DIARIO DE VIAJE > UN NEUROLOGO ESTADOUNIDENSE EN MEXICO
El neurólogo Oliver Sacks, autor de Despertares, es también un amante y un especialista en helechos. En busca de estas plantas se embarca junto con un grupo de aficionados en un viaje a México, una experiencia que describe en su Diario de Oaxaca.
› Por Oliver Sacks *
Me ilusiona pasar una semana lejos del gélido invierno neoyorquino, en Oaxaca, donde voy a reunirme con unos amigos botánicos y llevar a cabo una incursión en busca de helechos. En el mismo avión, de la línea AeroMéxico, hay un ambiente distinto al que he visto en cualquier otro vuelo. Apenas hemos despegado cuando la mayoría de los pasajeros se levanta, y mientras unos charlan en los pasillos otros abren bolsas de comida, e incluso algunas madres amamantan a sus pequeños, se desarrolla una escena social similar a las de un café o un mercado mexicano. Al subir a bordo, me siento ya en México. Los letreros luminosos que indican la necesidad de mantener abrochados los cinturones de seguridad aún están encendidos, pero nadie les presta atención. He tenido un atisbo de esta sensación en aviones españoles e italianos, pero aquí está mucho más marcada: esta fiesta inmediata, esta atmósfera risueña a mi alrededor. ¡Cuán esencial es ver otras culturas, ver hasta qué punto son especiales, locales, y lo poco universal que es la tuya propia! En contraste con el de este avión, el ambiente en la mayor parte de los vuelos estadounidenses es rígido y carente de alegría. Empiezo a pensar que voy a disfrutar de esta visita. En cierto sentido, es muy poco el goce “permitido” en estos tiempos, y sin embargo no hay duda de que la vida está para gozarla.
Mi vecino, un jovial hombre de negocios de Chiapas, me desea “Bon appetit!” y luego, cuando llega la comida, la versión española de estas mismas palabras: “¡Buen provecho!”. No entiendo nada de lo que dice el menú, por lo que acepto lo primero que me ofrecen, un error, ya que resulta ser empanada, mientras que yo prefería pollo o pescado. Lamentablemente, mi timidez y la incapacidad de hablar lenguas distintas a la mía constituyen un problema. La empanada no me gusta, pero como un poco considerándolo parte de mi aculturación.
(...)
Hemos llegado al centro de Oaxaca, donde las calles se conservan tal como fueron trazadas en el siglo XVI, una sencilla cuadrícula orientada de Norte a Sur. Observamos que algunas calles tienen nombre de personajes políticos, como Porfirio Díaz, pero nos llevamos una grata sorpresa al ver que a otras les han dado los nombres de diversos naturalistas. Alexander von Humboldt, el gran naturalista, visitó Oaxaca en 1803 y describió esa experiencia en su Viaje a las regiones equinocciales. John Mickel señala un parque llamado Conzatti, y nos dice que éste no fue botánico profesional, sino un maestro y administrador de escuela, el primer pteridólogo de México, quien en 1939 documentó más de seiscientas especies de helechos en el país.
Entretanto, J. D. ha avistado una tangara que está posada en un árbol de mango, y lo añade a la lista que está reuniendo.
Hacemos un alto para ver la gran iglesia colonial de Santo Domingo. Es un templo enorme, deslumbrante, abrumador por su magnificencia barroca, sin un centímetro que no esté dorado. Esta iglesia produce cierta sensación de poder y riqueza, los del ocupante. Me pregunto qué cantidad de todo ese oro fue obtenida en las minas por esclavos, y qué cantidad resultó de fundir los tesoros aztecas.
¿Cuánto sufrimiento, esclavitud, furor y muerte intervinieron en la construcción de esta magnífica iglesia? Y, sin embargo, las imágenes representan a personajes de baja estatura y cutis oscuro, opuestas a las estatuas idealizadas y agrandadas de los griegos. Es evidente que se utilizaron modelos locales y que la imaginería religiosa se adaptó a las necesidades y las formas del lugar. En el techo está pintado un gigantesco árbol dorado, de cuyas ramas penden nobles tanto de la corte como eclesiásticos: la Iglesia y el Estado mezclados, como un solo poder.
