turismo

Domingo, 21 de febrero de 2010

MISIONES NATURALEZA E HISTORIA

La ruta verde

Entre Puerto Iguazú y Posadas, un recorrido por la RN 12 que pasa por ruinas jesuíticas, plantaciones de té y yerba mate, pueblitos de colonos y yacimientos de gemas semipreciosas. La exuberancia misionera todo lo alberga, en un mundo de agua, piedra y vegetación donde reinan los más variados matices del rojo y el verde.

 Por Graciela Cutuli

El cartel de vialidad de la RN 12, que recorre Misiones de norte a sur junto al Paraná.

Misiones es, si hay que definirla en una instantánea, la provincia del agua. Bien al norte, donde los mapas dibujan el límite con Brasil, se encargan de recordarlo las caudalosas Cataratas del Iguazú. Algo más al sur, sobre el extremo este del brazo misionero, también los Saltos del Moconá contribuyen a esta postal de selva y agua. Sin embargo, las onduladas rutas que la atraviesan de punta a punta –con la RN 12 y la RN 14 como grandes ejes, además de las menos transitadas carreteras transversales– tienen mucho más para descubrir: siempre teñidas del rojo típico de la tierra misionera, llevan hasta lugares históricos y pueblos donde siempre hay algo para ver. Este itinerario empieza, entonces, cuando quedan atrás las Cataratas y se apaga el furioso rumor de los saltos.

BRILLOS PRECIOSOS A unos 40 kilómetros de Iguazú, por la RN 12 que lleva hacia Posadas bordeando el Paraná, las entrañas de la tierra empiezan a revelar algunos de sus misterios en Wanda, una localidad fundada en los años ‘30 por colonos polacos. Geológicamente, Misiones pertenece al macizo de Brasilia, formado sobre sucesivas coladas de lava basáltica de decenas de millones de años de antigüedad, y quiso el azar que entre una capa y otra de lava quedaran atrapados globos de aire y agua que la magia de la naturaleza fue transformando en ágata, jaspe, amatistas, cristal de roca y topacios. Wanda es la más conocida, pero hay otras minas cercanas, como la de Santa Catalina en la vecina localidad de Libertad, menos explotadas y muy interesantes para explorar después de haber recorrido el puñado de kilómetros que separan los yacimientos de la ruta. Durante la visita se conoce el proceso que fue formando las piedras semipreciosas, en particular las espectaculares geodas de amatistas, y se aprende a distinguir las líneas que marcan en el suelo el recorrido de las burbujas, indicadoras de la presencia de gemas bajo la superficie. En las cercanías de Libertad existe además una reserva donde se está acondicionando un sendero de interpretación, el Paso del Yaguareté, en uno de los últimos lugares donde observar el tigre misionero en peligro de extinción. La especie es representada frecuentemente en las artesanías de los pueblos guaraníes que viven en las aldeas de la zona, intentando conservar tradiciones como la cestería con fibras vegetales y el tallado en madera de pequeños animales.

Reconstrucción del bungalow de madera que fue la primera vivienda de Horacio Quiroga en la selva.

ESPERANZA MISIONERA Siempre hacia el sur, la ruta lleva hacia Puerto Esperanza, otra de las localidades que prosperaron gracias la yerba mate y la industria maderera. Basta echar un vistazo a un lado y otro de la ruta para comprobar que el “oro verde”, la yerba y el té, siguen dominando el paisaje, alternando con los bosques de pino destinados a las plantas papeleras. La exuberancia del paisaje, aunque ahora la enmarañada selva haya sido domada por los cultivos, hizo vislumbrar a los conquistadores que primero se internaron en esta verde densidad la promesa de riquezas sin fin. La localidad de Eldorado, ya a 100 kilómetros de Iguazú, heredó el nombre de esta ilusión: y en verdad para el visitante es un lugar que atrae gracias a las posibilidades de explorar en canoa los arroyos Pirá Guazú y Pirá Miní, pescar dorados en el Paraná o descansar en las estancias que abren sus puertas al turismo. También se puede visitar el museo instalado en la casa que perteneció a la familia Schwelm, una de las fundadoras, donde exhiben objetos legados por los colonos y materiales indígenas.

Algunos kilómetros más adelante, la topografía sigue prometiendo lujos: esta vez en Montecarlo, la “capital nacional de la orquídea”. El clima húmedo, el calor y las abundantes lluvias favorecen a estas flores delicadas y vistosas que parecen dibujadas por un pincel de imaginación infinita, toda una tentación en los viveros para los amantes de las plantas (que no dejarán de visitar el laberinto vegetal del Parque Vortisch, el más grande de Sudamérica). Como las ciudades vecinas, lejos de los casinos de su homónima europea, Montecarlo vive de la yerba, el té, mandioca y la industria forestal: quien dé vuelta un paquete de yerba para el mate en cualquier lugar del país no se sorprenderá entonces de encontrar el nombre de la ciudad asociado con algunas conocidas marcas. Cerca del Parque Vortisch se levanta el Club de Pesca, punto de partida para visitas en lancha a la isla Caraguatay. Y en las afueras de la ciudad, el Zoo Bal Park vale el paseo para apreciar algo de la fauna local, con unos 500 animales de especies autóctonas y exóticas.

