora de hacer un alto para disfrutar este Madrid donde empieza a insinuarse el mediodía, mientras recordamos que, bien entrada la tarde, Santa Ana desborda de ambiente taurino y toreros dispuestos a iniciar su camino del Hotel Victoria a la Plaza de Toros.
EL ATENEO MADRILEÑO Cerca de la Plaza Santa Ana, sobre la Calle del Prado, el Ateneo de Madrid es uno de los templos del Madrid literario y erudito que supo prosperar en los siglos XIX y XX. Basta un vistazo a su Galería de Retratos, desde donde observan nuestro paso Mariano José de Larra y Antonio Machado, entre tantos otros, para sentir la influencia de este círculo que marcó el pensamiento y la vida pública españoles con sus reuniones culturales, sus conferencias y su impresionante biblioteca. Ahora, el brillo de antaño no reluce tanto como antes: otros tiempos, otras costumbres han venido a imponerse en la vida madrileña, pero su notable calendario de actividades y su ilustre historia le siguen reservando un lugar de privilegio en el Madrid literario del siglo XXI.
LOPE DE VEGA Y CERVANTES Una de las joyas de este Barrio de las Musas es la casa donde vivió durante los últimos 25 años de su vida Lope de Vega, impecable ejemplo de lo que eran las casas en el Madrid del siglo XVII (cuando, naturalmente, era todo un lujo ser propietario de una residencia individual). Por el momento está cerrada por obras, pero cuando abra nuevamente se podrán volver a apreciar sus decoraciones con muebles y objetos de la época, de los cuales algunos podrían haber pertenecido al escritor. Se conservan en el interior el estudio y los aposentos de Lope de Vega, así como el jardín del comediógrafo.
Sin embargo, no deja de ser curioso que la casa de Lope esté... en la Calle Cervantes (que mantenía con el exitoso dramaturgo una fuerte enemistad, por no decir odio, llegando a satirizar sus obras en El Quijote). Es que aquí mismo se encontraba la casa donde murió el ilustre creador del Caballero de la Triste Figura, un edificio que se conservó hasta el tan lejano 1833: por entonces, pese a la intervención del propio Fernando VII, no hubo forma de disuadir a su propietario para evitar la demolición. Se colocó entonces en la fachada de la nueva casa una placa que recuerda al ilustre “manco de Lepanto”, con las fechas en las que vivió y murió en Madrid. Se cree que parte del interés de Cervantes en residir aquí era la existencia justo enfrente de un “mentidero”, allí donde se hacía y deshacía esa vida teatral madrileña en la que el novelista nunca pudo triunfar, muy a su pesar. Otro homenaje, tras la demolición de la casa, fue el cambio del nombre de la calle, que dejó su nombre de Francos para llamarse, como hasta hoy, Calle de Cervantes.
Claro que a Lope de Vega no le falta su calle (antiguamente Calle de Cantarranas), paralela a la de su rival. Y, nueva paradoja, es aquí donde se levanta el Convento de las Trinitarias Descalzas, donde fue abadesa la hija de Lope y donde se encuentra la tumba –nunca identificada– de Cervantes. Curioso destino que lo une a su enemigo literario, ya que tampoco se conoce el destino de los restos de Lope (ni los de Calderón, para completar este extraño panorama de pérdidas post-mortem). Las Trinitarias –una típica iglesia madrileña del siglo XVII– no se visita, pero abre cada año el día de la muerte del autor de El Quijote, el 23 de abril. A pasos nomás, cerca del convento, una placa recuerda en la Calle de Atocha el lugar donde se levantaba la imprenta de Juan de la Cuesta, el editor de cuyas imprentas salieron las inmortales páginas de El Quijote y muchas otras obras de Cervantes. Y, para completar el homenaje, alcanza medio día para llegar hasta Alcalá de Henares, muy cerca de Madrid, y visitar la casa-museo de Cervantes.
QUEVEDO Y GONGORA TAMBIEN SE ODIABAN Cervantes y Lope son un buen ejemplo de que el genio literario no le es esquivo a las rencillas ni a las disputas, llegando a la sátira y el insulto. Pero no es el único, y el barrio literario de Madrid tiene otro ejemplo muy cercano: el de Quevedo y Góngora, que también hicieron sonar sus pasos por este barrio.
Ya muerto Cervantes, en 1620, Quevedo compró en Madrid un piso en la Calle del Niño (la que hoy justamente lleva su nombre, aunque nunca vivió allí) y se dio el gusto de echar a su ocupante: era don Luis de Góngora, que si no gozaba de las simpatías de Quevedo al menos sí fue admirado por Cervantes, que le dedicó estos versos: “Aquel que tiene de escribir la llave, / con gracia y agudeza en tanto extremo, / que su igual en el orbe no se sabe / es don Luis de Góngora, a quien temo / agraviar en mis cortas alabanzas, / aunque las suba al grado más supremo”.
El que bien conocía de estos dimes y diretes antes apasionados, y hoy relegados al anecdotario que corre paralelo a toda la historia de la literatura española, era sin duda don Marcelino Menéndez y Pelayo, ilustre investigador y prolífico literato que presidió la cercana Real Academia de la Historia en 1909. La sede de esta otra Real Academia (la de la Lengua está un poco más lejos) está también en el corazón del Barrio de las Huertas y se la puede reconocer fácilmente por la parrilla de la fachada, símbolo del desgraciado San Lorenzo que murió así cocinado, porque había sido construida para albergar los libros de rezos de los monjes de El Escorial (monasterio puesto bajo la advocación de dicho santo, y por lo tanto con la parrilla también colocada como emblema en sus fachadas).
Entre tanto libro y tanta historia, claro, Madrid avanzó hacia las primeras horas de la tarde. Es la hora en que el sol obliga a dejar reposar las páginas, para tomar descanso a la sombra de una plaza –volver a la de Santa Ana para cerrar el círculo es lo ideal– y luego, por qué no, dar un paseo por el popular mercado de El Rastro. Pero ése ya es otro cantar...
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