Dom 14.02.2010
turismo

BRUSELAS > LA CAPITAL DE EUROPA

Ciudad de dos corazones

Bellísima en sus barrios antiguos y futurista gracias al Atomium, su monumento símbolo, Bruselas es un “enclave” de habla francesa en la Bélgica neerlandófona. Pero las diferencias lingüísticas quedan atrás cuando se trata de arte, historieta y buena mesa.

› Por Graciela Cutuli

Entre los muchos monumentos que simbolizan a las ciudades del globo, monumentos que suelen rivalizar en excentricidad y grandeza, pocos son tan conocidos y a la vez tan pequeños como la estatua que, desde una esquina céntrica de Bruselas, orina con desparpajo a la vista de los transeúntes, bajo el cálido sol veraniego o el soplo helado del invierno europeo. No hay peligro de no encontrarlo: siempre está rodeado de gente. Popularizado como descorchador-souvenir, en una metáfora tan difundida como poco sutil, el Manneken Pis (o “petit Julien”, como lo llaman los francófonos) tiene siglos de historia, y varias leyendas sobre sus pequeñas espaldas. Según una versión, representa al duque Godofredo III de Lovaina, que era apenas un niño y logró una importante victoria en el siglo XII orinando sobre sus tropas rivales; según otras era el hijo de un mercader que se perdió y fue hallado, después de una búsqueda masiva por toda Bruselas, mientras hacía aguas menores contra una pared. En todo caso, su antigüedad la consolidó como la estatua que hoy visitan todos los turistas, a veces con entusiasmo y a veces con cierta decepción, para sacarse una foto durante su paso por la capital belga. Foto que será siempre cambiante, ya que el Manneken Pis tiene una extensa colección de ropa para taparle su desnudez (aunque a veces se lo puede ver tal como lo trajo al mundo el escultor Jerome Duquesnoy, alrededor de 1619): estos trajecitos miniatura se exhiben en el Museo de la Ciudad, junto a numerosos objetos que trazan la rica historia bruselense.

LA GRAN PLAZA El Manneken Pis está a pocas cuadras del lugar más escenográfico y espectacular de Bruselas: la Gran Plaza, antiguamente conocida como Plaza del Mercado, donde los gremios de artesanos que hicieron la riqueza de la ciudad fueron construyendo sus respectivas sedes, rivalizando en magnificencia y decoración. Con justicia, está considerada como uno de los lugares más bellos de Europa, y no es poco decir en un continente de grandes palacios, museos y obras maestras de la arquitectura. Pero hasta los habitantes de la ciudad, acostumbrados a verla a diario, se detienen de vez en cuando para volver a admirarla, tal vez sin la sorpresa que despierta en quienes la ven por primera vez, pero con renovada fascinación.

Vista aérea de la escenográfica Gran Plaza, donde tenían sede los gremios de artesanos.
Imagen: Yan Arthus Bertrand - La terre vue du ciel. www.brusselsinternational.be

No hace falta decir que la Gran Plaza es un lugar de enorme concentración turística: sin embargo, nada de eso puede llamar la atención en Bruselas, que como sede de la mayor parte de las instituciones europeas goza de un cosmopolitismo muy propio. Curiosamente, esta ciudad que es capital continental y de instituciones multinacionales como la OTAN tiene sus problemas a la hora de las consideraciones internas, ya que los últimos años marcaron un crescendo notable en las tensiones entre valones (los belgas francófonos) y flamencos (los belgas neerlandófonos). Al visitante, sin embargo, es posible que estas cuestiones de identidad le queden al margen, invadido por las omnipresentes banderitas azules con doce estrellas que conforman el estandarte de Europa (y por los edificios que funcionan como sede de las instituciones europeas, entre ellas el Parlamento, irónicamente apodado “caprice des dieux” como un famoso queso).

En todo caso, son preocupaciones secundarias frente a una cerveza con “moules frites”, es decir un buen plato de mejillones con papas fritas, que tal es el plato nacional en Bélgica. Aunque ciertas versiones hablan de orígenes franceses (el nombre “french fries”, como se las llama en inglés, apoya esta teoría), los belgas reivindican la creación de las papas fritas y aseguran que se debe a los tiempos en que, faltos de buena pesca, se freían bastoncitos de papa tallados con forma de pescado. Afortunadamente, las papas fritas ya son demasiado conocidas como para reivindicar una “denominación de origen”, un sello DOC que impida su feliz multiplicación por las mesas del mundo. Habrá que reconocer, además, que con una cerveza espumante al lado, mirando hacia los espectaculares paisajes de la Gran Plaza, las papas fritas belgas tienen el mejor sabor del mundo. Lo suficiente como para justificar un famoso chiste de belgas, que son algo así como los “gallegos” de sus vecinos franceses: “¿Por qué los árabes tienen petróleo y los belgas papas fritas? Porque cuando Dios creó el mundo, los belgas eligieron primero”.