Camino de acceso a las minas de Santa Catalina, entre el rojo de la tierra y el verde de las plantaciones de pinos.

A poca distancia de Montecarlo, la visita misionera toma un carácter histórico y se suma a la ruta que recorre, en distintos extremos del país, las casas de Ernesto “Che” Guevara. Una está en San Martín de los Andes, conocida como “La Pastera”. Otra en Alta Gracia, donde pasó algunos años de infancia y donde fue levantado un museo evocativo de su figura e ideales. La tercera –o la primera, cronológicamente hablando– está aquí, en Caraguatay, sumergida en la selva y a orillas del Paraná, mirando hacia el Paraguay. Lo que queda son apenas los cimientos y parte de las paredes de ladrillo de la casa donde Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna vivieron durante algunos años, incluyendo los dos primeros de su hijo Ernestito, hasta que la humedad misionera que agravaba el asma del niño los impulsó a mudarse a Córdoba. Hoy los visitantes son bien recibidos y acompañados por los guías desde la casona de recepción, donde funciona un museo, hasta los restos de la vivienda original, recorriendo un sendero selvático de poca dificultad.

RUMBO A SAN IGNACIO La siguiente localidad de esta ruta vuelve a recordar las quimeras de riqueza de la tierra misionera: Puerto Rico, siempre bella gracias a los lapachos en flor que le renuevan la cara cada primavera. Varios viveros de orquídeas rivalizan con Montecarlo, y sobre todo la costanera sobre el Paraná le da a la ciudad su ritmo de tranquila belleza. Es un buen lugar para hacer un alto y luego seguir rumbo hacia el pueblito de Ruiz de Montoya, avanzando por el sinuoso trazado de la ruta para descubrir un lugar tan escondido como pacífico, signado por la herencia suiza (se dice que aquí se elabora el único auténtico queso raclette del país, que se puede conseguir en el pequeño local del Instituto Línea Cuchilla).

El imponente estilo barroco americano de los portales de las ruinas jesuíticas de San Ignacio.

Más hacia el sur, dejando atrás Jardín América y Santo Pipó, se llega a uno de los lugares emblemáticos de la Misiones histórica: las ruinas jesuíticas de San Ignacio. Una fachada neocolonial funciona como punto de acceso al predio, donde varias salas explican a través de fotos y dibujos el funcionamiento de las reducciones fundadas por los jesuitas, el trabajo de los indígenas y la expulsión de la orden religiosa de los territorios americanos. Lo que sigue es lo mejor: la espectacular fachada barroca de la iglesia sobre lo que fue la plaza central; los restos de las paredes de las viviendas; los muros de arenisca roja que se resisten al avance de la selva. Al atardecer, un espectáculo de luz y sonido revive la aventurada historia de San Ignacio, que sufrió asedios y traslados hasta su abandono definitivo y su destrucción en el siglo XIX. No muy lejos, en estado más salvaje, también las ruinas jesuíticas de Santa Ana forman parte del patrimonio de la humanidad y permiten completar esta página de la historia colonial.

A un puñado de kilómetros de las ruinas de San Ignacio, otro lugar revela el poder inspirador de la selva. Es la casa donde vivió el escritor Horacio Quiroga, el maestro que puso la naturaleza en palabras y arrinconó los peligros de este mundo salvaje en el catártico ejercicio de la literatura. Enamorado, atrapado por el verde exuberante de San Ignacio que había conocido cuando fue contratado como fotógrafo durante una expedición organizada por Leopoldo Lugones, Quiroga levantó su casa sobre una barranca del Paraná. Es la misma que hoy se visita después de recorrer un sendero entre bambúes, jalonado de “estaciones” sobre su itinerario literario y vital. En realidad las construcciones levantadas en un claro de la selva son dos: una es la casa de material donde se conservan varios objetos y recuerdos del escritor; otra una réplica del primer bungalow de madera donde vivió, reconstruido para la filmación de una película sobre su vida.

Finalmente, desde San Ignacio se puede atravesar Misiones transversalmente, para poner rumbo hacia Oberá y Leandro N. Alem, o bien terminar el recorrido en la capital provincial, Posadas, el principal centro de servicios de la región y también el mejor punto de partida cuando se quiere recorrer la ruta en sentido inverso, rumbo a las Cataratasz

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