Domingo, 1 de noviembre de 2009 | Hoy
SALTA > DE LOS VALLES CALCHAQUIES A LA PUNA
Un viaje desde Cafayate en el sur hasta Iruya en el extremo norte. Un itinerario por pequeños pueblos y caseríos enclavados en los extraordinarios paisajes de los Valles Calchaquíes y la Puna. La Quebrada de las Conchas, la Cuesta del Obispo, la recta de Tin Tin y el Abra del Cóndor, en el límite entre Salta y Jujuy, en un recorrido que incluye Cachi y San Antonio de los Cobres.
Por Julián Varsavsky
La ciudad de Salta es hermosa –sin dudas, la capital más hermosa del Noroeste–, pero en este viaje la vamos a saltear. Porque la idea es salir a recorrer la provincia en un itinerario que va enlazando pequeños pueblos desde los Valles Calchaquíes hasta la Puna.
A CAFAYATE A Salta se puede llegar por el sur desde Tafí del Valle en Tucumán, para visitar las ruinas de la ciudad de los indios quilmes. A la provincia se ingresa por la Ruta 40 que desemboca en el pueblo de Cafayate, donde se puede hacer noche y dedicar el día siguiente a visitar alguna bodega de vino torrontés y la Quebrada de las Flechas, donde brotan de la tierra unas placas sedimentarias que se quebraron por el surgimiento de las montañas y ahora apuntan al cielo sus filosas puntas.
Dos noches son el mínimo necesario para respirar el ambiente pueblerino y colonial de Cafayate. Entonces es momento de desviarse por unas horas de la Ruta 40 y tomar la RN 68 para atravesar la famosa Quebrada de las Conchas, una de las rutas más espectaculares de la Argentina que caracolea a lo largo de 66 kilómetros por los Valles Calchaquíes.
A la vera de la ruta se pueden ver las sucesivas superficies del planeta que se fueron acumulando una arriba de la otra en tiempos remotos. Ese mundo –con sus dinosaurios– fue tapado y vuelto a tapar cada millón de años por el polvo del tiempo, pero salió a la superficie con el surgimiento de la Cordillera de los Andes.
La Quebrada de las Conchas desciende de a poco desde los 1600 metros de altura en que está Cafayate. A la vera de la ruta hay cardones con forma de candelabro y al fondo se abren profundas depresiones rojizas que albergan formaciones cinceladas por el viento como “torres” puntiagudas y pequeñas mesetas que parecen las ruinas de un castillo amurallado.
Cada tanto aparecen unas casitas de adobe muy precarias, muchas de ellas abandonadas. Sin embargo, en las montañas vive más gente de la que uno se imagina, lo cual se descubre al ver cómo los pobladores se dan cita los días de misa en las capillitas perdidas en medio de la nada. Y también en los días de clase, cuando los chicos bajan solitos por la montaña rumbo a la escuelita del paraje Santa Bárbara.
En el poblado de El Carril hay que abandonar la Ruta 68 y doblar a la izquierda en la Provincial 33. Y a los 15 minutos de viaje, un cartel indica un desvío a la izquierda que lleva a Chicoana, otro de los pueblitos que vale la pena conocer, con sus casas bajas arremolinadas alrededor de una vieja iglesia. Chicoana sirvió en 1941 de escenario para filmar La guerra gaucha, un clásico del cine argentino.
CAMINO A CACHI Al retomar la Ruta 33 se comienza a ascender por la espectacular Cuesta del Obispo y aparecen profundas quebradas donde se ven a lo lejos solitarias iglesias. Los oídos se tapan y entre los viajeros se reparten hojas de coca como si fuesen chicle para evitar el apunamiento. Los 3600 metros de altura marcan el cenit de la ascensión en la Piedra del Molino, un tramo que suele estar cubierto por un manto de niebla. El camino de cornisas permite ver las nubes desde arriba, ocultando los precipicios. Desde allí se comienza a descender por los Valles Calchaquíes entre guanacos y cóndores que se divisan como un punto casi inmóvil flotando en las alturas.
El camino hacia Cachi –ya otra vez en la Ruta 40– pasa por la recta de Tin Tin, que atraviesa el Parque Nacional Los Cardones, famoso por sus esbeltos cactus que resisten la sequedad del clima. Desde la carretera se divisa la Precordillera de los Andes y la cumbre más alta de la Cadena del Nevado de Cachi, que con sus 6720 metros es la segunda más alta del país luego del Aconcagua.