CHOCOLATES Y TORTAS Al parecer, otra de las cosas que los belgas eligieron primero fueron los chocolates. Untuosos y suaves, con un inequívoco sabor al más puro de los cacaos, son famosos en todo el mundo y la especialidad ineludible en el paseo por Bélgica. Cada cual tendrá su chocolatería preferida, pero para ir a lo seguro se puede elegir alguno de los proveedores de la Corte, título honorífico que las marcas resguardan con tanto celo como calidad: se trata de Galler, Godiva, Côte d’Or y Mary. La fábrica de Mary se puede visitar, para conocer el proceso de elaboración, y en Galler hay que probar sin falta las “lengüitas de gato”: que no tienen nada que ver con las masitas tradicionales, sino que son chocolates con la figura del famoso Chat (gato) dibujado por Philippe Geluck, un personaje de historieta tan bizarro como entrañable, digno heredero de la tradición de la “BD” (banda dibujada, el nombre francés de la historieta) que Bélgica exhibe con orgullo de Tintin en adelante. Aquí y allá, las paredes de Bruselas hablan por sí solas, con gigantescos murales de coloridos personajes bidimensionales; otro rito en la capital es sacarse una foto con el gran Gaston Lagaffe que representa la creación de André Franquin (también autor de Marsupilami, Spirou y Fantasio) en el Boulevard Pachéco. Así, Bruselas se despoja un poco de la solemnidad que le imponen sus roles institucionales como capital del reino y se contagia de la frescura de los personajes que saltaron a la popularidad mundial desde el norte de Europa.

La historieta, un patrimonio de Bruselas, decora las calles de la ciudad en gigantescos murales.
Imagen: Olivier van de Kerchove. www.brusselsinternational.be.

Con igual soltura, deja atrás las solemnidades el crítico y cineasta belga Noel Godin, famoso por la rara pero desopilante costumbre de lanzar tortas de crema a la cara de varios personajes célebres que andan por el mundo. Sufrieron sus embates desde Jean-Luc Godard hasta Nicolas Sarkozy, y la propia oficina turística bruselense cuenta en su sitio web que durante una visita a Bruselas Bill Gates encargó algunas especialidades a una conocida pastelería de la capital, pero cuando la dueña del lugar –deseosa de entregar el pedido personalmente– llegó al hotel y explicó que venía entregar “unas tortas al señor Gates”, terminó detenida. Todo porque poco antes Godin había pasado por el mismo lugar, pulverizando uno de sus cremosos pasteles en la cara del magnate de la informática.

DEL PLASTICO AL ATOMO A esta altura, los visitantes probablemente estarán felices de pasar inadvertidos en su paseo por Bruselas. Pero en tren de originalidad, la ciudad todavía tiene mucho para ofrecer: y uno de los lugares que merece el desvío es el Plasticarium, museo curioso si los hay, con una colección de muebles y objetos cotidianos enteramente realizados en ese brillante plástico que hace algunas décadas se impuso como nuevo material omnipresente en las casas de medio mundo. Totalmente diferente, pero también imperdible, es el museo consagrado al maestro surrealista René Magritte en la casa donde vivió durante años, que hoy exhibe sus muebles y algunas obras en un contexto a veces sorprendente.

El otro sitio es tan insoslayable como el Manneken Pis, e igualmente icónico de Bruselas: se trata del Atomium, un monumento gigantesco construido para la Exposición Universal de Bruselas de 1958. El Atomium simboliza un cristal de hierro aumentado 165.000 millones de veces, en referencia a la promisoria energía nuclear, y presenta una exhibición permanente sobre el tiempo de la Expo ‘58 además de muestras temporarias sobre diseño, ciencia, historia y arte. De las nueve esferas, que llegan a los 102 metros de altura y tienen 18 metros de diámetro cada una, cinco están abiertas al público: la más alta ofrece la vista más espectacular sobre la meseta de Heysel, incluso hasta Amberes en días despejados. Por las dudas, hay que recordar que sólo se llega totalmente en ascensor a la última esfera, mientras para llegar a las demás hay que subir y bajar decenas de escalones. Incluso sin hacer el esfuerzo, la sola vista del Atomium al anochecer, cuando el monumento se ilumina como en un gigantesco juego mágico, justifica por sí misma la visita a Bruselas y se convierte en un recuerdo espléndido de aquellos tiempos optimistas sobre el futuro del átomo y del mundo.

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