GRAN BRETAñA > LA TORRE DE LONDRES
Tenebroso lugar de ejecuciones, y al mismo tiempo vidriera de las exquisitas joyas de la corona británica, la Torre de Londres encierra misterios, leyendas y una historia por la que desfilaron grandes personajes... con cabeza y sin cabeza.
› Por Graciela Cutuli
Más antigua que el Kremlin y el Vaticano, que el Louvre en París y el Hofburg en Viena, la Torre de Londres es el testigo de todo un milenio. Desde el remoto 1070, cuando Guillermo el Conquistador comenzó a construir una enorme torre de piedra en el centro de su fortaleza en Londres, vio pasar pestes, guerras, revoluciones y ejecuciones, pero también algunas historias de amor y de coraje. En aquellos tiempos era el bastión de una fortaleza solitaria a orillas del neblinoso Támesis: el rey normando jamás habría imaginado las modernas torres iluminadas que hoy rodean su emplazamiento en el corazón de la capital británica (incluyendo el original “bullet building” de Norman Foster), ni los cientos de turistas que todos los días recorren sus más íntimos rincones con una mezcla de sorpresa, horror y admiración. La atracción no es sólo actual: ya en la guía Survey of London, en 1598, se afirmaba que “esta torre es una ciudadela para defender o domeñar la capital, un palacio real para asambleas o tratados, una prisión estatal para los criminales más peligrosos, el único sitio de toda Inglaterra donde puede acuñarse moneda en estos tiempos; la armería para provisión para la guerra, el tesoro de los ornamentos y las joyas de la corona, la conservadora general de la mayoría de los archivos de los tribunales reales de justicia en Westminster”. Sin embargo, hay que recordar que la Torre de Londres no es una sola, sino un complejo de torres y edificios que ocupan una amplia superficie a orillas del río, muy cerca del famoso Tower Bridge. Recorrerla bien merece un día entero de una estadía en Londres: cada paso lleva a un episodio diferente de la historia, animado por todo el abanico de las pasiones humanas.
DE LA TORRE BLANCA A LA TORRE DE LONDRES LA TORRE de Londres nació como un fortín de los varios erigidos por Guillermo el Conquistador para dominar por completo la ciudad más poderosa de Inglaterra y someter a sus rivales. Corría el año 1066. Poco más tarde el fortín fue reemplazado por un sólido torreón de piedra, la Torre Blanca, cuya construcción fue la pesadilla de la población de los alrededores: cada “shire” o distrito estaba obligado a aportar obreros, y las crónicas de aquel entonces relatan las dificultades de cada uno de ellos para proveer la mano de obra necesaria. Sin embargo, para 1100, cuando la obra fue concluida, hubo que reconocer que exhibía una magnificencia nunca antes vista: el edificio medía 36 por 32 metros de ancho, y sus casi treinta metros de altura dominaban con comodidad el paisaje de los alrededores. Una muralla y un terraplén rematado por una empalizada de madera completaban el conjunto, que tenía todo lo necesario para proteger a Londres de la avanzada de cualquier enemigo. Así fue hasta finales del siglo XIX. Para entonces, la Torre había tenido tiempo de vivir toda clase de acontecimientos y forjar toda clase de leyendas.
Los visitantes que hoy compran la entrada en la gran explanada tal vez no lo saben, pero ingresan por la misma ruta que seguían quienes entraban a caballo por los puentes levadizos, desde fines del siglo XIII en adelante. Claro que el aspecto medieval de la Torre, casi digno de un decorado de cine, le debe mucho a la imaginación decimonónica y su fascinación por la Edad Media: a mediados del siglo XIX, el arquitecto Anthony Salvin fue encargado de restaurar la fortaleza en un estilo medieval según lo consideraba el imaginario victoriano. Tanto él como su sucesor introdujeron varias reformas e incluso demolieron algunas construcciones originales: al fin y al cabo, no es tan sencillo pasar indemne por diez siglos de historia. Sin embargo, la Torre de Londres sigue en pie, y se dice que seguirá estándolo mientras vivan entre sus murallas los cuervos celosamente preservados por el “Ravenmaster”, o “maestro de los cuervos”. Por las dudas, están bien cuidados: aunque los muros de la Torre no se cayeron cuando los cuervos fueron trasladados, durante la Segunda Guerra Mundial, ni cuando hubo que expulsar a algunos por traviesos, como “George”, que solía comerse las antenas de televisión...
Ejecuciones, leyendas y joyas Hacia el oeste de la Torre Blanca, un terreno cubierto del célebre y siempre impecable césped inglés oculta una historia trágica: aquí fueron decapitadas diez personas, tres de ellas reinas inglesas. Las tres fueron ejecutadas en lugares diferentes, pero muy cercanos, hoy unidos en un solo memorial de cristal cuya leyenda pide: “Dulce visitante, deténgase un rato. Donde usted se encuentra la muerte cortó la luz de muchos días. Aquí a los nombres engalanados les tajaron el fértil hilo de la vida. Que en paz descansen mientras paseamos a las generaciones por sus conflictos y su coraje, bajo esos agitados cielos”. Bajo o el sol o la frecuente llovizna de Londres, siempre hay algún grupo de visitantes, rodeado de los guardias de la Torre con sus coloridos uniformes, en torno del memorial, recordando las desdichadas historias de Ana Bolena, Catherine Howard y Jane Grey, reinas breves del violento siglo de los Tudor.
