LA COMARCA DE ESQUEL
Una visita al Parque Nacional Los Alerces, de árboles milenarios y lagos cristalinos, escenario soñado para explorar senderos boscosos, aproximarse a los puntos panorámicos y probar la pesca en los ríos y lagos más valorados por los expertos. Una región de belleza escenográfica donde aún se oye el traqueteo de La Trochita y se adivinan las huellas de la antigua inmigración galesa.
› Por Texto y fotos de Mariana Lafont
El Parque Nacional Los Alerces, en el noroeste de Chubut, se extiende sobre 263.000 hectáreas pegadas al límite con Chile. A sólo 38 kilómetros de Esquel, fue creado en 1937 para resguardar un exponente típico de la flora andino-patagónica: el alerce patagónico o lahuán. Este árbol milenario de madera dura y resistente, uno de los más antiguos del planeta, crece apenas un milímetro por año, pero su longevidad le permite alcanzar entre 19 y 22 metros de altura. Al mismo tiempo, el Parque resguarda un paradisíaco sistema lacustre con gran cantidad de lagos, ríos y arroyos de agua pura: entre ellos sobresalen los lagos Menéndez, Rivadavia, Futalaufquen, Verde y Krüger. En temporada son una postal habitual los pescadores que, de costa o embarcados, prueban el extraordinario pique de los salmónidos en estas aguas, con lugares famosos como la boca del Rivadavia. Otro curso de agua preferido por los pescadores es el río Frey, que desagua en la represa hidroeléctrica Futaleufú, construida entre 1971 y 1976 para abastecer de energía eléctrica a la empresa de aluminio Aluar, en Puerto Madryn. La construcción del dique cambió el paisaje, de modo que donde antes existía una cadena formada por el lago Situación y los lagos 1, 2, y 3, hoy se puede divisar el espejo del lago Amutuy Quimey, significativo nombre nativo que quiere decir “belleza perdida”.
SENDEROS DEL PARQUE Se mire por donde se mire, Los Alerces es sencillamente perfecto. Pero además de la contemplación, el parque ofrece todo tipo de actividades al aire libre. Para decidir los pasos a seguir, se puede empezar por Villa Futalaufquen, donde se encuentran la intendencia, un centro de informes y un museo para obtener información y permisos de pesca.
Entre los frondosos bosques existen más de veinte senderos peatonales y numerosos caminos vehiculares para explorar. Y para quienes quieran un poco más de aventura, también hay circuitos que requieren preparación y más horas de marcha: uno de ellos es el sendero Cerro Alto El Dedal, que comienza a 200 metros del centro de informes y culmina en un mirador de la cumbre. Desde allí se contemplan parte del lago Futalaufquen, el Cordón Situación y el valle del río Desaguadero. También se puede tomar un sendero que parte frente a la seccional de guardaparques Arrayanes –en el río cristalino y turquesa que une los lagos Futalaufquen y Verde– y finaliza en la laguna Escondida. Otra opción es subir al Cerro Alto El Petiso comenzando en Puerto Mermoud, a orillas del lago Verde, y llegando hasta la cumbre de la montaña, cuyos casi 1800 metros sobre el nivel del mar brindan una excelente vista de la geografía circundante.
Además de trekking, se puede andar en kayak y gomón, o hacer una excursión lacustre con punto de partida en Puerto Limonao hacia el lago Krüger y Puerto Mermoud. Allí se desciende y se camina un corto trecho hasta Puerto Chucao, donde se toma otra embarcación que recorre el lago Menéndez con una vista impagable del glaciar Torrecillas. Finalmente se desembarca en Puerto Sagrario, en el brazo norte del mismo lago, y a través de un circuito de dificultad media-baja de una hora y media de duración se llega al Alerzal, único bosque milenario de la Argentina y uno de los cuatro remanentes de la Tierra. Allí se yergue “El Abuelo”, gran ejemplar de más de 2700 años y 57 metros de altura, que requiere el abrazo de ocho personas para rodear su enorme tronco.
LA TROCHITA Si hay un paseo obligado en la Comarca de Los Alerces, ese paseo es La Trochita. ¿La razón? No en cualquier lugar del mundo hay un tren a vapor aún en funcionamiento, cuyas dimensiones parecen las de un simpático “tren de juguete” y a bordo del cual se puede ir de la cordillera a la estepa patagónica. El paseo clásico une Esquel con Nahuel Pan, la primera estación del trayecto, a sólo 20 kilómetros del punto de partida: allí se puede visitar una comunidad mapuche, adquirir artesanías locales y adentrarse en el Museo de Culturas Originarias, donde se integran elementos de las culturas mapuche y tehuelche.
La Trochita –apodo cariñoso debido al angosto trazado de la trocha del ramal, de apenas 75 centímetros de ancho– es una muestra viviente y rodante de las crónicas de la Patagonia mítica, inmortalizada por el libro de Paul Theroux El Viejo Expreso Patagónico. Su historia se remonta a comienzos del siglo XX, cuando eran escasos los tendidos ferroviarios en la región más austral del país. Con intención de cambiar esa situación, en 1908 se sancionó la Ley 5.559 de Fomento de los Territorios Nacionales, impulsada por el ministro Ezequiel Ramos Mexía para desarrollar la Patagonia integrando las áreas más productivas de la cordillera y la meseta a través del ferrocarril. Pero el proyecto se estancó con la renuncia del ministro, en 1913, y finalmente quedó trunco al estallar la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cuando terminó la contienda, el gobierno decidió construir el ramal a la Colonia del Valle 16 de Octubre – donde actualmente se levanta Esquel– utilizando la trocha económica de 75 centímetros. En 1921 se adquirieron los materiales para realizar el tendido y un año después se compraron los coches para pasajeros. Gran cantidad de inmigrantes llegaron para construir el tren en condiciones sumamente duras, especialmente por las inclemencias climáticas. Muchos de ellos, una vez finalizado el trabajo, se quedaron en la región y formaron familias que con el tiempo se integraron totalmente a la Patagonia.
