Domingo, 9 de marzo de 2003 | Hoy
FRANCIA VAN GOGH Y EL PUEBLO DE AUVERS-SUR-OISE
Encuentro con el llameante paisaje donde Vincent Van Gogh clavó su caballete de campaña para pintar los famosos óleos en los últimos 70 días de su vida. “Auvers tiene una belleza profunda”, escribió el artista. Y su genio la fijó para toda la eternidad.
El hombre pisa el andén
de la estación de Auvers y aguarda que el tren continúe su recorrido
por el valle del Oise. Por el equipaje reducido a la pequeña valija puede
parecerse a cualquiera de los campesinos de la zona, salvo por la caja de paletas,
el caballete plegable, el banquito de campaña y ese vendaje algo sucio
bajo la sien derecha. Mira hacia atrás y se encandila con el brillo esmeralda
del río que se desplaza paralelo a las vías. Levanta la cabeza
hacia el frente y sus retinas ruedan cuesta arriba por la colina verde, salpicada
de ramas doradas, pétalos anaranjados y tréboles fosforescentes
que él ve arremolinados, llameantes.
Precisas indicaciones dispensadas por su amigo el pintor Pisarro le llevan un
par de cuadras hacia la izquierda. Pasa frente al edificio de la Municipalidad,
sencillo y coqueto, unos bancos tras las cadenas sobre la vereda, los castaños
detrás. Es el mediodía del martes 20 de mayo de 1890 y Vincent
Van Gogh busca la morada del doctor Gachet, Un par de días antes este
médico, pintor él mismo, lo había atendido en París
de la profunda irritación que le había provocado su corta reclusión
en el asilo de SaintRémy en Provence. En pleno estallido está
la primavera y los campos de Auvers-sur-Oise aguardan la cosecha para gloria
de los cuervos que planean sobre esos surtidores de colores cambiantes. Vincent
repara en poder capturar una a uno aquellos instantes y, con cada pincelada,
espantar el encierro en aquella habitación de Arlés, de la quietud
de los Tournesols, del fastidio de los retratos por encargo. Setenta días
correrán para que Van Gogh pinte igual número de inmortales telas
en esta aldea situada apenas a treinta kilómetros (en línea recta,
cuarenta por autopistas) de la capital francesa y que un siglo y una década
después conserva incólume cada uno de los rincones elegidos por
Vincent para fijar por toda la eternidad ese instante fugaz impregnado en sus
pupilas.
Un campo flamigero
Desde lo de Gachet,
el pintor desanda sus pasos y, en diagonal a la estación, se aloja en
una mansarda del segundo piso del Café de la Mairie, hoy Aubergue Ravoux,
Maison de Van Gogh, donde el visitante puede apreciar la habitación del
artista, obtener magníficos souvenirs en la tienda del primer piso, y
deleitarse con los veinte minutos del acabado audiovisual en el salón
de la segunda planta, para luego comer algo en el mismo restaurante de hace
cien años, junto a los patios. La visita, sin vituallas, ha de exigir
unos tres euros y medio, la misma cifra que, en francos de entonces, le costaba
a Van Gogh el alojamiento diario.
Auvers tiene una belleza profunda, escribía Vincent a su
hermano Théo cuando le anunciaba su rutina diaria: levantarse a las cinco,
pintar, ir a la cama a las nueve en esas jornadas de cielos despejados y brisa
suave. A metros del albergue sigue allí la escalera de piedra que sube
a la iglesia, el ábside trasero del templo, los castaños en flor,
el jardín de Daubigny oculto entre las madreselvas sobre la actual Avenue
Charles de Gaulle. También el pueblo desde la lejanía, los botes
sobre el río Oise y, sobre todo, ese campo flamígero atravesado
por una huella verde y ocre que no llega al horizonte crepuscular y azul salpicado
de cuervos negros: Champ de blé aux corbeaux, el famoso óleo estigmatizado
como su última obra. Allí están aún todos y cada
uno de los lugares en su formato natural, atravesados para siempre por la paleta
del artista y recordado por sendos carteles instalados en el preciso punto sobre
la tierra donde Vincent clavó su caballete de campaña.
Vida en la hiedra
Los auténticos
prados del célebre Champ de blé... se encuentran a la vera del
cementerio de Auvers, al cual se llega trepando un camino serpenteante que puede
iniciarse desde la famosa escalera, desemboca en la puerta de la iglesia del
siglo XII, pasa junto a su nave, sube frente al ábside presente en el
cuadro, trepa unos trescientos metros y desemboca en la rue Emile Bernard. Calle
que rodea la necrópolis por dos flancos, conviene rodearlo por afuera
a fin de apreciar los campos detrigo e ingresar por la puerta nordeste. Se equivoca
quien piense en un necro-tour, pues la modesta morada definitiva de Vincent
y su hermano Théo consta de dos sencillas lápidas con sus nombres,
cubiertas de una espesa mata de hiedra y, azarosamente, algunos girasoles de
papel dejados por respetuosos turistas japoneses. Al trasladarse el féretro
de Vincent se descubrió que una planta emergía de su corazón
y es esta humilde hiedra la que enlaza a cielo abierto a los hermanos en forma
tan fuerte e intrincada como estuvieron unidos en vida.
