Domingo, 18 de abril de 2010 | Hoy
DIARIO DE VIAJE IMPRESIONES DE LA INDIA
La búsqueda espiritual del escritor argentino Raúl Rossetti lo lleva hasta el “pantano humano” de Calcuta, infierno y paraíso de millones de personas. Crónica de un viaje a una “metrópoli oscura y oblicua regida por los insondables designios de Saturno”.
Por Raul Rossetti
Cediendo a la apretada y humillante exhalación del tren, nos abandonamos hacia Calcuta.
Después de muchos empujones, y de ayudar a alguna gente a entrar por las ventanillas para zambullirse en la masa gelatinosa, logramos sentarnos en el pasillo.
Hay dos mujeres que comienzan a pelearse por un poco de lugar, creo; la más gorda es la que tiene que caerse encima de Richard, y ahí se queda plácidamente, como sin notificar su presencia. Un niño se viene a acostar en sus faldas, y la mujer se concentra durante todo el viaje en sacarle los piojos de la cabeza.
Encuentro la sonrisa algo resignada de mi amigo, entre toda esa grasa que se agita al ritmo del tren.
Recuerdo el proverbio sufí: “Los caminos de Alá son maravillosos. El tenía el infierno, y a pesar de eso creó la India”. No debe haber una estación de trenes más impresionante que la de Calcuta, aunque una sensación de irrealidad –de algo que no puede ser comprendido con el razonamiento habitual, que necesita una comprensión inédita– mitiga cualquier impresión.
Tiene más de cuarenta vías y todo el mundo parece haberse congregado para dormir en el hall, o para unirse a un deambular multitudinario y fantasmal.
Uno debe abrirse paso como puede en esa especie de consistente pantano humano.
Hay unos hombres tranquilamente sentados con su cuenco de limosnas al lado de dos cadáveres desnudos y morados de muchachos con sangre coagulada, con la barba crecida y moscas revoloteando a su alrededor. “Necesitan dinero para incinerarlos”, me explica Richard arrojándoles una rupia.
Después de desembarazarnos de un centenar de mendigos deformes y pálidos, logramos sentarnos en un riksho tirado por ese chico que trotaba como un caballo cansado. A medida que avanzábamos, el chico iba trotando más despacio y en los semáforos se daba vuelta para mirarnos y sonreírnos –pienso que quería pedir disculpas por no andar más de prisa–. Esta debe ser la única vez que vi a alguien en un intento de correr. Los bengalíes son la gente más lenta de la tierra. La música y las canciones también muestran esa parsimoniosa manera de vivir. Como si antes de hacer o decir algo, tuvieran que razonarlo mucho tiempo para no equivocarse, o como si después de tanto reflexionar, optaran por no hacer nada o por el silencio.
Cruzamos los bustees, una alineación de cuchitriles inmundos y un eje de barrios industriales a lo largo de la vía férrea, y el blanco e insípido Memorial a la Reina Victoria.
Nos bajamos en el Maidan, ese enorme espacio verde y como sin vida que a una aglutinada muchedumbre no le interesa animar.
Y al repulsivo olor a descomposición que flota por todos los rincones, a podredumbre añeja, como sus habitantes, uno también se acostumbra después de cierto tiempo. ¿Viene del inmundo lodo pasado del Hooghli? ¿De las fábricas? Nadie lo sabe. Ese es el olor de Calcuta.
Hay aquí millones de gente que come, fornica, duerme y muere en las calles, a lo largo del río aceitoso que es afluente del Ganges.
Los otros millones, más afortunados, trabajan en industrias metalúrgicas y químicas.
Y debe haber algunos otros millones zumbando por ahí, alrededor de los extranjeros, sin que uno sepa nunca muy bien si están tratando de robar, canjear, vender, enervar o simplemente zumbar, porque sí.
En la zona del puerto se pasean cientos de malayos, chinos, alemanes, ingleses, pescadores de Madrás y Bombay, italianos, yanquis, birmanos, negros. Miles de marineros de todas las nacionalidades se mezclan en el Bow Bazar con los nativos, practicando toda suerte de intercambios extraños.
Un día, cruzando ese infernal tormento de hierro construido por los ingleses, el Puente Howrath, atravesado parece ser por más de medio millón de personas cada día –a pie, en rikshos, en bicicletas, en todas las viejas chatarras británicas de camiones, autobuses y taxis olorientos, esos desechos herrumbrosos que el antiguo imperio sigue trocando en sus colonias, para modernizarlas–, seguimos una procesión que llevaba en andas a una radiante imagen divina. Es Durga, la diosa de Calcuta, que representa las fuerzas afirmativas del Universo. Tan grande es esa monumental construcción, que necesita ser llevada por unas treinta personas, y adornada con decoraciones tan precisas y esplendorosas, que hace pensar en un arduo trabajo de mucha fe y dedicación.
Luego de caminar bastante hacia las afueras de la ciudad, cerca de Charnandagore, acompañan a la Diosa con cientos de embarcaciones en el Hooghli y después de arrojarla al río con guirnaldas de flores y otras ofrendas, se vuelven cantando a la costa para unirse a las danzas y suaves melodías que ejecutan los fieles, con largas cornetas de bronce y tam-tam.