Una pintura de la Virgen, dorada y ornamentada, reluce en medio de la alta y oscura nave (“¡Dios mío! -–susurra J. D.–, ¡mirad esto!”). Debajo hay una mujer arrodillada, vestida de negro, tal vez una monja, y alza la voz a intervalos, emitiendo un sonoro canto gutural o una invocación. Está sumida en un estado de éxtasis, de adoración. Su actitud me parece un tanto teatral, histriónica. Creo que, si desea orar, debería hacerlo discretamente, sin llamar la atención de nadie. Pero a otros les parece hermoso, conmovedor.
En el exterior de la iglesia, hay una hilera de vendedores que ofrecen hamacas, collares, cuchillos de madera y pinturas. Compro una hamaca multicolor y un delgado cuchillo de madera. Scott hace lo mismo (“sólo para que corra el dinero”, me dice). Al otro lado de la calle hay unas tiendecillas, y entre ellas distingo una con el letrero: “Gastenterolia endoscópica”. Me hago la absurda pregunta de por qué alguien querría hacerse una colonoscopía, un gastroscopía, un sigmoidoscopía en este entorno sacro.
Luis, nuestro guía, no deja de ofrecernos nueva información.
“Aquí está la llamada ‘casa de Hernán Cortés’. El conquistador nunca estuvo aquí, pero, de haber visitado alguna vez Oaxaca, éste es el lugar donde se habría alojado. Es su casa oficial, por así decirlo.” Junto a la casa, en la calle, hay un camión de gasolina, con las palabras Milleania Gas pintadas en el exterior de la cuba.
Y delante de la iglesia, esa bella muestra de arquitectura, hay un jardín de una fealdad inexplicable, dos grandes cuadrados de tierra rojiza en los que crece un vegetal suculento semejante a un árbol, Echeveria, unas plantas de aspecto extraño y fantasmal similares a trífidos... Echeveria y nada más. Al parecer, hubo aquí un jardín agradable y abigarrado, pero por alguna razón perversa lo eliminaron y sustituyeron por este misterioso conjunto de tierra roja y plantas raras, que hace pensar en cómo sería un jardín marciano.
A unas pocas manzanas de Santo Domingo, nos detenemos ante una minúscula pero espléndida y aromática tienda de especias. Mis compañeros botánicos están fascinados tanto en el aspecto gastronómico como en el botánico. Scott me dice que había por lo menos ciento cincuenta plantas domesticadas antes de Colón. Identificamos cada una por el nombre latino y el corriente; lo husmeamos todo, identificamos los matices olfativos. Muchos de mis compañeros compran especies exóticas para llevárselas a casa. Yo me contento, tímidamente, con unos pistachos y pasas.
Hay unas torres enormes y compactas de chiles, como balas de algodón o castillos, de colores verde brillante, amarillo, naranja, escarlata, que parecen muy característicos de Oaxaca. Por lo menos veinte variedades de chile son de uso corriente: chile de agua, chile poblano y chile serrano son las variedades frescas que más se consumen; hay también chile amarillo, chile ancho, chile de árbol, chile chipotle, chile costeno, chile guajillo, chile morita, chile mulato, chile pasilla de Oaxaca, chile piquín y toda una familia de chiles denominados chilhuacle. Desconozco si todas ellas son especies distintas o variedades obtenidas mediante domesticación. Es de suponer que todas ellas difieren en sabor, textura, carácter picante, complejidad, en una docena de otras dimensiones a las que es sensible el paladar de los oaxacanos. En Nueva York tengo un frasco en cuya etiqueta dice “chile en polvo”, y a eso se ha reducido hasta ahora mi conocimiento de esta especia.
* Oliver Sacks, Diario de Oaxaca. National Geographic Society-RBA, 2002. Trad. De Jordi Fibla.
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