Entre los misterios del lugar, se cuenta que todos los años –desde hace décadas, al menos desde los años ’60– llega a la Torre un homenaje anónimo a la segunda esposa de Enrique VIII, bajo la forma de un ramo de rosas con una simple tarjeta: “Reina Ana Bolena, 1536”. Nadie sabe quién las envía, aunque proceden de una famosa florería de Londres: la discreción inglesa prevalece, así como la voluntad de perpetuar una leyenda moderna sobre la antigua Torre. Hay otras, sin embargo: una misteriosa foto con una “mano fantasma”, tomada en 1994 por un grupo de turistas y cuidadosamente examinada por expertos que dicen no haberle encontrado explicación; el espectro de los Cuarteles de Waterloo que en los años ‘80 aterrorizó a algunos de los guardianes; la maldición del Koh-i-Noor, el espectacular diamante de 105 quilates que fue el más grande de los conocidos en su tiempo, engarzado en la corona que usaba la Reina Madre.
Este diamante es una de las grandes atracciones de los Cuarteles de Waterloo, el sector de la Torre que alberga las joyas de la corona. Las auténticas joyas –para genuina sorpresa de los visitantes, admirados ante la magnificencia y el lujo de los objetos exhibidos en vitrinas tenuemente iluminadas– son las que se usan realmente durante las coronaciones de los reyes, desde las coronas hasta los cetros, espadas, orbes y túnicas. Hasta principios del siglo XIX, las piedras preciosas eran simplemente alquiladas, engarzadas para la coronación y finalmente devueltas. Luego de la ceremonia las joyas se exponían al público, pero adornadas con piedras falsas. El incalculable aporte de riquezas de los distintos puntos del Imperio Británico modificó esta costumbre, y parte de esta riqueza es justamente la que hoy se exhibe aquí en la Torre, incluyendo los últimos objetos elaborados para la coronación, en 1953, de Isabel II. Claro que ya no es como en el siglo XVII, cuando a cambio de una pequeña propina la gente podía tocar las joyas... quien ahora intente acercarse, o simplemente sacar una foto, corre el riesgo de ser perseguido por un ejército de alarmas y guardianes.
Las joyas tienen, naturalmente, años de anécdotas acumuladas: como la infortunada corona imperial, que se le cayó al piso al duque de Argyll, durante la apertura del Parlamento en 1845. Quedó “toda aplastada y aplanada, como una tarta en la que alguien se hubiera sentado”, según la gráfica descripción de la reina Victoria. Se cuenta, también, que durante su coronación en 1937 Jorge VI estaba convencido de que el arzobispo de Canterbury no sabría distinguir entre las partes delantera y trasera de la corona de San Eduardo: para remediarlo, hizo atar un hilo de algodón rojo en la parte delantera, antes de la ceremonia. Pero una mano atenta lo quitó un poco antes de comenzar... y finalmente el rey terminó coronado al revés.
Historias de la Torre Los visitantes de la Torre no pueden sino conmoverse con una de sus historias más tristes: la desaparición y casi seguro asesinato de los dos pequeños hijos de Eduardo IV. A la muerte del rey, su hijo Eduardo V, de 12 años, y su hermano Ricardo, de 10, fueron llevados a la Torre por orden de su tío, el Duque de Gloucester. Allí los desdichados niños fueron declarados ilegítimos, y su tío fue coronado como Ricardo III. Aunque no haya pruebas, la historia lo condenó para siempre como mandante del asesinato de ambos hermanos, de cuyo destino nunca más volvió a saberse. Shakespeare también hizo lo suyo para perpetuar la figura de Ricardo III, aquel que hubiera dado su reino a cambio de un caballo... Mucho tiempo después, fueron hallados en la Torre los esqueletos de dos niños, ocultos bajo una escalera en la Torre Blanca, que probablemente hayan sido los infortunados Eduardo y Ricardo. Sin datos que corroboren su veracidad, el imaginario popular ubicó la historia de los príncipes en la llamada Torre Sangrienta. Sin embargo, el mismo lugar estuvo también la celda “de lujo” de Sir Walter Raleigh, que escribió aquí su Historia del mundo. Otros prisioneros célebres dejaron sus nombres grabados en las paredes de la Torre Beauchamp, cuando la inestabilidad política y religiosa de la Inglaterra de los siglos XVI y XVII transformó a la Torre en la principal prisión estatal del país. Aquí se lee claramente el nombre “Jane”, según la leyenda grabado por Guilford Dudley, esposo de la malograda Jane Gray, la “reina de los nueve días”.
Todavía hoy, tantos siglos después, la Torre de Londres está envuelta en un halo de misterio y leyenda. Y como celosos cuidadores de tradiciones, los ingleses se encargan de que siga estándolo, respetando algunas costumbres casi inmemoriales: entre otras muchas, el pago del “Derecho del Condestable”, uno de los varios impuestos que antiguamente cobraba el gobernador de la Torre al tráfico que pasaba por el Támesis. Por eso actualmente, cuando un barco de la Armada Real atraca en el embarcadero, el capitán debe entregar al gobernador de la Torre un barril de ron... que seguramente tendrá el mismo alegre fin de cualquier barril de ron a lo largo de la historia. Aunque sea una historia tan pomposa, trágica y extensa como la que alberga la Torre de Londres, secular centinela de las orillas del Támesis.
La Torre de Londres abre de martes a sábados de 9 a 17.30, y los domingos y lunes de 10 a 17.30 (última admisión a las 17).
Estación de metro (“tube”): Tower Hill.
Entrada: 17 libras; niños 14,5 libras.
En Internet: www.hrp.org.uk
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