Domingo, 17 de enero de 2010 | Hoy
ENTRE RIOS > EN LA RESIDENCIA DEL GENERAL URQUIZA
Una sugerente visita a la luz de las velas y lámparas de kerosene al Palacio San José, la residencia más suntuosa de la Argentina del siglo XIX, donde vivió y fue asesinado en 1870 el general Urquiza.
Por Julián Varsavsky
Cada atardecer, el gran portón de hierro que da entrada al Palacio San José se abre de par en par para recibir a los visitantes de un sugerente paseo vespertino por los suntuosos interiores iluminados con lámparas a kerosene, velas y algunos reflectores en los patios al aire libre.
Si bien la morada de Justo José de Urquiza no necesita ambientación, ya que se mantiene casi exactamente como el día del asesinato del primer presidente constitucional de la Argentina, en la visita surge una singular sensación de viaje en el tiempo a través de las sombras de la noche. Sin decirlo, el juego que se propone es que el general Urquiza, o su fantasma, se está preparando para la cena en alguno de los 38 cuartos del Palacio. De la cocina brotan olores de platos verdaderos: empanadas, buñuelos, verduras hervidas, pan casero. De la sala de juegos llega un aroma a habanos; se siente olor a perfume en los cuartos de las mujeres; y hasta el baño está húmedo como si el General victorioso en Caseros recién saliera del recinto.
Mientras tanto, en el comedor la vajilla está lista como esperando que se sienten a la gran mesa de caoba los 25 comensales que todos los días se daban cita en el salón. Al avanzar por las galerías a media luz se ven cuartos con las camas hechas, y sobretodos en los respaldos. En otros hay sombreros en los percheros. Pero los habitantes del que ya parece un palacio embrujado no aparecen por ningún lado. Y para aumentar la sugestión, desde el Salón de los Espejos brota música de piano con los valses de Chopin, los mismos que interpretaban las hijas del General. Sin embargo, sólo el maniquí de una de ellas está sentado al piano.
Todos los patios internos, el jardín, la biblioteca, la sala de juegos, la pulpería, las caballerizas y hasta las salas de costura y bordado –con las pequeñas sillas para las niñas– están a media luz. Afuera, en el sector de las pajareras, suena la grabación de centenares de aves exóticas por las que el General tenía debilidad. Son dos magníficas jaulas octogonales a la medida del Palacio, montadas sobre un pedestal con escalinatas de mármol italiano y rejas, que alguna vez estuvieron cubiertas de cristal para resguardar del frío las aves tropicales. Más atrás están los palomares con capacidad para 650 palomas, aves que formaban parte de la dieta diaria de la época.
LO QUE DICEN LAS PAREDES Durante la visita un guía versado en los secretos del edificio va develando las historias marcadas en las paredes, como la de esa palma de una mano grabada en sangre en la puerta del cuarto de Urquiza. La historia de esa mano se remonta al 11 de abril de 1870, día de la muerte del General. Cuentan las crónicas que el anciano guerrero descansaba en una silla bajo la galería cuando, desde los fondos, un grupo de sesenta hombres a caballo ingresó al grito de “¡Viva López Jordán!”. Advertido por el alboroto, Urquiza ingresó a su dormitorio en busca de un arma y pronunció su frase póstuma: “Vienen a matarme”.
Al asomar la cabeza bajo el marco de la puerta para enfrentar a los agresores, Urquiza fue derribado por un tiro en el pómulo. Y cuatro puñaladas certeras pusieron fin a su agonía en los brazos de sus propias hijas, que se habían precipitado para atenderlo. En el vidrio de la puerta del cuarto quedó grabada la huella de una mano ensangrentada que nunca nadie limpió, y que nunca se supo tampoco si pertenecía a alguna de las hijas o al mismo General herido de muerte.
La otra historia fabulosa que encierran estas paredes remite a una noche de verano en 1870, cuando siendo Sarmiento presidente de la Nación llegó en barco a Concepción del Uruguay por invitación del general Urquiza. A la mañana siguiente desembarcó y se encontró con 10.000 soldados de la caballería entrerriana vestidos en su honor con el uniforme rojo con peto blanco de la Batalla de Caseros. Sarmiento iba a conocer el famoso Palacio San José y lo fue a buscar su dueño en persona, para acompañarlo en los 30 kilómetros que separan Concepción de la enorme residencia. Urquiza y Sarmiento viajaron en una berlina inglesa que ingresó triunfal por la Avenida de Magnolias, y descendieron del carruaje para avanzar a pie por un camino rodeado de exóticas arboledas y tapizado de pétalos rojos.
