Dom 10.11.2002
turismo

ESPAÑA VISITA AL POPULAR MERCADO DE MADRID

Un Rastro con muchas huellas

Los domingos a la mañana, una marea de visitantes y locales se desparrama por las calles que desembocan en la Plaza del Cascorro, epicentro del mercado de El Rastro, ubicado en pleno barrio histórico de Madrid, que desde hace décadas y más décadas sigue siendo uno de los paseos casi inevitables de todo turista que llega a la capital española.

Por Jorge Pinedo

No hay dos mercados iguales. El porteño, pulguero de Dorrego; el Kalan de Peshawar; el de Tristán Narvaja en Montevideo; el Kunari de Agra; el de la Place de Algire en París, todos, aunque ofrezcan prácticamente los mismos productos –o similares–, son esencialmente distintos. Tanto esencialismo reside en que cada mercado constituye –como dice el etnólogo Claude Lévi-Strauss– una gran ocasión de la vida colectiva que saca a la luz “un régimen de producción que hasta el momento había sido individual; cada cesto refleja la originalidad de su titular”. Por eso, el Rastro de Madrid, desde hace casi un siglo, cada domingo o feriado a partir de las nueve de la mañana, atestigua a favor de la libertad de un pueblo, toda vez que procura, comprando y vendiendo, escapar a la economía masificada.
Como araña que lanza sus extremidades por cuestas y bajadas a varias cuadras de distancia, el zoco tiene por cuerpo central la Plaza del Cascorro, donde la estatua ecuestre del popular héroe madrileño de la guerra con Cuba marca el epicentro ubicado en pleno bario histórico. De tal modo, las mañanas domingueras desparraman el gentío por la Ribera de Curtidores hasta la Ronda de Toledo, se abre hasta la calle del mismo nombre hacia el Este y sigue hasta Embajadores por el Oeste. Compradores, vendedores y mercadería conforman un conjunto caótico, heteróclito al estilo de una enumeración borgeana, a tal punto que convoca un público que disuelve las clases y hace estallar los prejuicios. Un célebre cantaor flamenco puede estar revolviendo los cajones de discos de vinilo en pos de una melodía inaudita, tanto como un atildado político vernáculo es capaz de practicar el deporte por antonomasia –el regateo– a propósito de una figurita en bronce escondida en un anticuario.
A medida que la marea humana se aleja de la Plaza del Cascorro, los precios comienzan a descender para quien trace la comparación de un puesto callejero a otro e, incluso, con los negocios dispuestos en esas calles que para la ocasión compiten más o menos ferozmente con sus ocasionales vecinos de quita-y-pon. Abundantes en chamarilerías (compraventa de usados) y almonedas (establecimientos cuyo arte consiste en anunciar los más bajos precios), las callecitas serpentean en un ambiente bullanguero y festivo, multitudinario, musical y jaranero en el que los amigos se encuentran a tomar algún aperitivo, los niños se pierden y los amantes se besan a la sombra de las toldillas. Siempre ingenioso, el escritor Ramón Gómez de la Serna solía exagerar que los mercados españoles sintetizan la filosofía de sus habitantes y El Rastro en particular refleja cada etapa histórica de la vida del país. Al modo de una excavación arqueológica, pero horizontal y ampliada, el mercado convierte el ojo del observador en una lente que pasea por un museo retrospectivo, con condecoraciones militares, cuadros kitsch, retratos sepiados de familias adustas, afiches de propaganda prohibida durante la dictadura franquista, panfletos y publicaciones fascistoides, así como un nutrido intercambio en negro de “peristas”, aquellos que reciclan objetos robados. Mientras, pese a ser absolutamente legal, para los visitantes rioplatenses resulta una experiencia casi transgresora visitar los puestos que ofertan artículos referidos a hierbas de consumo vedado en sus países de origen: narguiles, pipas, manuales de cultivo, prensas, dispositivos de armado, cubas de plantación y souvenirs alusivos de toda clase.
Como todo espacio saturado de visitantes, el paseo resulta proclive a la labor de los carteristas, de modo que los habitués aconsejan llevar mochilas y riñoneras al frente, eventualmente desembolsar dinero en cambio chico y repartir el efectivo en más de un bolsillo. Dado que el arrebato y el asalto son prácticamente inexistentes, el mayor nivel de violencia con que el curioso se puede topar en El Rastro (y en España en general) es el de alguna vecina aturdida que desde el balcón arroja agua al grupo musical que canta bajo su ventana esperando monedas en la gorra.
Durante los cambios de temporada, los productos correspondientes salen en liquidación primero en los negocios tradicionales y casi de inmediato ingresan en este mercado informal a precios inferiores hasta en un 80 por ciento. Suma que puede descender aún más con un hábil regateo. Siempre resta ese curioso estrato de entes indiscernibles que abarcan picaportes, pasamanería, eventuales piezas de lo que pudo haber sido un objeto decorativo, todo entremezclado en un océano de chucherías que domingo a domingo se renueva. Diversidad que se extiende a los muros, a las medianeras pintadas por los artistas locales, hasta la decoración de balcones delirantes como, a la salida de El Rastro, se luce al final de la calle Fray Ceferino de González, donde el propietario ha mezclado santos con plantas y muñecos descuajeringados.
A las tres de la tarde, como si una señal omnímoda aturdiera, al unísono los puestos se levantan y en pocos minutos las brigadas de limpiadores dejan la zona impecable, como si allí nunca nada hubiera sucedido. Magia de una gran ciudad que, dotada de la generosidad que sólo la experiencia de los siglos propone, da cabida a objetos, enseres, modalidades de intercambio, individuos y etnias. Gente que en su ciclo de reciprocidades produce una entidad tercera, distinta, propia, El Rastro.

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