Los primeros tramos de la línea comenzaron a funcionar hacia 1935, y en 1941 el ferrocarril llegó a El Maitén, donde talleres ferroviarios aún en funcionamiento conservan verdaderas joyas mecánicas como las locomotoras Baldwin y Henschel, que fueron las primeras en arrastrar los vagones de la formación. Finalmente, el 25 de mayo de 1945 el ferrocarril hizo su entrada triunfal a la ciudad de Esquel: desde entonces, y hasta principios de los ’70, el trencito cumplió un importante papel en el desarrollo económico y social de la región cordillerana. Durante los años ’50 y ’60, dado el intenso movimiento comercial, La Trochita funcionó exclusivamente como servicio de carga, en especial de lana, llegando a tener hasta tres servicios diarios y con cargas de hasta 200 toneladas. Tanto sus inconfundibles vagones de madera, fabricados por la firma belga Famillereux, como las locomotoras Baldwin y Henschel datan de 1922. Todavía hoy la única calefacción en los vagones son las salamandras alimentadas con carbón o leña por los propios pasajeros mientras se ceban algún amargo. A medida que las rutas mejoraron y se modernizaron los camiones, el ferrocarril fue desplazado paulatinamente por el transporte automotor. Inevitablemente el tren se fue deteriorando, hasta que en 1992 se anunció el cierre del ramal. Sin embargo, La Trochita tuvo suerte –quizá porque ya se había hecho célebre gracias a la prensa, la literatura y el cine– y al momento del cierre se alzaron numerosas voces que evitaron una clausura definitiva. En 1999, alcanzó otra consagración al ser declarada Monumento Histórico Nacional. En el camino, sin embargo, algo quedó en el tintero: si bien el tren llegaba hasta Ingeniero Jacobacci, en Río Negro, desde la reapertura sólo transita en la provincia de Chubut y llega hasta El Maitén cuando se realiza la Fiesta Nacional del Tren a Vapor, en el mes de febrero. El resto del tiempo, el trayecto es entre Esquel y Nahuel Pan.
GALESES DEL OESTE Los primeros blancos en recorrer la zona fueron los jesuitas que llegaron en 1670 provenientes de Chile. Sin embargo, recién a partir de 1880 comenzó a avanzar la colonización de la cordillera chubutense con el asentamiento en el Valle 16 de Octubre, donde hoy están Esquel y la galesa Trevelin. Los galeses llegaron a la actual Puerto Madryn en 1865, en busca de un lugar donde preservar su lengua, costumbres y libre ejercicio de su religión. Dadas las condiciones adversas del clima y del suelo, los intrépidos galeses se adentraron en el desierto patagónico y llegaron, a fines del siglo XIX, a un hermoso y fértil valle. El mismo donde, más de un siglo después, la cultura galesa perdura no sólo en los descendientes de los colonos sino también en habitantes locales que han tomado esas costumbres como propias.
Hacia 1902 los galeses habían logrado cultivar cereales, criar ganado, tener capillas y escuelas. Justamente en una de ellas –la número 18– y en ese mismo año la comunidad galesa expresó su deseo de pertenecer a Argentina. Por entonces, debido a los problemas limítrofes con Chile se había convocado un plebiscito para conocer la opinión de los pobladores acerca de la nacionalidad que querían tener: finalmente el árbitro inglés tomó en cuenta la opinión de los colonos y reconoció la legitimidad del derecho argentino sobre el territorio.
“Pueblo del Molino” es el significado de Trevelin en galés, ya que allí había un molino harinero. Sin embargo, uno de sus principales distintivos actuales son las típicas casas de té, en general un suculento técena con variedad de tortas, scones, pan casero y la tradicional torta negra galesa. Un buen lugar para descubrir que, contrariamente a lo que se cree, esta especialidad no es de Gales sino que nació en Chubut y evoca los períodos más duros de la colonia. Durante los primeros años, el desierto privaba de agua a los colonos durante largos períodos, y la época de lluvias en la cordillera causaba inundaciones. Afortunadamente las buenas relaciones entabladas con los tehuelches de la región les permitieron sobrevivir y fueron uno de los escasos ejemplos de buena convivencia entre pueblos de culturas diferentes. De hecho, las primeras palabras aprendidas por los aborígenes –mucho antes de que les fuera impuesto el castellano– fueron “té” y “bara” (pan en galés) porque, aun en los peores momentos, en la mesa de los galeses nunca faltó una taza de té y un trozo de pan casero. Pero precisamente debido a la escasez de alimentos las mujeres se las ingeniaban para preparar platos con escasos ingredientes y larga conservación: así nació esa torta hipercalórica a base de harina, azúcar negra y nueces, que permanece como recuerdo de los malos momentos pasados y como símbolo del tesón y la supervivencia galesa.
De hecho, alrededor del té se desarrollaba la actividad social de la comunidad: una vez finalizados los oficios religiosos y revisados los problemas sometidos al arbitrio de los pastores, a falta de una Justicia oficial, las familias pasaban al salón contiguo a la capilla (el vestry), donde compartían panes, tortas y dulces caseros, tomando té a la vez que intercambiaban las últimas novedades sobre nacimientos, fallecimientos, noviazgos y bodas. Una costumbre que acerca a los colonos de ayer y los visitantes de hoy, en torno de las mismas mesas y las mismas tradicionesz
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