Para la ocasión, Urquiza había hecho rodear el perímetro del casco de su estancia con antorchas que alumbraban la opulencia de este edificio solitario en la inmensidad del campo entrerriano. Sarmiento, un conocedor de los majestuosos palacios europeos, quedó pasmado. E ingresó por el Patio de Honor dejando atrás el Jardín Francés, cuyos pisos de piedra italiana estaban cubiertos con alfombras de Esmirna. Al final del patio los esperaban Doña Dolores Costa de Urquiza con sus hijos, sobre un piso entablonado especialmente para el baile de honor. Entonces, el presidente creyó estar soñando.
El asombro que invadió a Sarmiento hace 140 años es similar al que despierta hoy el interior de un palacio que no ha perdido casi nada de su esplendor. Algunos detalles de la decoración lo dicen todo: techos laminados en oro, mármoles por doquier, espejos de lunas francesas, lajas italianas, muebles de cedro, caoba, roble y algarrobo, porcelanas chinas y un friso estilo griego sobre el arco central del ingreso que alguna vez tuvo grabadas en oro las iniciales JJU.
En la torre izquierda del edificio sobresale un reloj con campana procedente de las misiones jesuíticas, y en los jardines hay copones de mármol traídos de Génova. En una sala del Palacio se ven además los famosos óleos encargados por Urquiza al pintor uruguayo Juan Manuel Blanes para reflejar, bajo su estricta supervisión, ocho de las nueve batallas que comandara el caudillo.
Según cuentan los guías en la penumbra, el diseño del Palacio San José fue obra de dos arquitectos italianos que concibieron una planta general de construcción española y herencia morisca, con habitaciones que rodean un patio central con galerías. Pero su estilo es una amalgama donde confluyen la herencia romana y florentina con una riqueza decorativa que se aleja del clasicismo para dar lugar a formas más ampulosas y recargadas.
En el Palacio hay también un lago artificial, jardines al estilo de Versailles con bustos de Alejandro Magno, Hernán Cortés, Napoleón y Julio César, y un fastuoso escritorio desde donde el general-estanciero rigió sin titubeos los destinos de su interminable estancia ganadera y de todo el interior del país, enfrentado con la díscola Buenos Aires.
UN TEMPLETE CON HISTORIAS Hacia el final del recorrido nocturno se ingresa en el templete octogonal. Para erigir esta capilla, Urquiza tuvo que gestionar una licencia especial ante el Vaticano, ya que según las leyes canónicas estaba prohibido construir un templo en un terreno privado. Para ello viajó a Roma un emisario encargado de gestionar una excepción papal. El exitoso argumento fue la lejanía que había entre el palacio y la iglesia más cercana.
La capilla, una pequeña obra maestra, fue diseñada con una fachada de composición casi plana ordenada por cuatro pilastras adheridas al muro, con decoración de querubines a los costados. En el centro se abre una de las puertas de acceso, con un abanico de medio punto por donde se filtra la luz a través de vidrios de colores. El muro superior de la capilla sostiene una cúpula octogonal, con un tambor que permite también la entrada de luz a través de una claraboya de vidrios rojos. El exterior de la cúpula está revestido con azulejitos conocidos como “pas de Calais”, importados de Francia, mientras el interior fue decorado –un poco a la manera de Miguel Angel– con frescos de Blanes inspirados en pasajes de la Biblia.
Además del retablo sostenido por columnas corintias, llama la atención el revoque de las paredes, realizado con polvo de mármol importado en barriles desde Italia, capaz de lograr un acabado perfectamente liso inexistente en cualquier otra construcción americana del siglo XIX.
En el templete del Palacio San José hay relicarios con huesos de santos, una piedra de las catacumbas romanas y hasta algunas astillas de la mismísima Santa Cruz del Monte Gólgota, todos regalos del papa Pío IX con su correspondiente certificado de autenticidad. Además, según documentos de la época, se acristianaron allí varios caciques indios. Pero la historia más increíble, aunque muy real, es la de una pila bautismal de mármol de Carrara instalada en el baptisterio. Su origen remite al año 1851, cuando el cónsul argentino Salvador Jiménez se encontraba en Roma por mandato de Urquiza. Además de diplomático, el cónsul era escultor y observó que en el Vaticano se estaba tallando una pieza de mármol que lo fascinó. Fue así que le pidió autorización al Papa para hacer una réplica de la pila bautismal y le envió a Urquiza una curiosa esquela que rezaba: “Sólo me detiene en Roma un objeto que en compañía de un bravo escultor estoy trabajando: es un recuerdo que mi reconocimiento y sincera amistad dedica a Vuestra Excelencia, único en su clase en esas partes de América. El Santo Padre, a quien le hablé de ese trabajo, se ha dignado con viva satisfacción admitir una copia...”. La obra fue embarcada desde Génova hacia el Palacio San José el 2 de julio de 1857.
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