Ese homenaje fervoroso que realizan con otros dioses, la consagración de muchos días de esfuerzos y penurias para que sólo en una tarde, o en menos de una tarde, sea borrado por las indiferentes aguas de un río, es algo que nosotros jamás podremos entender. Y si lo hiciéramos realmente –quiero decir, después de rechazar nuestros eficientes rótulos de ignorancia, superstición y primitivismo–, deberíamos quizá escondernos de vergüenza.
Pero no busquemos compasión o solidaridad o algún atenuante que no sea nada más que la afición al sacrificio, a la mortificación.
En Calcuta no hay nada parecido a aquellos nobles sentimientos. Es una metrópoli oscura y oblicua regida por los insondables designios de Saturno... intoxicada por el opio de Indochina, sumergida en la noche lunar de los primeros tiempos.
El bengalí es la imposible mixtura del indio racional y severo con la noctámbula, humosa predilección por la sutilidad insobornable y vidriosa del chino.
¿Y qué significa, entonces, esa calma infinita que llega no se sabe de dónde, después que también uno se abandona al aura general, casi convertido en otro espectro nocturno que no recuerda nada más, que no necesita comprender nada más porque no hay nada que comprender?
Parecería ser que no existieran el orden ni la censura social. Que cada uno estuviese relegado a sus propias capacidades individuales, con la sola ayuda de la religión, para no sucumbir al vicio, para poder elevarse desde este caótico lugar de pasaje, a la estricta trascendencia de todo lo inmanente.
Nosotros queremos hacer de la tierra un lugar para vivir –por eso debe ser que terminamos destrozándola–. Ellos no pretenden que sea otra cosa que un vínculo.
Y entonces, aquí palpita una verdad que está a salvo de las vicisitudes del tiempo, y que seguirá siendo una humanidad desnuda y desmesurada a prueba de exquisitas adquisiciones, de civilizadas envidias, de torturas competitivas, de esas alegrías privadas que durarán el tiempo de un suspiro.
El silencio ensordecedor nos estremece, despeñándose desde calles ruidosas y malolientes; desde el humo viciado de las fábricas que es insensible en los pulmones del obrero, preservados por la respiración de Vishnu; desde los gritos transmutados de intocables maltrechos, que pululan por los adiposos astilleros con el nombre de Krishna quebrado entre sus labios; lo que sólo se encuentra después de haber inmolado todas las búsquedas, es la voluntad para caminar por los límites, por los extremos de toda la libertad del hombre, de ese hombre que fuimos una vez y que aquí hallamos intacto: libre al fin de bondadosas especulaciones y principios de una ética cínica y frustrada.
Aquí nos encontramos con una suerte de eternidad esencial que hace añicos nuestros tontos progresos, nuestros evolucionados logros morales.
Algo así como un sentimiento de tristeza y compasión se desprende del recuerdo de Maher, en el Lord Hotel de Delhi, perdido en las oscuras tentaciones primarias que le impiden reconocerse entre su gente.
Porque Calcuta es terrible. Es cierto. Es el denso horror cuyas llagas transgreden la historia. Es lo más cercano al infierno sobre esta tierra. Sí. Y los extremos se tocan. Y lo de abajo es igual a lo de arriba. Y se podrá seguir vegetando por los siglos de los siglos; podremos seguir asfixiándonos con dulces vapores soporíferos, pero se necesitará ser bien cretino para no poder reconocer la verdad esencial que los límites del dolor y de la fe no esconden; la comunión que trasciende el inepto fulgor de las apariencias, de la cobarde postergación. (...)
Algunas veces las vacas cortan el embotellamiento del tráfico caótico a la salida de Calcuta, una ruta que parece abrirse paso en la densa polvareda contaminada y grasienta. Todo el mundo esperará pacíficamente hasta que a los animales se les ocurra moverse. (...)
De golpe, un instante intenso como un chorro de luz alumbra con pesada nostalgia el indolente transcurrir: aquel amanecer en las terrazas de Panchganga, en Benares. El Ganges sereno y desierto con la primera claridad naranja. La ciudad durmiendo su sueño antiguo desde las grietas de callejas tortuosas, templos fabulosos, mezquitas en ruinas... un silencio divino flotando en terrazas y ashrams oscuros, y los chispeantes reflejos dorados de minaretes, cúpulas y stuppas. Sólo un viejo con un lunghi de seda bañándose alegremente y realizando sus abluciones.
“¡Gange cha!”, dice feliz, bebiendo el agua sagrada.
Me cuenta que llega de Cholapur a cumplir con la meta final de su vida: venir a morir a Varanasi –así es como los hindúes llaman a Benares–. Muy naturalmente es que trata de expresarme la inmensa felicidad que representa haber podido cumplir su fervoroso anhelo.
Poco después, unos músicos se acercan para saludar al Ganges con la tenue y cíclica melodía de cítaras, gongs y pequeñas campanas.
Lentamente, los primeros fieles van bajando desde todas partes de la ciudad para congregarse, henchidos de esperanza, en los flancos de la corriente benditaz
* En Pasaje a Oriente. Narrativa de viajes de escritores argentinos. Fondo de Cultura Económica, 2009.
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