Una vez cumplido el ritual, es factible desandar el camino y retornar a la iglesia
de Auvers donada por el rey Luis VI el Grande, hacia el año 1100. Se
ingresa por una puerta pequeña a una nave cálida en invierno,
fresca en verano, siempre acogedora, en cuyos rincones se esparcen las señales
de la vida cotidiana del pueblo: el espacio dedicado a la escuela catequista,
los listados de vecinos solidarios, las colectas. En el siglo XIX se restauró
el edificio erigido en el s. XII, y dotado de vitraux hace apenas ciento cincuenta
años. La parte más antigua que se conserva es precisamente el
ábside que pinta Van Gogh, el resto tiene una base romana y techaje gótico.
Como en toda Francia, sendas placas recuerdan a los caídos en las guerras
y a los deportados a los campos de concentración nazis, sin distinción
de credos, en un ejercicio constante, conmovedor, de la memoria.
Evocaciones de una historia que desanda dieciocho siglos antes del presente,
tienen a Auvers-sur-Oise de protagonista por su condición de pueblo encantado,
surgido de la edad del bronce y atravesado por los Normandos, en el siglo XIV
por la Guerra de los Cien Años, en el XVI por las contiendas religiosas,
dos guerras mundiales... Sin embargo, su celebridad precede a la de su ilustre
artista emblemático. En el siglo XVII se construye la Mansión
de Colombriés, hoy sede de la eficacísima Oficina de Turismo,
en tanto en el siglo XVIII se erige el actualmente restaurado castillo de Léry,
los cuales, pese a su importancia y, junto a la tenacidad de los pobladores,
evitaron que Auvers se convirtiera en un banal suburbio parisino. Dejando la
ruta y siguiendo el viejo camino del acantilado, se esparcen las viejas casas,
los muros añosos y los paisajes bucólicos que hicieron de la aldea
una de las cunas del impresionismo.
El fin de la tristeza
Con nubes blancas
esparcidas por el cielo amanece el domingo 27 de julio de 1890 y, luego de un
desayuno frugal, Vincent Van Gogh deja la posada. Transcurre la tarde y monsieur
Ravoux, a cargo del albergue, lo llama inútilmente para la cena. No está
en su habitación, la noche ha caído y rueda silenciosa hasta que
a la madrugada un estrépito se escucha en la entrada. Estoy
herido dice la voz de Vincent. -¿¡Cómo!?,
se alarma Ravoux mientras cae en la cuenta que con un viejo pistolón
se ha perpetrado una herida en el pecho. La tristeza llega hasta
hoy, balbucea el pintor. Al caer la noche siguiente, lunes 28, Vincent
está tranquilo, agonizando. Dos policías suben hasta la habitación
para interpelarlo y él les responde que es libre de hacer con su cuerpo
lo que le venga en gana. Se retiran.
Théo, el hermano, arriba en el tren del mediodía el martes 29,
se recuesta sobre el lecho del moribundo y hablan en holandés; dicen
que dice algo acerca que, por fin, ha dejado de sufrir. En forma progresiva
su aliento se debilita hasta cesar tras haber transcurrido apenas una hora del
nuevo día, miércoles 30 de julio. Es enterrado del otro lado del
Oise, sin pasar por la iglesia, dada su condición de protestante y suicida.
Por un momento los cuervos interrumpen su vuelo, la brisa deja de acariciar
los trigales, los castaños detienen sus frutos en el aire, el río
teñido de esmeralda silencia el roído de las costas, las hiedras
se abrazan; los colores dejan de arremolinarse, los soles concéntricos
se apagan, los surcos de la tierra dejan de vibrar, los óleos vuelven
al líquido.
Más de once décadas después, los rastros de Van Gogh laten
vitales en Auvers porque sus prados perpetúan a todos los impresionistas.
Más aún,cada mirada que se posa en el paisaje de la campaña
o en las escenas urbanas, si es sensible y atenta, puede recrear ese atisbo
que, más que visión, es un estado de ánimo, una condición
de vida.
Recrear este espíritu requiere un alto al mediodía o el descanso
del ocaso. Para ello, nada mejor que munirse de una botella de buen tinto, una
tradicional baguette y un poco de queso, cruzar el puente sobre el Oise, girar
a la izquierda y deambular por la ribera un centenar de metros, apoltronarse
sobre el pasto y permitir que la voz de un saxo barítono emergiendo de
uno de los barcos-casa anclados en la orilla, lo envuelva todo. Una vez más.
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