FRANCIA KILOMETROS Y LETRAS
La ruta que recorre las regiones de Ile de France y Alta Normandía, al norte de París, une las casas de célebres escritores, de Pierre Corneille y René de Chateaubriand a Stéphane Mallarmé, Alexandre Dumas, Emile Zola y Gustave Flaubert.
› Por Graciela Cutuli
En ese “hexágono” que es Francia, como cartesianamente los franceses definen la silueta de su país, el lado que se asoma a la costa noroeste está atravesado por una línea muy particular, invisible en los mapas pero presente en los recuerdos literarios de generaciones de lectores en todo el mundo. Esa línea lleva, casa por casa, tras las huellas de escritores que hicieron historia en la literatura francesa y hoy se convierten en el hilo conductor para conocer dos de las más bellas regiones de Francia, al norte de París: Ile de France y la Alta Normandía. Epocas y nombres se mezclan, como en los estantes de la biblioteca, y de Alexandre Dumas se puede pasar a Pierre Corneille, o de Louis Aragon a Emile Zola, siguiendo las indicaciones que traza sobre el mapa esta ruta histórica y literaria.
Esteticismo exacerbado, glorificación del lenguaje y un oscuro simbolismo son las puertas de entrada a la poesía de Stéphane Mallarmé, “poeta maldito” de la segunda mitad del siglo XIX, cuya casa de Vulaines sur Seine –al sudeste de París– fue abierta al público hace casi veinte años. En esta morada pequeña y sencilla, Mallarmé vivió a partir de 1874, y con más continuidad a partir de 1891. Su biblioteca en inglés, fotografías y objetos personales se conservan en su habitación, donde el mejor recuerdo es la inspiradora vista sobre el Sena que el poeta tanto apreciaba. En el jardín de la casa, entretanto, esperaba la canoa a vela que había hecho construir en Honfleur, para sus paseos sin rumbo sobre las aguas del río. Ese mismo jardín fue “reconstruido”, con sus variadas rosas, sobre la base de sus cartas y de las huellas aún trazadas en la tierra. En el comedor, la “mesa de los martes literarios” donde se reunían algunos de los grandes escritores de su tiempo evoca las veladas que frecuentaban Rilke, Verlaine, Yeats y Valéry, y el péndulo de su poema en prosa “Frisson d’hiver”.
La ruta literaria sigue luego en la Vallée-aux-Loups (literalmente, el Valle de los Lobos) los recuerdos de René de Chateaubriand, aristócrata –posición difícil si la había en tiempos de la Revolución Francesa– y fundador del Romanticismo. El escritor fue dueño de esta casa de Châtenay-Malabry, rodeada de parque, entre 1807 y 1818, los años en que escribió sus crónicas de viajes Itinerario de París a Jerusalén y en que fue elegido miembro de la Academia Francesa. La hermosa mansión de las afueras de París se conserva tal como era, amueblada y decorada al gusto de comienzos del siglo XIX, y desde su apertura, a fines de los años ’80, permite recrear el universo intelectual y artístico de aquellos tiempos en que comenzaba a florecer el romanticismo. Aquí funciona también un centro de investigación y una residencia para escritores, además de un espléndido parque con especies únicas, que refleja los numerosos viajes de Chateaubriand y en verano se convierte en el escenario soñado de conciertos y veladas literarias.
“No hay ningún amor feliz”, escribió Louis Aragon, y sin embargo el suyo por Elsa Triolet fue la llama de su poesía y la inspiración de algunos de los más hermosos versos escritos en francés. En 1951, el poeta regaló a su esposa, nacida en Rusia, “un pedacito de tierra de Francia”, el Moulin de Villeneuve, construido cerca de Chartres en el siglo XIII. Todo está como era entonces, como si Aragon y Elsa acabaran de salir por un momento de la casa, dejando abiertas la cocina, sus escritorios, el dormitorio, con sus muebles, fotografías, iconos y cuadros, entre recuerdos de amigos pintores y poetas. Todo fue legado, por voluntad de ambos, a la nación francesa, “cualquiera sea su forma de gobierno”, para ser abierta al público después de su muerte. También se conserva la biblioteca, que se abre a pedido a los investigadores. La casa museo tiene asimismo un espacio cultural donde se organizan exposiciones, y un parque bellísimo matizado de arroyos, praderas y flores, donde las plantas y árboles nacen y se entrelazan espontáneamente. Aquí están sepultados, y recordados con una piedra blanca, como escribió el propio Aragon: “Mira amigo mío nuestro gran lecho de piedra / donde iré reposar un día maravilloso / junto a ella. Un lecho profundo, donde ser dos / será dulce como antes y vendrá la luz / a leer con su dedo de fuego las palabras proféticas”...
Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo ya habían consolidado la fortuna de Alexandre Dumas cuando el novelista decidió, en 1844, hacerse construir una casa sobre la colina de Montferrands, en Port Marly, al oeste de París. Pero más que una casa, desbordante como la imaginación del propio Dumas, lo que se levantó fue un castillo al estilo renacentista, en medio de un parque inglés. Fue su “reducción del paraíso terrenal”, y también el lugar donde fijó su gabinete de trabajo, en un pequeño pabellón neogótico rodeado de agua que solía llamar “el Castillo de If”, evocando la prisión del conde de Monte-Cristo frente a Marsella. El imaginario de Alexandre Dumas, sus personajes y sus temas están presentes desde las fachadas enteramente esculpidas hasta en su divisa personal: “J’aime qui m’aime” (amo a quien me ama). En el primer piso del castillo, un auténtico salón morisco decorado con arabescos de estuco sorprende por su sabor de tierras exóticas, con ventanas al parque donde la vegetación se enlaza en un sinfín de fuentes y cascadas, y la brisa parecer traer el eco de las suntuosas fiestas y la legendaria hospitalidad del escritor. El sueño, sin embargo, duró poco: acosado por las deudas, el castillo terminó vendido y su antiguo dueño exiliado en Bélgica. Con el tiempo, pasó de mano en mano y fue deteriorándose, hasta que finalmente fue salvado y abierto a los visitantes, que pueden recorrer sus salones para descubrir, como si hoy fuera exactamente ayer, el universo de Dumas y sus fantásticas aventuras.