Cachi es la segunda estación de este itinerario y lo ideal es quedarse al menos dos días en alguna posada. El pueblo está a 2280 metros de altura y a la hora de la siesta parece deshabitado: es difícil ver a algún poblador caminando por las veredas que se elevan unos 40 centímetros por sobre las calles. La blancura de las casas de piedra y adobe brilla a pleno sol, y en lugar del ruido de los autos se oye el tranco de los caballos en el adoquinado y el canto de los gallos. También hay caserones de la época colonial que despiden un aura de majestuosa decadencia, y algunos tienen la pared del frente sostenida con troncos para que no se desplomen sobre la vereda.
HACIA LA PUNA Desde Cachi lo más recomendable –por el mal estado en el sector siguiente de la Ruta 40– es volver a la ciudad de Salta por la Ruta Provincial 33 y luego la Nacional 68 (4 horas de viaje). Y desde la capital ir hacia San Antonio de los Cobres por la Ruta Nacional 51 (4 horas más).
Al costado del camino aparecen otros pueblitos extraviados en medio de la nada, sumidos en el absoluto silencio, con apenas unas casas de adobe con techo de paja. Unos llamativos corrales pircados forman cuadrículas en medio de la inmensidad arenosa, donde cada tanto aparece algún pastor de poncho rojo y sombrero ovejón arreando un tropel de chivos.
Junto a la ruta se ven algunos pequeños cementerios cercados por un muro de adobe, tras el cual sobresalen coloridas cruces decoradas con flores. Más adelante las tropillas de llamas le dan vida al paisaje de pastos rallos doblados por el viento. En la lejanía, apenas se vislumbra el pueblo de San Antonio de los Cobres, apechugado en medio de un valle protector con cumbres que sobrepasan los 6500 metros.
San Antonio de los Cobres está a 3775 metros sobre el nivel del mar y se cree que fue creado en el siglo XVII por indígenas atacamas que huían de los españoles. La mayoría de sus 5 mil habitantes son claramente indígenas y viven de una economía de subsistencia basada en el pastoreo, una trabajosa agricultura en andenes de cultivo y los tejidos de lana barracán. Por sus calles de tierra y arena prácticamente no circulan autos. El silencio es total y pareciera que para evitar profanarlo sus habitantes hablan en susurros. Aquí, lo ideal es dormir una noche para no hacer tan largo el viaje hacia Tolar Grande, un pueblo todavía poco conocido con sólo 150 habitantes, donde están los paisajes más espectaculares de la Puna salteña.
Camino a Tolar Grande –por la Ruta Nacional 51 y luego la Provincial 27– se atraviesan el famoso viaducto de La Polvorilla –esa fantástica obra de ingeniería por donde el Tren de las Nubes atraviesa un gran cañadón–, el poblado de Caucharis y el Salar de Pocito. Y luego se cruza un espectacular paisaje de rocas sedimentarias coloradas llamado el Valle de los Sueños. Para este tramo es necesario un vehículo doble tracción. Una vez en Tolar Grande, el único lugar para hacer noche es el Refugio Franco Argentino, un albergue construido por la Embajada de Francia con dos dormitorios de 20 camas cada uno, separados por sexo y calefaccionados con salamandras.
Luego de dos o tres días en Tolar Grande hay que desandar el camino hasta San Antonio de los Cobres para retomar la Ruta 40 hacia el norte.
IRUYA, AL FINAL DE LA RUTA La Ruta 40 se interna ahora en Jujuy –único camino posible hacia Iruya, que pertenece a Salta– y vale la pena un desvío a la izquierda en la Ruta Nacional 52 para visitar el pueblito jujeño de Susques, con su pintoresca iglesia de adobe con techo cubierto de paja. Aquí se puede acortar camino por la Ruta Provincial 52 rumbo a Purmamarca y desde allí subir hacia el norte por la
RN 9. Poco antes de Tres Cruces, un desvío por la Ruta Provincial 133 conduce a Iruya.
