Domingo, 1 de marzo de 2009 | Hoy
RIO NEGRO> EXCURSION A LA SALINA DEL GUALICHO
La salina del Gualicho, cerca de Las Grutas, una de las playas más concurridas de la Patagonia, es territorio de leyenda. Crónica de una visita al corazón del reino de la sal. El sobrecogedor espectáculo de la noche en la estepa blanca bajo un cielo infinito de estrellas.
Por Graciela Cutuli
Son las seis de la tarde, y un grupo animado está reunido en el centro de Las Grutas, desdeñando el llamado de la playa en una espléndida tarde de sol. Uno a uno, vamos subiendo en un vistoso camión preparado para dejar atrás las rutas costeras rionegrinas y adentrarse en el desierto: el destino de la expedición es la Salina del Gualicho, en el Bajo del Gualicho, que con 72 metros bajo el nivel del mar es la segunda mayor depresión de la Argentina, después del Bajo San Julián. También es la salina más grande del país, con una superficie equivalente a la Capital Federal; la segunda de América después del Salar de Uyuni, y la tercera en explotación industrial. Sólo unos 60 kilómetros la separan de Las Grutas, pero el contraste es tan intenso que la imaginación multiplica la distancia por diez.
Lentamente, sacudiéndose al ritmo que marcan los vaivenes del camino y espiado por manadas de guanacos curiosos, el camión avanza por una ruta de ripio que de pronto deja ver, allá a lo lejos, una difusa mancha blanca. Es el primer avistaje de la salina, un oasis blanco en medio de la estepa, que poco a poco se va acercando hasta que de pronto el camión ya está circulando sobre una huella de sal y bajamos, entre asombrados y conmovidos, en un enorme playón rodeado de altos bloques que parecen nieve en polvo.
“El origen de este salar –explica el guía, rodeado de máquinas y blancos bloques de sal– es netamente marino: cuando se empieza a elevar la cordillera de los Andes, este sitio sufre una gran depresión e ingresa el mar; por eso se encontraron fósiles de gran tamaño correspondientes a costas. Cuando el mar se retiró, el agua estancada se evaporó y por decantación la sal quedó pegada en el fondo.” En millones de años, la capa madre sumó 23 metros de profundidad.
El ecosistema es curioso: gracias al invisible contacto entre el mar y la salina, cuando las mareas suben también suben las napas, y entonces el agua brota sobre la sal. Parados sobre un bloque blanco, junto a una tolva que se usa en la recolección, escuchamos más datos sorprendentes: “Las salinas son de gran extensión, pero sólo se las explota sobre este lugar: más al oeste hay grandes ojos de agua que no permiten raspar la superficie del salar porque el peso de los vehículos puede hacer que se sumerjan en esa laguna y es complicado rescatarlos”.
La charla y las preguntas se prolongan, a medida que baja el sol: hay tiempo para recordar que del antiguo pago con sal viene el “salario”, y que según la superstición es mala suerte pasarla de mano en mano, simplemente porque era moneda de pago y parte de esa moneda podía quedar pegada en las manos. Por las dudas, nadie osa mencionar a la mujer de Lot... Hasta que, nuevamente, los guías invitan a subir al camión. Un breve trayecto, con el blanco y la nada por todo horizonte, y estamos ahora en el lugar más fantástico que puedan imaginar nuestros ojos: es una llanura de sal sin fin, el corazón del Gualicho, el fin de todo lo conocido, sólo rodeado por las blancas parvas donde se acumula la sal. Es la hora en que se pone el sol, con el cielo de un celeste pálido que poco a poco se tiñe de rosa y se va esfumando como en un improbable cuadro impresionista. A lo lejos se ven los camiones de las empresas salineras que van regresando poco a poco, hasta dejarnos totalmente solos en medio de la nada. Corroídos por la sal, ya que la lejanía del agua dulce impide lavarlos para prolongarles la vida útil, los vehículos atraviesan la planicie como lejanos fantasmas.