Las orillas del Sena también fueron inspiradoras para el maestro naturalista Emile Zola, que en su casa de Médan –soñada como un “refugio campestre” donde vivió 24 años– escribió lo esencial de su obra, incluyendo la serie de Les Rougon-Macquart, con Nana y Germinal. Aquí plantó la avenida de tilos y creó una huerta, una granja, invernaderos, a medida que también el “refugio” se convertía en una mansión, continuamente visitada por Cézanne, Goncourt, Pissarro, Manet y naturalmente su editor, Georges Charpentier, para quien hizo levantar un pabellón especial. Sin embargo, la casa-museo de Zola cobra ahora una nueva dimensión: para esta primavera boreal se prevé la apertura del Museo Dreyfus, un memorial sobre el célebre caso que sacudió la Francia de principios de siglo, y en el que Zola participó activamente con su célebre carta “Yo acuso”.
A diferencia de la casa de Emile Zola, que a su muerte fue donada a la Asistencia Pública y está a cargo de la Asociación que lleva el nombre del escritor, el castillo de Médan donde vivió Maurice Maeterlinck –un antiguo pabellón de caza del siglo XV, levantado sobre bases del siglo IX– está en manos privadas. Sin embargo, es posible visitar todos los días la imponente residencia, que ya en tiempos renacentistas era frecuentada por Ronsard y los poetas de la Pléiade. Aquí Maeterlinck escribió La vida de las termitas, e hizo representar El pájaro azul: un destino poético destinado a cambiar en 1966, cuando el castillo –abandonado después de la guerra– se convirtió en el lugar de impresión del diario Combat, aquel que habían fundado clandestinamente los miembros de la Resistencia en 1944, entre ellos Albert Camus. Combat dejó de publicarse en 1974, y en 1977 el castillo de Maeterlinck fue vendido y largamente restaurado por sus dueños actuales.
Cerca de Rouen, los aires literarios parecen soplar cada vez más fuerte. En la Petite Couronne, a unos ocho kilómetros de la ciudad donde murió Juana de Arco, se encuentra la Maison des Champs, una granja normanda de fines del siglo XVI que Corneille heredó de su padre. Todo aquí –los muebles, la huerta, el horno de pan– parece revivir la atmósfera burguesa de la campiña francesa de la época, mientras el recuerdo del célebre dramaturgo se mantiene vivo en su escritorio de trabajo y su biblioteca. Su casa natal en el centro de la ciudad de Rouen, una de las que forman el núcleo histórico (a pasos de la hoguera de la desdichada Juana), también fue convertida en museo, y es el escenario de diversas actividades culturales.
Pero si media Rouen está dedicada a Corneille –calles, monumentos, liceos–, la otra mitad está dedicada a Gustave Flaubert. El autor de Madame Bovary –más que autor, aseguró ser él mismo su personaje– nació en la “ciudad de los cien campanarios” en 1821, y en su casa de Croisset, en la periferia de Rouen, escribió toda su obra: la de Emma Bovary, desde luego, que en Rouen tiene escenas inolvidables, pero también La educación sentimental, Salammbô, La tentación de San Antonio, Bouvard et Pécuchet. En Croisset, Flaubert recibía a sus amigos y escritores conocidos, de Maupassant al ruso Turguéniev... La casa principal fue demolida después de su muerte, en 1880, pero se conservó un pabellón construido al borde del agua que evoca hoy su presencia y su obra.
Después de varios días de recorrido, la ruta literaria está llegando a su fin. Pero aún queda la Maison Vacquerie de Villequier, construida por el armador de Le Havre Charles I. Vacquerie, con una serie de colecciones que evocan la trágica muerte de Leopoldine Hugo, hija de Victor Hugo, y su marido Charles Vacquerie, ahogados pocos meses después de su casamiento durante un paseo por el Sena. Cuadros, esculturas y grabados, además de libros, cartas y muebles, recuerdan la figura del escritor y el triste episodio, que dejó una huella indeleble en su carácter y en su obra. También en los estudiantes franceses, que solían tener en sus programas de estudio los tristes versos de Hugo dedicados a su hija: “Mañana al alba, a la hora en que se blanquea la campiña, / partiré. ¿Ves?, sé que me esperas. / Iré por el bosque, iré por la montaña. / No puedo permanecer lejos de ti más tiempo...”.
Siempre sobre la costa normanda, este recorrido literario puede concluir en el Castillo de Miromesnil, un imponente edificio de Tourville sur Arques donde se dan cita con todo eclecticismo el estilo Luis XIII monumental, las fachadas clásicas de la época de Enrique IV y las alas “nuevas” decimonónicas. En los salones del castillo se guardan no pocos recuerdos de la historia de Francia: en particular, para la historia literaria, aquí nació el 5 de agosto de 1850 Guy de Maupassant, que con el tiempo se convertiría en “hijo espiritual” de Flaubert y uno de los grandes escritores de su generación. El castillo tiene, además, un encanto adicional, ya que ofrece habitaciones donde alojarse, “chambres d’hôtes” (cuartos de huéspedes) que permiten vivir desde adentro la belleza de sus jardines y la riqueza de su historia.
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