Al abandonar la Quebrada de Humahuaca también se abandona el pavimento y la ruta pasa a ser de un ripio en muy buen estado. El camino sube hasta los 4 mil metros en el Abra del Cóndor, justo en el límite entre Salta y Jujuy, y comienza a bajar en zigzag mientras se encienden los colores vivos de los cerros. A lo lejos proliferan pircas rectangulares y circulares, y aparecen manadas de llamas, cabras y ovejas con su pastorcito atrás.
Hasta Iruya se recorren 19 deslumbrantes kilómetros en los que después de cada curva uno espera encontrarse con la famosa iglesita de 1753, pero siempre falta una vuelta más. Hasta que finalmente aparece, iluminada por el sol, en la parte baja de un valle muy cerrado que parece una especie de anfiteatro descomunal con gradas multicolores. En el medio –la parte más baja del valle– pasa el río, así que el único lugar para las casas es la ladera misma de las montañas.
Hace ya varios años que Iruya tiene una afluencia regular de turismo. Sin embargo, extrañamente, se mantiene bastante virgen de la “contaminación” turística. Sólo cuenta con seis hospedajes y unas cuantas casas de familia, hay apenas un cyber y los pobladores guardan una distancia cautelosa con los visitantes. Y su empedrado no está preparado para autos sino para caminantes y jinetes. Por eso las calles son muy angostas y si dos autos se encuentran de frente, uno tiene que retroceder hasta alguna esquina para dejar pasar al otro.
En los alrededores de Iruya hay 53 pueblitos –o mejor dicho caseríos de montaña–, algunos de los cuales se pueden visitar. Si uno va en camioneta 4x4 –la otra alternativa es a pie o a caballo–, se cruzará por los valles con los pobladores de esos caseríos, quienes seguramente harán dedo con timidez. Aunque Iruya sólo tiene 350 habitantes, para los habitantes de los poblados “satélites” llegar hasta allí es un gran acontecimiento que insume una jornada de viaje. En términos de tiempo, es como si un habitante de Buenos Aires tuviese que viajar a La Rioja para comprar un kilo de azúcar.
Desde Iruya se puede llegar al poblado de San Isidro recorriendo 7 km ya sea a pie o en camioneta 4x4 por el lecho rocoso de un río seco, un camino muy difícil. Y lo ideal sería quedarse a dormir en una casa de familia. San Isidro no es un pueblo como a los que uno está acostumbrado. No tiene un trazado de calles y es exclusivamente peatonal, tal como era cuando se fundó, hace unos 224 años. Así que los pocos vehículos que llegan por el lecho del río seco tienen que estacionar a los pies del pueblo –que está sobre una ladera– y hay que subir a pie. Del otro lado del amplio cañadón del río San Isidro está otro de los “barrios” del pueblo, con cinco o seis casitas desperdigadas entre plantaciones de maíz. A San Isidro se lo considera un pueblo de artesanos, básicamente tejedores, pero cuando es tiempo de siembra o cosecha casi todos se van a trabajar durante el día a los sembradíos en la montaña. Allí se siembran varias clases de maíz, habas, quínoa y papas llamadas lisa, oca (alargada), tuni (muy pequeña), criolla y verde.
La pintoresca iglesia blanca de San Isidro fue construida con adobe hace unos 80 años. Y el cura de Iruya la visita una vez por mes para celebrar los oficios. En el pueblo se puede pasar la noche en una casa de familia y poder así realizar una caminata hasta la Laguna Verde, ubicada a 10 kilómetros y a 4500 metros de altura. La zona es casi virgen y deshabitada, y se ven manadas de vicuñas y guanacos paciendo en libertad. La excursión se debe hacer con un guía local e insume cinco horas de ida y cuatro de regreso. Además se pueden visitar otros pueblitos similares, aunque más aislados, como San Juan y Chiyayoc.
Quienes no se queden a dormir en San Isidro igual pueden almorzar allí en el hospedaje Yuli, donde por supuesto no les ofrecerán ningún plato de la “alta” gastronomía global, pero podrán saborear en cambio un sustancioso guiso de mote (maíz cocido), que se prepara con unos granos muy grandes de maíz blanco, papa, zanahoria, morrón, cebolla y carne. Además se puede comer locro, charquisillo (guiso de charqui), guiso de papa verde, empanadas de quínoa, o también un cabrito al horno de barro que se debe encargar con un día de anticipación.
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