CROACIA DUBROVNIK, LA PERLA DEL ADRIáTICO
› Por Astor Ballada
Rodeada de murallas protectoras, sobre un pequeño cabo que se adentra en el Adriático, el comercio la hizo fuerte. Al mismo tiempo ese intercambio le permitió atesorar edificios de gran valor histórico y artístico. Tanto que no pudieron menguarlo ni invasiones, ni guerras ni terremotos, y hoy, pasadas las turbulencias, Dubrovnik tiene un lugar bien ganado en el mapa de los destinos de lujo europeos.
La historia de la ciudad, que hoy tiene unos 50.000 habitantes, se remonta a más de mil años. Pero fue sobre todo durante la Edad Media y el Renacimiento, cuando era conocida como la muy independiente República de Ragusa, la época en que se hizo un lugar en el mundo. Un lugar definitivamente estratégico.
LA RIVAL DE VENECIA Aquel auge tenía que ver con el agua, y la llevó a rivalizar en poderío marítimo nada menos que con la serenísima Venecia. La arquitectura se hizo eco de ese predominio, como revela hoy el barrio antiguo de Stari Grad, el casco histórico peatonal de Dubrovnik, una zona de la ciudad que comenzó a cobrar forma en el siglo VII cuando se asentaron aquí varios pueblos eslavos. Pero son las construcciones posteriores –palacios, conventos, fuentes– las que hoy pueden apreciarse entre veredas de mármol y casas angostas de tejas anaranjadas. De este laberinto arquitectónico salen las callejuelas adoquinadas que parecen elevarse hacia la cima de la montaña San Sergio, sobre la que se ha asentado ancestralmente Dubrovnik.
Se trata de edificios varias veces centenarios. Entre los numerosos monumentos que permanecen en pie se destaca la Catedral de la Asunción, cuya construcción románica original fue derrumbada por un terremoto en 1667: no eran tiempos de fidelidad a los orígenes, de modo que en 1713 fue reconstruida bajo los cánones del estilo barroco. Por cierto, aquel terremoto dejó muy pocas edificaciones a salvo, pero como a su vez coincidió con la época de esplendor comercial, Dubrovnik se reconstruyó muy rápido en un contexto de prosperidad. Bien lo ejemplifican los vitrales de la Iglesia de San Blas, construida a comienzos del siglo XVIII.
Muy cerca de la Catedral, a pasos de una de las dos entradas medievales que dan acceso al casco histórico, se encuentra la fuente Onofrio, que con sus 16 maskeroni (rostros ornamentales que lanzan agua) es sin duda otro de los monumentos característicos de la vieja Ragusa. A su lado, la Torre del Reloj y un monasterio franciscano extienden el paseo. Lindante con el edificio monacal se levanta una muy particular farmacia-museo que funciona desde 1391, y donde vale la pena adquirir como regalo alguna crema en alquimia de flores.
EL MURO No sólo la geografía que se va elevando desde el mar turquesa hacia los Alpes Dináricos ha protegido a lo largo del tiempo a esta ciudad costera. Entre los siglos XII y XV se construyó la muralla que desde entonces da resguardo y perímetro a Dubrovnik. Es imposible no apreciar su presencia al llegar: su blanquecina piedra de pátina marítima se prolonga a lo largo de casi tres kilómetros, partiendo desde el mismo mar para abrazar la Ciudad Vieja, mientras despliega de manera irregular sus dos metros de altura.
Pero más allá de su atractivo, la razón de ser de esta muralla tuvo que ver con una tradición de Dubrovnik: defenderse del anhelo de anexión de no pocos invasores o aspirantes a invasores. La lista es abundante: los turcos (con quienes se estableció un pacto con tributación en 1364); la antigua república de Venecia (cuando, en el siglo XV, rivalizaban por el comercio marítimo); Napoleón (quien la anexó a las provincias ilirias francesas entre 1809 y 1813), y luego el Imperio Austrohúngaro. En 1918 la ciudad pasó a formar parte de aquel reino de los serbios, croatas y eslovenos que luego, en 1929, sería Yugoslavia. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial se unió a Croacia, y recuperó algo de prestigio como vidriera de la costa dálmata.