Mientras tanto, entre los visitantes primero reina el entusiasmo: es la hora de las fotos, de tocar el suelo con incredulidad para asegurarnos de que aunque parezca nieve estamos realmente parados sobre un campo de sal, quebradizo y gigante, envueltos en un aire que hasta parece salado al respirar. Absolutamente plano, este campo es una pista alternativa para los transbordadores espaciales, si por cualquier razón tuvieran que aterrizar en un lugar diferente del previsto por los ingenieros espaciales.
Luego, llega el momento de la contemplación: un silencio suave cae sobre los grupos que se fueron formando poco a poco, y un asombro sin palabras va ganando el lugar. Nuestro guía es el encargado de romper el hechizo, invitando a un brindis con champagne a la luz de las primeras estrellas, un brindis que se nos antoja mágico, como suspendido entre el cielo y la tierra.
Unos minutos después, bajo un cielo ya oscuro, regresamos al campamento. Para encontrar una nueva sorpresa: como por arte de magia, aparecieron junto al camión de apoyo mesas, sillas, manteles, vinos. Hasta se instaló un pequeño baño químico unos metros más lejos, afortunadamente bien invisible, visitado poco a poco por los excursionistas. Las lamparitas que iluminan esta cena a la luz de las estrellas se cargan en la batería de los camiones, donde también se está cocinando lentamente el plato al que esta noche haremos los honores: pollo al disco, en su punto justo, condimentado por expertos y tan delicioso como cada detalle de esta expedición insólita a uno de los lugares más remotos del mundo.
Reunidos en grupos improvisados, los viajeros todavía se están contando anécdotas e intercambiando datos cuando de pronto se apagan todas las luces, y se enciende el cielo. En la negrura más absoluta, resaltan los puntos luminosos de millones de estrellas y la estela blanca de la Vía Láctea: el espectáculo es sobrecogedor, y cuesta despegar la mirada del firmamento cuando nuestro guía nos invita a dejar las mesas para sentarnos un poco más lejos, en ronda, a mirar las constelaciones y escuchar leyendas. Poco a poco, la vista se va entrenando, y la figura aparentemente caprichosa delas estrellas va dibujando los personajes de la mitología que desde tiempos ancestrales sirvieron de orientación a los navegantes: con asombro y hasta cierta pena, nos enteramos de que probablemente la tercera de las Tres María ya se ha extinguido, y hoy sólo nos llega su luz, viajando en el espacio desde hace millones de años, a velocidades casi incomprensibles. Más allá, la Cruz del Sur indica con precisión nuestra ubicación en el globo, y muchas otras estrellas van encontrando su lugar en el dibujo de las distintas constelaciones. En esta noche sin luna las leyendas flotan a nuestro alrededor, y nuestro guía y relator las va desgranando, tenuemente, mientras invita a amplificar los astros con un catalejo de visión nocturna cuyas células fotosensibles aumentan 40.000 veces la luz, acercándonos las estrellas y convirtiéndolas en globitos luminosos suspendidos en el espacio, casi al alcance de la mano.
Entretanto, van surgiendo los recuerdos y los mitos. Las historias de las travesías tehuelches hacia el horizonte, donde termina la salina, en busca de la salvación; los relatos del diablo que se oculta en las depresiones y lugares oscuros que nadie visita, ofreciendo pactos y tentaciones; las leyendas de la luz mala y de la mujer que levita, como alma en pena, frente a los atónitos choferes de los camiones con sal.
Así poco a poco, aunque no lo parece, las horas han pasado. Todos inmóviles escuchan, algunos sin animarse a mirar hacia atrás, otros atentos a los sonidos imperceptibles que trae la oscuridad en el desierto. Aquí, en esta dimensión que parece fuera de las coordenadas del tiempo y el espacio, ya es más de medianoche. Es la hora señalada, la hora del regreso, en la que nos toca desandar el trayecto realizado y volver al mundo real que espera nuevamente en Las Grutas, junto a la playa, cerca del mar y lejos de la sal. Pero queda, como un eco en los oídos, el cálido entrechocar de las copas de champagne durante la puesta de sol en el salar, y como un resplandor en los ojos la luz infinita de las estrellas que miran hacia abajo, hacia el infinito manto blanco hundido bajo el nivel del mar.
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