Sin embargo, la disolución de Yugoslavia y la independencia croata le trajeron consecuencias nefastas: durante la Guerra de los Balcanes, a principios de los años ’90, Dubrovnik fue bombardeada con fiereza; sufrió víctimas y grandes daños materiales, también en el casco histórico. De estos bombardeos, como del terremoto que la asoló en 1667, prácticamente no quedan registros visibles en las calles. Aunque sí, seguramente, de estas circunstancias habla el carácter reservado pero pujante de los lugareños.
PASEO A PIE Serpenteando al pie de la muralla, el paseo por la ciudad antigua continúa, con mercados al aire libre donde los frutos de mar se alternan con la venta de los típicos souvenirs turísticos. Caminando se podrá dar con la plaza Luza, antesala del palacio Sponza, uno de los pocos edificios –junto a la muralla y parcialmente la fuente Onofrio– que permanecieron en pie luego del terremoto, perpetuando así su estilo original, entre gótico y renacentista. Este palacio, que fue aduana y hoy oficia de archivo de la ciudad además de tener un espacio para la memoria de la Guerra de los Balcanes, se enfrenta en el espacio callejero con la Torre del Reloj, cuyas campanas señalan al viajero el paso de las horas en Dubrovnik.
Tampoco es difícil dar con la muy concurrida calle principal, Stradum, que ofrece vistas inigualables del Adriático y una sucesión de bares y restaurantes para comer y descansar un rato. Aquí los amantes de la buena mesa deberán estar atentos a los platos marítimos a base de crustáceos, como el guiso a la cigala, o bien optar por las ostras y mejillones en presentaciones simples o sofisticadas. La cercanía con Italia también supone propuestas como pizza, helado y chocolate, pero en versión local (pruebe, luego tómelo o déjelo). Y si de beber se trata, la cosa anda entre la cerveza eslava y los vinos de Dalmacia.
VAMOS A LA PLAYA Dubrovnik vive hoy tiempos apacibles, en los que, si de sustento económico se trata, el comercio marítimo ha cambiado por el turismo. La guerra, por su parte, parece formar definitivamente parte del pasado. Lo saben bien los italianos, españoles, ingleses y alemanes que durante todo el año, pero principalmente durante los meses veraniegos de julio y agosto, llegan con ganas de vivir buenos momentos. Vale la pena no dejar pasar el consejo lugareño sobre el estratégico septiembre, mes de clima todavía estival, pero con menos bullicio y mejores precios.
Sea cuando fuere, si hace calor el agua límpida –la playa pedregosa potencia esta condición– invita al humilde chapuzón o al snorkel, actividad muy difundida en el lugar. Y si el suelo inspira respeto por la irregularidad de las piedras, hay una solución práctica: comprar allí mismo una especie de ojotas que sirven tanto para nadar como para caminar por la playa.
Junto a las playas se abre paso el puerto nuevo. Dejando de lado el antiguo rasgo mercante, este sitio evidencia con sus veleros deportivos el actual perfil de Dubrovnik. A su vez, y también lejos del intercambio marítimo de mercancías, muchos eligen llegar a la ciudad en idílicos ferries, portadores de apacibilidad romántica. Tampoco faltan bares, discotecas y, como en toda área turística occidental de nuestros días, pubs de estilo irlandés, pero con una diferencia: al igual que los negocios de toda la ciudad, están literalmente insertos en las construcciones de tiempos lejanos.
Hoy como ayer, Dubrovnik sabe de su atractivo, pero ahora cada llegada significa afianzar su razón de ser: compartir los encantos de una “esquina” del Adriático, construida casi enteramente en piedra, pero principalmente hecha de epopeyasz
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